—Así es, celta —intervino C. Fufio Cita—. Dicen que la caravana llega ya desde la frontera germana hasta aquí. Más de cincuenta millas. Es como un paseo; un fin de semana en Capri.
Pisón se hizo servir más cécubo diluido y se reclinó, cansado. De tanto vino tenía los ojos vidriosos y pequeños. Yo estaba algo molesto, pues no había pensado en esa posibilidad. ¿Entonces Roma no era amiga del pueblo celta? ¿No se lo había asegurado a Divicón repetidas veces el druida y príncipe eduo Diviciaco?
—No se lo tomes a mal a César —murmuró Pisón—. No es nada personal. No tiene nada en vuestra contra, pero está endeudado.
De nuevo rieron todos, incluso Wanda, Mahes Titiano y Niger Fabio, el cual parecía sentir lástima de mí. Creto adoptó una postura intermedia: reía con reserva las bromas, pero paraba en cuanto nuestras miradas se cruzaban.
—César vuelve a deber ya más de treinta millones. Por eso habrá guerra.
—Pues entonces no atravesaremos la provincia romana —repliqué, obstinado.
—Lo siento, druida —contestó Pisón—. Pero César seguiría a un pueblo indefenso hasta el fin del mundo para hacerse con ese oro. Como ya he dicho, no lucha contra vosotros. Lucha contra sus deudas.
El mercader de la nariz imposible, que me era tan antipático que por despecho ni tenía intención de recordar su nombre, preguntó si era verdad que los celtas hundiríamos en nuestros ríos y lagos toneladas de oro. Guardé silencio, furioso como estaba.
—Recogéis el polvo de oro del arroyo, lo fundís y hacéis lingotes, lo trabajáis para realizar joyas y luego volvéis a tirarlo al arroyo. —El mercader se interrumpió un instante para dejar que los demás romanos rieran a placer y luego prosiguió—: He oído que incluso sacrificáis el botín de guerra a los dioses del agua: cada caballo, cada espada, cada sestercio.
En efecto, así era. Al fin y al cabo, luchamos por el honor y no por un imperio. Seguí callado mientras todos permanecían sentados a mi alrededor como auténticos buitres y hienas.
—¿Es cierto que sólo los druidas saben qué ríos son sagrados?
Pensé febrilmente cómo iba a salir de ésa.
Pisón se raspó los restos de comida de entre los dientes.
—Pero, todo ese oro y esa plata, las joyas y las armas, se quedan allí, en el fondo de los lagos. Y si habéis utilizado esos lagos como lugares de culto desde tiempos inmemoriales, ahí tiene que haber riquezas inimaginables.
El tipo de la nariz con forma de bulbo se me quedó mirando y comentó que, sobre esa base, podíamos hacer verdaderos negocios. ¿Se me podía contratar como guía? Él era empresario privado, chatarrero y trapero, y tenía licencia del ejército romano para limpiar los campos de batalla; pero eso de pescar en los ríos celtas aún le divertiría más.
Todos me observaron llenos de expectación mientras los miraba uno a uno antes de decidir mi respuesta.
—¡Romanos! En nuestros lagos no encontraréis sólo oro, sino también estandartes e insignias romanos, espadas y cotas de malla y alguna que otra águila romana.
Al oír la palabra «águila» todos se estremecieron, pues perderla se consideraba la mayor deshonra en Roma. Incluso Pisón parecía haber recobrado la sobriedad por un momento; me sentí orgulloso del efecto de mis palabras y proseguí de inmediato:
—Los celtas no luchamos para enriquecernos…
—Eso es cierto —me interrumpió Silvano—. A los celtas de nuestras tropas auxiliares es casi imposible hacerles aprender disciplina. Se dedican a la lucha como los griegos al lanzamiento de disco, pensando sólo en una cosa: recoger cabezas. Victoria o derrota, eso les da absolutamente igual.
También lo que decía Silvano le daba igual a la mayoría. Ellos querían saber más sobre el oro.
—Si los dioses nos regalan la victoria —continué—, el botín les corresponde a ellos. Se lo debemos a los dioses. Pero para que a ningún gusano infame se le ocurra saquear nuestros lugares sagrados, destruimos los objetos antes de tirarlos al agua.
El tipo de la nariz bulbosa sacudió enojado la cabeza.
—Sé un poco sensato, celta, ¿a quién le sirve todo ese oro en el fondo de los lagos y los ríos?
—¡Pertenece a los dioses! Lo trabajamos y luego les devolvemos la mayor parte.
—¡Basta ya! A mí me gustaría rescatarlo y volver a fundirlo, pero por supuesto, habría que saber dónde están esos ríos y estanques sagrados.
El discurso encontró una amplia aprobación entre los presentes, y de nuevo todas las miradas se dirigieron a mí. También Wanda me observaba como si quisiera decirme: «¡Mira lo que ocurre cuando se hace pasar uno por druida!»
—El que intenta hacerse con lo que es de los dioses encuentra la muerte. Y no una muerte fácil, sino la más dolorosa que pueda imaginarse —sentencié con una voz tenue, profética.
Los mercaderes callaron. Enfadado, el chatarrero agarró un trozo de carne y ordenó que le llenaran el vaso. Pisón se puso a conversar en privado con C. Fufio Cita, el proveedor de cereales personal de César, mientras Silvano se volvía hacia Ventidio Baso interesándose por el precio de los molinillos. Me alegré de que la discusión sobre el oro hubiese terminado por el momento, aunque no me hice ilusiones. El tema del oro nunca se zanja. El oro que se ha robado una vez, volverá a ser robado.
Me senté junto a Creto.
—¿Vas de camino al norte o de regreso a Massilia? —Al pronunciar «Massilia» me tembló la voz, ya que jamás había estado tan cerca de mi meta.
Creto sonrió, pues conocía mis sueños.
—Lo siento, Corisio, me dirijo al norte. Voy a hacer negocios con Ariovisto. Después regresaré a Massilia cruzando la Galia.
—Es su último viaje por la Galia —se burló el tipo de la nariz abultada—, porque cuando César la conquiste ya no necesitaremos a los griegos de Massilia. Roma se hará entonces con las rutas comerciales que van al norte y a la isla britana del estaño.
—¿Alguna vez has visto a un germano? —interpeló Creto—. ¡Os profetizo que daréis saltos como mujercitas chillonas! ¿Cierto, Corisio?
La tertulia se había vuelto algo más tranquila. Todas las miradas recayeron sobre Wanda; la escrutaban como a una res en el mercado. La muchacha resistió sus miradas, orgullosa y burlona, y al poco dijo:
—Así hablan las gallinas cuando conversan sobre el lobo.
Mahes Titiano estalló en carcajadas mientras Pisón sonreía, sardónico, y el tipo de la nariz abultada se congestionaba.
De improviso, un centurión romano irrumpió en la tienda:
—¡La vanguardia de César está aquí! —exclamó.
Silvano saltó al instante y salió corriendo. También el chatarrero cuyo nombre yo no quería recordar se apresuró a marchar, por suerte, llevándose consigo a los mercaderes que no habían cesado de aclamar sus discursos a voz en grito. Sólo C. Fufio Cita dio las gracias amablemente al anfitrión por su hospitalidad antes de dejarnos.
Pisón se hizo servir más vino y luego se sentó junto a mí con un gesto condescendiente.
—Ya ves, Corisio, éstos son las hienas de Roma —sentenció así algo que yo había oído ya en alguna parte—. Estos mercaderes siguen a los legionarios romanos como los coyotes a los nómadas, proporcionándoles todo cuanto necesitan. Luego les compran el botín que saquean con permiso de César; y si éste vence a los helvecios y los esclaviza, sus soldados podrán quedarse con unos cien mil esclavos. ¿Y qué harán con ellos? Los mercaderes se los comprarán y los llevarán a Roma con sus ejércitos privados. —Le sonrió a Wanda—. Con las mujeres el asunto es algo más complicado. En cualquier caso, para un mercader no hay mejor negocio que seguir a un ejército romano. Los mercaderes son tan importantes como las rameras que encontrarás en la periferia del campamento. Por cierto, Alexia es la mejor, aún mejor que Julia. Dile que te envío yo y te lo hará gratis.
Pisón intentó levantarse. Después del segundo intento, incluso lo logró. Buscó la salida tambaleándose como un guerrero aturdido y mientras les daba una ruidosa salida a sus ventosidades, se abrió camino por el suelo de la tienda, que estaba repleto de huesos, raspas de pescado, tallos de vid, hojas de lechuga y otras sobras. ¡Un auténtico festín para
Lucía
!
Creto se hizo servir vino otra vez y tomó un trozo de carne.
—No lo interpretes como algo personal, Corisio, los negocios son los negocios. Si quieres, te llevo a Massilia a la vuelta. Sabes escribir y leer y dominas muchas lenguas, eres inteligente y sabes contar; me vendría bien alguien como tú. Ni siquiera los cultos esclavos griegos podrían igualarte.
Volvió a mirar a
Lucía
y sacudió un poco la cabeza, como si no lograra comprender que alguien pudiese encontrar bonito un perro con manchas de tres colores. Ahora que Massilia estaba a mi alcance, volvía a estar indeciso. Miré a Wanda algo desamparado, y ella sonrió y mostró sus bellos dientes. Creto interpretó mis dudas como falta de interés.
—Corisio, si demuestras tu valía, de lo cual no dudo un instante, me encargaría incluso de que te hicieran ciudadano de Massilia.
—¿Ciudadano de Massilia? —Le lancé una escéptica mirada de reojo.
—Sí —dijo Creto—, como ciudadano de Massilia puedes ir a ver los juegos de Roma y sentarte en los palcos que tienen reservados los senadores romanos. ¿Comprendes lo que significa llegar a ser ciudadano de Massilia? Cierto es que carecemos de grandes ejércitos, pero como comerciantes, en Roma nos respetan, además de temernos.
—¿Cuánto tiempo te retendrán tus negocios con Ariovisto?
—Medio año. Quédate ese tiempo en Genava con tu esclava. ¿Tienes suficiente dinero?
—Sí —respondí, orgulloso—. Con lo que tengo podría vivir incluso dos años en Roma.
Me puso la mano en el hombro y buscó palabras. Al fin dijo:
—Si te aburres en Genava, también puedes pedir un empleo en el ejército de César. Si estás al servicio de César, siempre sabré dónde te encuentras y te recogeré cuando vuelva del norte.
Era obvio que Creto lo veía todo desde la perspectiva del mercader. No dividía el mundo en celtas y romanos, sino en mercados interesantes y menos interesantes.
—Venga, Corisio, no deberías perderte la llegada de César. Así entenderás mejor muchas cosas. Los celtas no podéis detener a César, estáis demasiado reñidos. Pero Massilia sí podría.
Alzó las cejas de modo significativo y sus ojos lanzaron una mirada misteriosa mientras sonreía como un dios omnisciente. Le devolví la sonrisa, a pesar de que no comprendía en absoluto sus insinuaciones. Ordenamos a los esclavos que nos trajeran palanganas de agua para lavarnos las manos y por fin salimos de la tienda.
Cabalgamos juntos hasta la puerta sur del
oppidum
alóbroge, en la que cientos de personas flanqueaban ya la calle principal. Los legionarios romanos y las tropas auxiliares empujaban hacia atrás a los curiosos con sus lanzas y escudos, y mantenían la calle despejada.
Primero atravesaron la puerta sur los emisarios alóbroges, una tropa auxiliar montada que estaba compuesta en su mayoría por autóctonos. Poco después entraron cohortes de la legión décima; no llevaban los escudos como era habitual durante la marcha, resguardados en cuero y amarrados a la espalda, sino alzados. Era una legión preparada para la lucha. Al parecer César quería estar bien armado para cualquier eventualidad, y los alóbroges tenían fama de volubles y sediciosos. Las coligas con suela de clavos de los legionarios y el roce de cientos de partes metálicas producían un sonido extraño, más bien amenazador. Los legionarios debían de haber llegado a marchas forzadas y, sin embargo, no parecían sentirse afectados por el gran esfuerzo. Estaban acostumbrados a las fatigas y la disciplina; les pagaban por ello. Marchaban a un paso regular, de cuatro en fondo. Los escudos ovalados estaban un poco abombados hacia dentro y les cubrían desde la barbilla hasta los tobillos, pero a diferencia de los que llevaban los aduaneros éstos se hallaban pintados de rojo. Para los celtas el rojo es el color del otro mundo, del ocaso, de la perdición, de la sangre, del poder totalitario. Los hombres de la legión décima no podían compararse con las figuras apáticas que me había encontrado en el puente del Ródano. Ellos eran hombres acostumbrados a aceptar enormes esfuerzos físicos sin una sola queja, a obedecer sin condiciones a su general. Eran los hombres de César, no legionarios de Roma. César les había prometido ricos botines, guardando silencio sobre la procedencia de éstos.
—¡Ave, César! —De súbito estallaron gritos entusiastas fuera del
oppidum
—: ¡Ave, César!
Vi a un hombre que entraba por la puerta sur montando con orgullo un caballo blanco. Llevaba una coraza ornamentada con bellos motivos y sobre los hombros le caía una capa roja. Estaba flanqueado a izquierda y derecha por tropas auxiliares a caballo y le seguían los oficiales, legados, tribunos y prefectos. No obstante, yo sólo tenía ojos para el hombre del caballo blanco. Me habría gustado decir que parecía una rata atiborrada, pero no habría sido cierto. Cayo Julio César era una aparición que, en cierto sentido, podía medirse con nuestro glorioso Divicón. También éste personificaba la intrepidez y la temeridad de los celtas, también se presentaba como un poder de la naturaleza al que nada podía contener. Sin embargo, a diferencia de Divicón, César no llevaba la ferocidad, la sed de libertad y la temeridad en la mirada; en sus rasgos adiviné la falta de escrúpulos de un cínico frío y calculador. Era flaco y blanquecino, y observaba a las personas con desprecio y frialdad, pero también mostraba esa sonrisa tranquila, el rictus burlón propio de los vividores y los hombres viscerales carentes de escrúpulos. Mientras que el táctico insidioso gana, el valiente muere por su valor. César no era celta, sino romano de los pies a la cabeza y ambicioso hasta la muerte: antes morir que quedar segundo.
—¡Ave, César! —exclamaron de nuevo sus legionarios alzando el brazo derecho hacia el cielo.
César contestó con una sonrisa, como si acabara de maquinar un plan especialmente pérfido.
Ya había visto bastante. Tenía que regresar con mi gente, a la otra orilla del Ródano. No obstante, antes quería comprarle a Niger Fabio el maravilloso pañuelo de seda con los dos caballos bordados. Quién sabe si volvería a pisar jamás una provincia romana. Cierto es que me había pasado todos esos años soñando con ir a Massilia y ver Roma algún día, pero se me habían quitado las ganas. Los sueños son extraños a veces: te confieren un poder inmenso y mueves montañas para acercarte a ellos un poco más, y cuando están al alcance de la mano, entonces les vuelves la espalda decepcionado. Me sentía confuso. ¿A qué jugaban los dioses conmigo?