Vi que le caían grandes lágrimas por las mejillas enjutas. Casi avergonzado bajé la mirada hacia
Lucía
, que me lamía la mano. Pensé en todo lo que el tío Celtilo había hecho por mí, y cuando de pronto me agarró y me abrazó con fuerza, también yo di rienda suelta a mis lágrimas. Era la mejor persona que los dioses me habían enviado jamás.
Me dirigí al arroyo y me senté a horcajadas sobre un tronco seco que hacía muchos años había quedado arrancado de raíz durante una tormenta. Intenté escuchar con atención las voces de los dioses del agua, pero tan sólo oí el gorjeo de los pájaros y el crujir de las hojas en el viento. Estaba solo.
—¿Corisio?
No había oído acercarse a Basilo. Se sentó también a horcajadas sobre el tronco, igual que hacíamos siempre desde nuestra infancia. Mi amigo tenía diecisiete años, como yo, pero era algo más corpulento. Se le consideraba un diestro cazador y un guerrero intrépido. Una vez se había encontrado con unos celtas secuanos mientras estaba cazando, y cuando regresó a la granja, de su brida colgaban dos cabezas. Por algún motivo incomprensible, desde pequeño siempre había buscado mi compañía. Éramos amigos hasta la muerte.
—Corisio, en realidad no sé si es buena idea emigrar a la tierra de los santonos. ¡No querremos convertirnos en campesinos y ganaderos!
—Los dioses sabrán lo que hacen contigo —bromeé.
—Los dioses… Corisio, no sé en qué andarán ocupados en este momento, pero seguro que en cualquier cosa menos en mí. En caso de que hables con alguno de ellos, dile que tu amigo Basilo quiere ir contigo a Massilia o alistarse como mercenario en el ejército romano.
—Si las alternativas son ésas, mejor será que vayamos juntos a Massilia. Pero si te haces mercenario romano, yo me hago druida. Así no nos cruzaremos nunca —dije entre risas.
—¡Nunca entenderé qué tienes en contra de los romanos, Corisio! Hasta un liberto puede hacerse rico en Roma. Tu tío logró cosechar gloria y honor como mercenario. ¡Y hoy incluso si te alistas como jinete en las tropas auxiliares al término de los años de servicio recibes la ciudadanía romana! ¡Corisio, imagínate que mis hijos viniesen al mundo como ciudadanos romanos y pudieran convertirse en centuriones! Y tú podrías leer libros de verdad en las bibliotecas de Roma. ¡Ningún druida iba a impedírtelo!
Dije que no con un gesto cansado. Ya me conocía las fantasías de mi amigo.
—¡Corisio! ¡Soy un guerrero! A mí me da lo mismo si lucho contra los helvecios, los romanos o los griegos. Mi clan y tú sois los únicos contra los que jamás alzaría la espada. Pero soy guerrero, Corisio, y no tengo intención alguna de pasarme la vida dando de comer a los gorrinos.
Basilo rebosaba energía y espíritu emprendedor. Su gran modelo era el celta Breno, que había invadido Roma unos siglos atrás. Para Basilo, la gloria y el honor lo eran todo; habría dado la vida por ellos. Me tendió la mano y me ayudó a bajar del tronco. Ya era hora. Creo que Basilo era, junto con el tío Celtilo, la segunda persona que me habían enviado los dioses. Aun así, para los celtas es el tres el número que tiene un significado especial, así que debía de haber otra persona. ¿Wanda? No, más bien sería
Lucía
.
El lugar consagrado de nuestra granja se hallaba tan sólo a una corta cabalgada desde el pueblo, en un bosque verdaderamente impenetrable que se extendía sobre dos cadenas de colinas. Ya era de noche cuando seguimos al druida hacia las aguas negras. Nos abrimos paso en silencio entre la maleza de los abedules y las matas espinosas, cruzamos suelos pantanosos que estaban cubiertos de musgo verde oscuro y penetramos cada vez más adentro, hacia el corazón de nuestro santuario, siguiendo al druida que nos dirigía con los sentidos alerta. Mientras que otros pueblos construyen pirámides o templos para sus dioses, los nuestros viven en la naturaleza: en los árboles, las aguas y las piedras, de modo que siempre nos divierte escuchar que otros pueblos reproducen a sus dioses en forma de estatua. Por eso creo que para un celta, un paseo por el
forum romanum
supondría un peligro mortal; a buen seguro moriría de risa al ver todas esas estatuas de dioses. Claro está que también nosotros tenemos estatuas. Pero no representan a dioses, sino a difuntos a quienes veneramos.
De pronto, los que iban delante de mí se detuvieron y formaron un círculo. En el medio de un claro, una losa de roca descansaba sobre dos piedras redondas. Detrás había dos menhires que estaban cubiertos de musgo y maleza; uno se hallaba caído, el otro se alzaba todavía erecto sobre el suelo del bosque. En la oscuridad daban la impresión de ser siluetas mudas de dioses todopoderosos. No eran nuestros menhires. Mucho antes de nuestros tiempos, un pueblo extranjero los había erigido en ese lugar. Se trataba de un lugar sagrado. Santónix se subió a la losa de piedra y alzó la vista hacia un cielo nocturno sin estrellas. Pese a que en el suelo no había ningún tipo de señales que marcasen el comienzo del círculo sagrado, todos sabíamos que no debíamos dar un paso más. Era un lugar santo que ejercía un poder mágico, y reinaba tal oscuridad que ni siquiera se veía la sangre reseca sobre la corteza del fresno.
El druida Santónix se volvió hacia el este y alzó su hoz de oro en la negra noche; después se volvió hacia el oeste y se quedó de pie bajo el gran fresno bajo el cual estaba dispuesta la losa de piedra. Para los celtas, el fresno es sagrado; igual que el muérdago, que vive en el árbol como el alma en el cuerpo. Es más importante que una vida humana.
Los druidas volvieron a alzar los brazos hacia la noche y empezaron a recitar los versos que ya nuestros ancestros recitaban. Eran los cánticos declamados por los astros cuando los dioses crearon la tierra. Los druidas estaban cantando los versos sagrados de nuestro pueblo, explicaban las historias de nuestros ancestros. Ya entonces dudaba yo de la exactitud de aquellas exageradas alabanzas entonadas en verso que, como buen aprendiz de druida, hacía tiempo que sabía de memoria. Un pueblo que no pone su historia por escrito no tiene historia, sino mitos y leyendas.
No obstante, recité con ellos los versos en voz baja, pues los sabía de memoria desde hacía años y hasta el presente no he olvidado una sola palabra. Cuando los druidas mencionaron el nombre de Orgetórix por primera vez, se percibió un leve murmullo. En realidad era Orgetórix, uno de los helvecios más acaudalados, quien debería habernos conducido al Atlántico. Sin embargo, cuando comenzamos con los preparativos tres años atrás, se difundió de repente que ambicionaba ser rey de los helvecios. También había persuadido en secreto a un príncipe de los celtas secuanos y a otro de los eduos para hacerse con la corona real; querían dominar la Galia entre los tres. No obstante, los pactos secretos celtas tienen un inconveniente: son más o menos tan secretos como la época de la cosecha. Por eso Orgetórix no subió al trono, sino a la barca que lo llevó al otro mundo. El anciano Divicón fue escogido como nuevo jefe. Hacía unos cincuenta años, éste se había unido a la marcha de los germanos cinabrios, que avanzaban entonces de norte a sur como una avalancha. En el
Garumna
, el joven Divicón derrotó de manera aplastante al cónsul romano L. Casio Longino e hizo pasar a sus soldados bajo el yugo, igual que ganado. Como de costumbre, no supimos sacar provecho de esa victoria. Para nosotros apresar esclavos era más bien un deporte, y aquella excursión al sur había sido una bonita forma de pasar el verano. De aquella época provenían las cordiales relaciones con los santonos del Atlántico, así como las relaciones escasamente cordiales con los romanos. Entretanto, Divicón ya debía de tener los ochenta años. Muchos creían que los dioses le habían permitido alcanzar esa edad con el fin de que condujera a los helvecios y a las demás tribus hasta la costa atlántica.
El druida Santónix elevó su voz implorante y nos exhortó a obedecer las órdenes de Divicón. Un helado escalofrío me hizo tiritar. Doce
oppida
celtas, cuatrocientas aldeas e innumerables granjas apartadas, entre ellas la nuestra, serían dentro de pocos días pasto de las llamas. Algunas ardían ya. Con voz ronca Santónix nos instó a partir mientras fuera aún de noche. No soy ningún sentimental y no es mi intención serlo, pero para mí significaba mucho el estar allí y saber que veíamos por última vez esos menhires y las estatuas de madera ocultas en la oscuridad; la sola idea de que la gente de Ariovisto se mease en ellas me sacaba de mis casillas. Cada vez me impacientaba más. Respiré hondo y recé con fervor a la diosa del agua, Conventina, para que contuviese la lluvia y así nuestros caminos se secaran, quedando transitables para las pesadas carretas de bueyes. Imploré a nuestra diosa de los caballos, Epona, que protegiese mi galope, puesto que me parecía improbable pasar todo el camino sentado en un carro de bueyes como si fuera carne de cerdo salada. Imploré a Sucelo, el dios de la muerte con mazo de madera, que lo intentara en otra ocasión, y también supliqué implorante la ayuda de Cernunno, Rudianno y Segomón. Era una suerte contar con tantos dioses, pues de esta forma seguro que alguno encontraría tiempo para mis ruegos; además, si en el pasado molesté a alguno, todavía contaba con otros que me querían bien.
Y aquella noche estaban allí, entre nosotros. De repente, como si uno de los dioses a quienes imploraba hubiese escuchado mi súplica, experimenté un agradable ardor dentro de mí. Sentí fuerza y confianza. Anhelé luz y los cálidos rayos del sol, ansié agua y vino romano. Volví a pensar en los jinetes germanos que habíamos visto Wanda y yo. No obstante, ahora ya no tenía miedo. Pensé muy en serio si debería hacerme druida en lugar de ir con Basilo a Massilia. ¡Massilia!
—¡Corisio!
En ese momento me di cuenta de que Celtilo me examinaba con severidad. Parecía adivinarme el pensamiento, lo cual no era demasiado difícil ya que estaba sintiéndome como un rey en mi comercio imaginario de Massilia.
Le di un empujoncito a Basilo y le cuchicheé:
—Massilia.
—Silencio —siseó Celtilo.
Mis reflexiones y la claridad de mis pensamientos me sorprendieron. Debió de ser inspiración de los dioses. Deseaba ser un gran mercader en Massilia y no quedarme en cualquier bosque sagrado dejando que me cubriera el musgo. Cierto es que seguiría aprendiendo de ellos, y no obstante, a la larga seguro que me divertiría más anotando cuentas que cortando muérdago. Pero ¿para qué pensar en cosas que los dioses ya han decidido hace tiempo?
Resulta bien extraño, pero aquella noche yo debía de ser uno de los pocos de nuestra comunidad que no estaba preocupado, a pesar de que mis probabilidades de sobrevivir a los próximos días eran relativamente malas. En realidad, a lo largo del día había estado afligido durante un rato, llorando incluso, y me había sentido indefenso y petrificado mientras Wanda me acompañaba de vuelta a la aldea. Sin embargo, en aquel momento sentía un enorme poder en mi interior. Con la ayuda de Teutates, mis propios pensamientos habían llegado a extasiarme. Sabía que sobreviviría a los próximos días. Los dioses estaban conmigo. Los romanos hablan en ese caso del
genius
, el espíritu guía y protector de una persona; yo debía de tener toda una manada en mi interior. Sentía que Epona, diosa de los caballos, era la fuerza motriz, y Taranis, padre de Dis, debía de ser también mi padre.
Los dos druidas que acompañaban a Santónix llevaron entonces dos bueyes al claro. Se sentía, por así decirlo, que todos estaban tensos; el bosque entero parecía crepitar. Cada vez que una ráfaga de viento movía las hojas, a los demás debía de correrles un escalofrío por la espalda. Con mis reservas de grasa, no obstante, a mí el frío no me suponía ningún problema. De pronto me sentí alegre y feliz, como si hubiese comido bayas fermentadas.
Celtilo miraba a uno de los bueyes fijamente y con miedo; no sé si tenía miedo de que el buey defecara sobre los puntiagudos zapatos de cuero del druida o de que montara al otro buey en un rapto de enajenación mental. Sin embargo, Celtilo se preocupaba y sufría. A mí me dolía que aquel al que yo tanto respeto profesaba estuviera encorvado junto a mí, tiritando como un esqueleto roído que colgase de la copa de un roble sagrado. Debía de ser efecto del vino romano. Entonces soltó la fíbula de bronce de su capa a cuadros marrones y rojos, se ciñó más la tela alrededor de los hombros y volvió a prender la fíbula. Sí, le temblaban las manos.
Con todo, Celtilo también era viejo. Los viejos tiemblan a veces como carretas de bueyes que se desmoronan poco a poco; y también lloran con más frecuencia, puesto que han visto y han padecido más, y por ello comparten más el sufrimiento de los otros. En especial cuando han bebido. El bigote de Celtilo, que otrora fuera imponente, aparecía ahora cano y amarillento. En su frente oscura y curtida por los elementos se habían formado profundos surcos de preocupación. A oscuras daba la impresión de llevar ya un par de años yaciendo en el pantano. Respiró muy hondo. Igual que los perros marcan su territorio con señales olfativas, también Celtilo tenía sus propias marcas: vino, ajo y cebolla. De buen grado le habría dicho que no tenía que preocuparse por mí. ¡Por Teutates, Eso y Taranis! ¿Quiénes eran, si no, las personas más apreciadas entre Asia Menor y las islas Británicas, entre Petra y Cartago, entre Délos y Sardinia, entre Massilia y Roma? ¿Quiénes los hombres con el golpe de espada más poderoso, los que poseían más lingotes de oro, los que tenían un miembro de caballo o los que reunían mayor sabiduría? Como celta, el tío Celtilo debía saber que nuestra mayor posesión era la cabeza. Para los celtas la cabeza es sin duda la parte más importante del cuerpo, por eso nos divierte tanto cortársela al enemigo. Los romanos no lo han entendido nunca: un romano herido puede regresar junto a su centurión, pero un romano sin cabeza en la vida encontrará el camino hacia su cohorte. ¡Además nosotros heredamos su fuerza física!
Me dolía mucho ver sufrir así al tío Celtilo. Aunque quizás estuviese juzgando aquella situación completamente al revés, ya que ese día no celebrábamos el
Samhain
ni ninguna otra festividad estacional, sino que implorábamos la ayuda de nuestros dioses. La supervivencia de nuestra comunidad se hallaba en juego. Sólo Santónix podía explicarnos qué le habían comunicado los dioses, y cuando él y los demás druidas hubiesen fallecido, desaparecería de golpe una sabiduría centenaria. Los romanos, los griegos y los egipcios dejarían tablas de cera, rollos de papiro, de pergamino, tablas de piedra, inscripciones grabadas en hueso, metal o madera para que otros pudieran estudiarlas y descifrarlas. En nuestro caso, todo se desvanecería para siempre jamás.