Un pensamiento dejaba paso al otro. Wanda, el tío Celtilo, Basilo, los exploradores germanos, tablas de cera griegas, Massilia, jeroglíficos, ánforas, los pechos de Wanda, sus labios, el amuleto, denarios de plata, Ariovisto, Roma…
De pronto se hizo un silencio sepulcral; todos enmudecieron. Santónix se irguió sobre la losa de piedra y volvió a elevar los brazos al cielo. Los dos ayudantes del druida encendieron antorchas. El bosque pareció cobrar vida de pronto y el susurro de las hojas se hizo más fuerte, más insistente, como si nuevos dioses anunciasen su proximidad. Todos los habitantes de nuestro caserío estaban al borde de la zona sagrada y contemplaban a los dos bueyes blancos, que lucían coronas en los cuernos; uno de ellos se liberó del aderezo a sacudidas. Al inclinarse el ayudante del druida hacia la corona, el viento la arrastró más allá. Vi que los ojos de Celtilo brillaban y se humedecían poco a poco. Yo sabía lo que eso significaba. Nuestra comunidad sería barrida, como una hoja a merced del viento. Pero ¿no lo había profetizado ya Creto, el mercader de vinos? Para él, el mal residía en el modo de vida del pueblo celta. Los celtas no conocíamos un poder central como los romanos; éramos un hatajo salvaje de tribus enfrentadas entre sí. Al águila romana le resultaría fácil someternos. No obstante, si conseguíamos reunimos bajo un solo liderazgo en el sur, junto a la orilla del Ródano, en el
oppidum
de los celtas alóbroges, el voraz pico del águila romana se haría pedazos contra nuestras cotas de malla, en caso de que se atreviera a lanzarse sobre nosotros.
Estaba claro que los dioses, que se expresaban a través de Santónix, no compartían mis audaces fantasías. De hecho, había tres motivos que hablaban en nuestra contra: los germanos al norte, los dacios al este y los romanos al sur. Entre estos tres pueblos quedaríamos pulverizados como el grano bajo la muela del molino. Eso era lo que nos acababan de profetizar los dioses.
Santónix elevó su voz en la noche:
—Celtas, el hombre de la perdición que nos ha sido profetizado llegará. Cabalga bajo el águila y en los escudos de sus hombres están representados los serpenteantes rayos bañados en sangre de sus dioses. Numerosos son sus enemigos, también entre los dioses. Ellos han escogido a una persona para destruirlo. Vive entre nosotros, puesto que si hubiese nacido bajo el águila los suyos lo habrían ahogado, igual que al dios de tres colores que lo acompaña.
¡Todo menos eso! Santónix me dirigió una mirada penetrante. Sentí cómo me subía la temperatura de la cabeza; seguro que ya resplandecía como una hoguera. Todos se volvieron y me miraron con reverencia. El hombre que cabalgaba bajo el águila no podía ser otro que Cayo Julio César, el cónsul romano cargado de deudas que ostentaba el puesto de procónsul en la recién fundada provincia de la Galia Narbonense y se pasaba las horas muertas en la cama de esposas de senadores. Por otra parte, que un dios habitara en
Lucía
—la cual volvía a interesarse por las correas de mis zapatos de cuero delante de todos— era más bien inverosímil. En cambio, lo que resultaba por completo desacertado era que precisamente yo fuese a acabar cerca de aquel hombre. ¿Cómo iba a matar a un procónsul romano un aprendiz de druida celta al que los dioses le habían otorgado músculos de hierro duro? ¿Con el humor, quizá? Para que hasta el más tonto de la aldea comprendiese a quién se refería, un ayudante de druida me hizo entrega de un cuchillo ceremonial de bronce que llevaba una cabeza recubierta de oro en el extremo del mango, y dijo:
—Cuando la media luna ebúrnea penda de tu sandalia, matarás al águila.
En este punto debo hacer especial hincapié en que esas historias de una persona buena a quien los dioses envían a la tierra para liberar a su tribu de un hombre vil son, con toda probabilidad, tan antiguas como el lenguaje humano. Surgen siempre de la esperanza de recibir ayuda sobrenatural y continuarán explicándose dentro de dos mil años. Otorgan fuerza e infunden esperanza, y nadie se enfada si las profecías no se cumplen, ya que los dioses cambian de opinión tan a menudo como los mortales.
El ayudante de druida regresó junto al buey, recogió la corona y se la volvió a poner sobre los cuernos mientras musitaba un suplicante verso sagrado. Santónix lo observó sin inmutarse y luego levantó la hoz de oro hacia el cielo nocturno negro azabache; con un movimiento ceremonial de las manos cortó una rama de muérdago del árbol. Los dos ayudantes de druida sostenían el lienzo blanco extendido debajo de él. Una fuerte ráfaga de viento recorrió el bosque como un murmullo colérico. El descenso de la rama de muérdago quedó algo frenado, pero al fin cayó con suavidad sobre la tela blanca.
«Cuando la media luna ebúrnea penda de tu sandalia, matarás al águila.» Yo no hacía más que darle vueltas a la frase en mi cabeza: lo del águila lo comprendía, pero el significado de la media luna ebúrnea en mi sandalia era totalmente ininteligible. Yo llevaba unos zapatos de cuero conocidos como cáligas, que mi tío había hecho confeccionar en Massilia. Estaban reforzadas en los talones para darle mayor apoyo al pie, y la suela se alzaba un poco por el centro y en el borde exterior, de modo que el pie no se apoyaba plano; no eran sandalias, y no cabía pensar en una media luna ebúrnea. Ese símbolo tampoco me era conocido, y lo más probable es que lo hubiese relacionado con Cartago. Sin embargo hacía cien años que de Cartago sólo quedaban las cenizas, sus murallas estaban derribadas y los surcos del campo se habían tapado con sal para que jamás volviera a crecer nada. Cartago había sido pacificada al modo romano.
A los dos bueyes ya les habían cortado la cabeza sobre el lienzo blanco cubierto de muérdago y después de unas cuantas convulsiones salvajes, los cuerpos se relajaron; la cálida sangre manaba a borbotones. Un vapor hediondo se cernió sobre el claro sagrado. El sacrificio no bastaba. Santónix quería más, aseguraba que los dioses exigían más. Por desgracia no podíamos ofrecerles a ningún criminal, porque ya hacía tiempo que los habíamos sacrificado a todos. «Que no sea una virgen», rogué en silencio. Desde que viera la risa de Wanda, toda mi ambición consistía en hacerla reír otra vez. No sabía si los dioses aceptaban también a esclavas, tenía una laguna de conocimientos al respecto, pero podía imaginar que el virgo era más importante que la condición social de las elegidas. Tan sólo tenía que ser algo puro, algo que significase una barbaridad para alguno de nosotros. Esa tarde debería haber besado a Wanda hasta hacerle perder la virtud. Wanda… Sería como si me cortasen la pierna izquierda. Ése no podía ser el deseo de los dioses si es que tenían en la cabeza algo más que un montón de tierna bosta de caballo. Si yo fuera druida, ningún dios diría semejantes estupideces por mi boca. Quizás en este punto deba advertir que nuestros dioses no son de naturaleza infalible, y que también hay una gran cantidad de marrulleros, usureros y gentuza terrible entre sus filas.
Basilo me cogía con suavidad del brazo derecho. Mis pensamientos eran los suyos. Otra persona me tomó del brazo izquierdo; era Celtilo. Con un gesto descortés intenté deshacerme de ambos. ¿Para qué me sostenían? Yo no habría podido salvar a Wanda, pues si hubiese renqueado hacia delante me habrían atravesado con flechas a los pocos pasos. ¿Por qué iba a hacer algo semejante? ¿Por una esclava? ¿Por una germana? ¡No, por mi pierna izquierda!
Miré a Wanda, que estaba algo apartada y jugueteaba con su brazalete de cristal. Debo confesar que si alguna mala cualidad tengo, es la de imaginar a veces cosas que temo y obsesionarme de tal forma con los detalles que luego soy incapaz de recordar que sólo es invención mía. Nuestros druidas dicen que de este modo no sólo se puede provocar lo bueno, sino también lo malo. Así que hice lo imposible por controlarme y me metí en la cabeza que Wanda estaba bien y que jugaba con un brazalete que no le correspondía llevar en absoluto, aunque por otra parte le sentaban muy bien esas dos fíbulas que todavía le correspondían menos.
El druida volvió a alzar los brazos hacia un cielo nocturno sin estrellas. La sombra de su hoz de oro se estremecía intranquila en las copas de los árboles. Yo me helaba; de pronto hacía mucho frío. Sentí que me latía un nudo en la garganta y que crecía por instantes, quemaba como una llama. Noté que los músculos de la espalda se me cerraban como garras sobre las articulaciones. Tuve la sensación de convertirme en piedra. Al principio fue sólo la pierna izquierda. Volvía a estar como antes, ya no podía moverla. Y poco a poco se me fue agarrotando todo el cuerpo. Era como si me pusieran una cota de malla tras otra. Sentía que iba a suceder algo, igual que aquella vez con el druida Fumix, pero no sabía el qué. El druida anunció que era preciso un sacrificio a los dioses. Por cada uno de nosotros que quisiera sobrevivir, el dios de la guerra, Catúrix, exigía el sacrificio de otro. Eso podía ser divertido. Observamos fascinados el claro sagrado. El druida parecía estar a la espera de algo; seguía allí de pie con los brazos alzados y, sin embargo, el cuerpo se le había retorcido de un modo extraño y del torso le sobresalía algo plano y alargado. Entonces fue girando poco a poco y todos vimos que se trataba de una lanza. ¡Lo había atravesado! ¿La habrían dirigido los dioses? El druida lanzó la cabeza hacia atrás y giró en redondo. Una lanza de madera lo había herido, pero los dioses no luchan con lanzas así. ¡Eran los germanos!
De súbito todo el bosque tembló y escuchamos un griterío salvaje. De todas partes nos llegaban proyectiles. Escuchamos el fuerte golpear de las espadas sobre escudos de madera. ¡Ariovisto! Y de pronto estaban entre nosotros. Nos rodearon como a un rebaño de ovejas, montados en hirsutos y pequeños caballos desde los que arrojaban sus lanzas a nuestras filas. De las crines de los caballos colgaban muchachos jóvenes con el torso pintado de un negro brillante; se soltaron prestos de las crines y saltaron ágiles como crías de gato sobre los que huían de vuelta al caserío, presos de un pánico infernal. Aquella actitud era muy poco celta, pero sin armas la lucha no resulta demasiado divertida. Puesto que soy una persona de lo más sociable, quise unirme a los míos pero tropecé con la primera raíz, caí cuan largo era y sentí que algo pesado se desplomaba sobre mí, algo que apestaba un horror a ajo. Era el tío Celtilo. No me atreví a incorporarme; tenía la mitad de la cabeza hundida en la tierra húmeda, pero con el ojo que me quedaba libre vi que todos corrían en dirección al bosque como venados asustados mientras los germanos iban tras ellos cual cazadores ávidos de dar alcance a su presa, sin reparar en los muchachos valientes que permanecían con media cabeza bajo tierra. El hecho de que me pasaran por alto con tanta facilidad fue, por supuesto, una humillación indecible para un celta joven y orgulloso. Con todo, no hice caso. Por doquier la gente gritaba, berreaba y gemía de rabia y dolor. Sin embargo, poco a poco las voces se fueron alejando y sólo se oía el débil gimoteo de los moribundos. Fue como un aguacero que llega por sorpresa y cesa con la misma rapidez que ha venido. Arrastré con dificultad el brazo derecho hacia fuera por debajo de mí e intenté alzarme sobre las manos, pero resbalé en el suelo húmedo y lodoso. El tío Celtilo rodó por encima de mi espalda. Estaba tumbado junto a mí y me observaba con los ojos desorbitados. Un mandoble de espada le había abierto el torso desde el cuello hasta el ombligo, y en la mano apretaba la cabellera pajiza de la cabeza germana que había sesgado.
En el claro sagrado distinguí las togas empapadas en sangre de los druidas. Todos habían sido asesinados. En algún lugar oí el grito ahogado de una mujer. ¿Wanda? Me erguí más y vi que un germano sacaba a una muchacha de la maleza y la subía a su caballo tirándole del pelo. Era Wanda.
—¡Wanda! —chillé.
No sé por qué lo hice. En realidad fue una absoluta estupidez. El germano dejó caer a Wanda y volvió grupas: ya me había visto. Desenvainó y tiró más de las riendas. Su bayo piafaba nervioso. Enseguida le clavaría los talones en las ijadas y se abalanzaría sobre mí. Sabía que no descansaría hasta que hubiese acabado conmigo. También él llevaba la cara y el torso pintados de negro, y la larga cabellera rubia que le llegaba hasta los hombros musculosos le confería un aire salvaje e intrépido. Blandió su espada de hierro y la agitó en el aire vociferando. Si el muchacho podía permitirse llevar un arma de hierro, es que no era un germano cualquiera. De inmediato agarré mi puñal. Lo cierto es que el gesto me pareció un poco tonto, porque hasta entonces sólo lo había usado para trinchar crujientes espaldas de cerdo asadas. El germano lanzó una risa atronadora y ronca, y de mala gana confieso que el miedo me vació la vejiga. Mientras la calidez me impregnaba los muslos, con la mano libre intenté alcanzar el cuchillo ceremonial que me había dado el ayudante del druida, sin lograrlo. El maldito germano me había hecho subir de tal manera la tensión muscular que ya sólo conseguía ejecutar movimientos bruscos y toscos. El guerrero me observaba con sorna e incitaba a su bayo reteniéndolo por un lado y, al mismo tiempo, dándole a entender con un preciso golpe de talones que iba a abalanzarse sobre mí. Por fin logré sostener los dos cuchillos en las manos y tambalearme como un borracho a punto de perder el equilibrio. El peligro de herirme a mí mismo en una nueva caída era mayor que el de acabar en manos del germano. Éste bramó algo hacia las copas de los árboles y alzó la espada para atacar; a buen seguro acababa de ofrecerme a algún dios. Yo hubiese preferido conversar con él en tono amistoso y educado acerca del elevado arte de la pesca, pero aquel coloso se abalanzaba sobre mí montado en un caballo demasiado pequeño. Deseé que el bayo se derrumbara bajo su peso, pero, en lugar de eso el rocín estiró las patas delanteras hacia delante mientras relinchaba con fuerza.
Lucía
se puso de repente delante de mí, comportándose como si descendiera de un auténtico perro de pelea de Molosia; fue de lo más atípico puesto que los perros siempre atacan a los caballos desde atrás, mordiéndoles los espolones o en la tripa.
Lucía
ladraba, aullaba, y los belfos le temblaban de agresividad y excitación mientras el pelo del lomo se le erizaba por completo, igual que la cabellera encrespada con agua de cal de un auténtico celta. Las patas delanteras del caballo espantado, estiradas por completo hacia delante, se hundieron en el blando suelo y el germano salió disparado por encima del cuello de su montura en dirección a mí; su cráneo chocó contra mi pecho como un proyectil de catapulta. Aquello era el fin. Di con el cogote en un charco y, por un instante, celebré no haber topado contra una piedra. Jadeé con desespero, pues el tipo que me había enterrado bajo sí pesaba sin duda tanto como dos celtas juntos. Intenté sacar los dos puñales que tenía bajo su cuerpo, pero fue inútil. Bregue y braceé, pero nada se movía. ¿Nada?