Por exagerado que pudiera parecer, yo me tomaba muy en serio eso del comercio. Cada vez eran más los días en que prefería la profesión de mercader a la de druida. Estaba realmente indeciso. Yo deseaba fama y gloria; que las consiguiera como druida o como mercader, no lo tenía aún demasiado claro.
Celtilo asintió con la cabeza. Había envejecido y ya era el más anciano de nuestra comunidad; hacía mucho que había pasado de los cincuenta. Desde que regresara a nuestro lado, hacía diez años, se sentía responsable de mí. Al fin y al cabo pertenecíamos al mismo clan. Por mí había comprado el año anterior a Wanda, la joven esclava germana. Algún día ella lo remplazaría cuando se marchara hacia su próxima vida. Sin embargo, yo no necesitaba ninguna muleta de carne y hueso. No necesitaba una esclava, y menos aún a Wanda. La muchacha se había convertido en una hermana para mí, pero en una hermana auténtica, de esas a las que uno querría hundir en un pantano.
—Corisio —murmuró Celtilo—, cuando estoy despierto en la cama, de noche, y empiezo a darle vueltas a esto y aquello, a veces pienso que tal vez tengas razón, que los dioses te deparan algo especial. Todo esto debe de tener algún motivo.
—Al menos tres —dije al tiempo que esbozaba una sonrisa.
El tío Celtilo se echó a reír con tantas ganas que casi se le vieron los cuatro dientes desgastados por el grano duro que los dioses le habían permitido conservar.
—Quién sabe, Corisio. Tienes un convencimiento tan firme en tu éxito que poco a poco empiezo a preguntarme…
—¿Qué es lo peor que puede sucederme? —interrumpí, riendo.
El tío Celtilo me miró sorprendido.
—¿Qué es peor, tío? ¿Que Ariovisto me arranque el corazón o que me crucifiquen los romanos? En cualquier caso, pasará deprisa y luego el barquero me llevará a mi nueva vida.
Parecía más tranquilo. Lo había animado, aunque en aquel momento yo no estuviera precisamente de humor, porque me inquietaba bastante que alguien como Celtilo mostrara preocupación. Por otra parte, la verdad es que mi tío bebía demasiado desde hacía años. Es cierto que la bebida infunde valor, pero cuando el efecto del vino desaparece uno se vuelve asustadizo y miedoso como un corzo espantado. Me agarré al tirador de hierro que Celtilo había instalado en el tronco del roble para permitir incorporarme con más facilidad y me puse de pie.
—¡Wanda! —exclamé enojado, como si de continuo debiera estar junto a mí.
—¡Sí, amo!
Se hallaba sentada detrás de mí y era evidente que no me había perdido de vista en todo aquel rato. Su «sí, amo», dicho sea de paso, no sonó en absoluto sumiso ni servil. Bien al contrario, decía «sí, amo» con tanta seguridad que casi sonaba irónico. En el fondo era una criatura impertinente, y además, una lapa. Por supuesto, eso se lo había ordenado el tío Celtilo. A menudo la amenazaba con el látigo, aunque yo creo que en realidad la quería como a una hija. Desde luego, ninguna parte de su cuerpo indicaba que la estuviera educando.
—Quiero volver al peñasco.
Wanda asintió, me agarró con decisión del brazo izquierdo y me acompañó en un lento ascenso por la colina. Hacía mucho que se había acostumbrado a mi paso; era la sustituta de mi pierna izquierda. A pesar de que ya había llegado a dominar nuestra lengua, nunca era ella quien buscaba conversación. Por mi parte, la había obligado a no hablar conmigo más que en germano; yo tenía tanta sed de nuevos conocimientos como el tío de vino romano sin diluir. Celtilo también me había enseñado latín; en un abrir y cerrar de ojos. Y Creto, el mercader de Massilia al que siempre le atormentaba el dolor de muelas, me había certificado el año anterior que por fin dominaba la lengua griega hablada y escrita. Esos logros hicieron aumentar enormemente mi fama en la granja, estimulándome a aprender más aún. Me hubiese encantado grabar una tabla de mármol en Massilia donde se leyera todo lo que sabía y dominaba, si bien aquí no la habría podido leer nadie…
Cuando llegamos al peñasco, Wanda me soltó el brazo apartando la mano muy despacio, como si siempre diese por hecho que yo iba a perder el equilibrio y que tendría que recogerme. Esos eran los momentos en que pensaba en el pantano que mencioné antes. ¡Por supuesto que no iba a perder el equilibrio! Me apoyé con las dos manos sobre la elevada explanada de roca y me enderecé. Aunque Wanda sabía muy bien que detestaba aquello, me asió de las caderas con suavidad y me echó una mano. Lo detestaba de veras.
Lucía
también había subido de un gran salto a la superficie de roca, bajó la mirada hacia la esclava y se puso a gimotear. Por motivos inconcebibles, el animal quería a Wanda como a ninguna otra cosa en el mundo y, como yo quería a
Lucía
, le grité a Wanda:
—Sube, aquí arriba brilla el sol.
—Sí, amo.
La muchacha se encaramó con agilidad hasta donde estaba yo. Tenía una larga melena de un rubio pajizo que llevaba trenzada a un lado. Esa trenza valía una fortuna. Sabía por Creto que en Egipto pagaban mucho dinero por algo así; al parecer, los mejores cabos de torsión para catapulta se fabricaban con pelo germano rubio. No sé si el pelo de Wanda era en realidad tan rubio, pues yo había visto cómo se aplicaba sebo y ceniza en la orilla del arroyo. Le sonreí y me acaricié el bigote con picardía. Ella tenía la cabeza ligeramente inclinada, con un deje triste, como si se rindiera ante su destino, y no obstante sus preciosos ojos irradiaban dignidad. Wanda tenía un rostro bello y delicado, con unos labios carnosos que siempre olían a agua fresca. Llevaba un vestido sin mangas de lana roja bajo el que se dibujaban dos pechos firmes como medias esferas, y fruncía la tela con ayuda de dos fíbulas que lucía prendidas sobre los hombros; la cintura la ceñía con un cinturón. Desde que llevaba esa prenda roja ya no parecía una esclava, y si uno le regalaba dos fíbulas a una esclava, bien podía otorgarle también la libertad. Pero el tío Celtilo era así. Me refiero a que eso es lo que sucede cuando no se diluye el vino romano: se pasa uno todo el año celebrando las saturnales. Era ésa una festividad romana en que los amos trataban a sus esclavos como a señores, pero sólo durante la fiesta.
Wanda no parecía adivinarme el pensamiento. Estaba allí sentada y esperaba pacientemente. Me di cuenta de que en la muñeca lucía un brazalete de cristal nuevo.
—¿Celtilo? —pregunté.
Ella asintió. A buen seguro no había celta que la ganase en parquedad de palabra. Ni siquiera los mudos.
—Dime, Wanda, suponiendo que yo fuese druida, ¿qué querrías que te dijera?
Wanda cruzó las piernas mientras jugueteaba con una hoja de haya.
—Los germanos no necesitamos druidas.
—Sí, claro, ya lo sé, no tenéis sacerdotes que cuiden de los jefes de vuestra tribu… —repliqué de mal humor—. Pero suponiendo que…
—Para nosotros —me interrumpió—, sólo las mujeres tienen poderes adivinatorios. A nadie se le ocurriría consultar a un hombre.
¡Así era Wanda!
—Entonces —volví a intentar—, suponiendo que fuera druidesa, ¿qué querrías que te dijera?
—Pero es que no lo eres —replicó sin más.
—Eso ya lo sé —contesté cada vez más enojado—. ¡Pero quiero saber qué querrías tú saber si fuese druidesa!
Alzó la cabeza y me miró directamente a los ojos.
—¿Cómo es que no puedes andar, amo?
Por un instante me quedé perplejo, como si hubiera ingerido un trago de
garum
. Habría preferido hablar del enigmático curso de los astros o de las legendarias profundidades de los océanos, y ella quería saber más acerca de mi pierna izquierda. ¿Qué iba a decirle? ¡Había nacido así! Para mí, la cosa más natural del mundo era ir cojeando por el bosque, tropezar de vez en cuando con una raíz y caer cuan largo era, perder siempre el equilibrio en terraplenes muy inclinados y aterrizar en el suelo raspándome las rodillas. ¿Y qué? Cada cual tiene su particular entrada en escena.
—Quiero saber por qué no puedes caminar —repitió Wanda.
¡Por Epona! ¡No podía decirlo en serio! Así son las germanas: cavilan y excavan como los topos, y después se sumergen como una piedra en un pantano hasta que ya no ven el sol en la profunda oscuridad.
—¡Claro que puedo caminar! ¿Qué es lo que hago si no todo el rato? —respondí con una carcajada y luego continué en lengua germana—: Pero cuando estaba creciendo dentro del cuerpo de mi madre, el agua en que se desarrollan los niños por nacer como pececillos vivarachos desapareció de pronto. En esa agua se aprenden todos los movimientos, y al faltarme el líquido no pude moverme más durante mucho, mucho tiempo. Por eso no aprendí nada y, cuando por fin llegué al mundo, era como una estatua griega: bello y bien construido —levanté el dedo índice—, pero inmóvil.
Para gran sorpresa mía, Wanda me escuchaba con atención. Aquello parecía interesarle de veras. En realidad yo no la entendía.
—Vosotros, los germanos, me habríais abandonado, y también los romanos y los griegos. Sólo los celtas y los egipcios educan a los niños impedidos, porque piensan que los dioses habitan en ellos.
Sonreí de oreja a oreja de forma burlona. Esa interpretación me gustaba muchísimo. Podría haberla inventado yo mismo.
—¿Por qué creen vuestros sacerdotes que los dioses habitan en ti, amo?
—¿Que por qué? —pregunté sorprendido—. ¡Por qué va a ser! Muy sencillo: a ti los dioses te han dado dos piernas para que puedas usarlas y caminar, pero sin duda a mí los dioses me deparan otra cosa. No quieren que camine para otros. ¿Lo entiendes? Necesitan mi cuerpo como morada.
Alcé la cabeza como hacen esos hijos de nobles a los que no podía soportar. Así Wanda me vería de perfil al menos una vez.
—Amo, ¿quieres decir que los dioses desean que te conviertas en druida?
—Quiero saber tanto como un druida, aunque no por fuerza convertirme en uno de ellos. Un druida tiene prohibido beber vino. ¿Cómo se supone que va a inventar nuevos brebajes? Prefiero mil veces ser el mercader más notable del Mediterráneo, pero con los conocimientos de un druida. Verás, para mí debería inventarse una nueva clase de druida. El druida comerciante.
Wanda me corrigió la construcción de la frase, que siempre me ocasionaba problemas, y miró sonriente sobre el valle. Al cabo de un rato dijo:
—Si los germanos te hacen esclavo, dominarás nuestra lengua a la perfección, amo.
—¿Tú crees? ¿Qué harán conmigo los germanos?
—Te llevarán a las minas de sal. Allí de todos modos hay que trabajar a cuatro patas. Y algún día te matarán —respondió con la mayor naturalidad del mundo.
—¿Estás segura de que no necesitan a ningún intérprete? ¿O a nadie que les haga reír? Yo hago reír a todo el mundo.
Wanda me miró con el semblante impasible.
—Bien, a casi todo el mundo —rectifiqué.
De repente me sentía algo inquieto. Concentrado, miré a lo lejos y vi que la nube de humo que se elevaba sobre el recodo del Rin se hacía cada vez más negra y grande. También me pareció ver algo que se acercaba hacia nosotros. Con todo, aún estaba muy lejos y no era posible distinguirlo con claridad, aunque mi vista era excelente. No todo el mundo tenía esa suerte; seguro que en Massilia había más médicos de la vista que parteras.
—Wanda, ¿son eso jinetes? —pregunté en celta, ya algo harto de los ejercicios en lengua germana.
—No, amo. Pero has dicho que al nacer eras de piedra. Explícame por qué ya no eres de piedra.
Examiné a Wanda con desconfianza. Estaba seguro de que había visto jinetes y quería distraerme. Como si me leyera el pensamiento, dijo:
—No he visto a ningún jinete, amo. Sigue hablando.
—Como tenía mucha prisa por abrir mi comercio en Massilia, vine al mundo dos meses antes de lo normal. Mi madre murió en el parto; mi padre, el herrero Corisio, quería alistarse con el tío Celtilo como mercenario en el ejército de Roma y murió en el trayecto a causa de una muela infectada. Me quedé solo con todos mis familiares, pasando mis días sobre unas pieles; apenas podía moverme. Si brillaba el sol me sacaban al aire libre, y si llovía me dejaban dentro. Al cabo de un tiempo, cuando sorprendí a todos con mis primeras palabras, la vida se volvió más variada. Tenía personas con quienes conversar, y empecé a aprender por puro aburrimiento. Mientras los demás chicos de mi edad trepaban a los árboles o echaban carreras, yo pedía que me explicaran cómo se extraen los minerales y la sal, cómo se fragua una espada o dónde están las columnas de Hércules. El aprendizaje se convirtió en mi actividad predilecta. Más adelante, cuando mis amigos se instruían en las artes de la caza y la guerra, expresé mi deseo de convertirme en druida. No obstante, el entonces druida Fumix me hizo creer que yo estaba enfermo; de continuo intentaba convencerme de ello. El caso es que yo me sentía lleno de salud, pero aquel tipo no se cansaba de asegurar que yo estaba enfermo, y de gravedad, y que debía de estar expiando alguna grave equivocación cometida en una vida anterior. A pesar de que no soy druida, estoy casi seguro de que Fumix padecía ya entonces una intoxicación producida por el muérdago. Así que imploré a nuestra diosa Ellen, que se ocupa de las enfermedades, no que yo recuperara la salud, puesto que estaba sano, sino que el tal Fumix pereciera como una caballa expuesta al sol. Para mi sorpresa murió unos días después, y por primera vez bebí vino romano, falerno para ser concreto; en cualquier caso elegantemente romano, es decir, diluido con agua. ¿Comprendes por qué afirmo siempre que los dioses se aliaron a mi favor?
Wanda me miraba con escepticismo.
—Pero cuando naciste eras de piedra —dijo—. ¿Te han ayudado tus dioses?
La obstinación de Wanda me desconcertaba. Jamás habría esperado esa actitud de ella: siempre me había parecido poco participativa, sin curiosidad, dispuesta a someterse a su destino. Le sonreí, pero creo que no se dio ni cuenta, de modo que continué:
—Me ayudó el tío Celtilo. Regresó de la legión y me puso en pie. El pobre hombre se figuraba que me había pasado siete años tirado en el suelo, a pesar de que, en realidad, podía caminar. Se trataba de una idea tan fija como sólo puede tenerse bebiendo vino romano sin diluir; mi tío la había adoptado en Alejandría. Después de cobrar la soldada y pasarse la noche entera de juerga, un médico de la legión de ascendencia egipcia le relató cuan espantosas repercusiones puede tener una herida en la cabeza sobre el movimiento de brazos y piernas. Le explicó que el cerebro se componía de millones de tablas jeroglíficas y que, cuando una de esas tablas escritas se rompía, había que volver a aprender desde cero el saber perdido. También le habló de niños a los que les faltaban de nacimiento algunas de esas tablas escritas: por ejemplo, las que le dicen a la cabeza cómo se mueven las piernas. En Egipto esos niños también eran morada de los dioses. No podía hacerse nada; estaba bien así. Sin embargo, sí que podían grabarse más adelante todos esos jeroglíficos que habían faltado al nacer: por ejemplo, el del secreto del caminar. Según él, el cerebro podía aprenderlo. Lo mismo que una persona aprendía una lengua, el cerebro era capaz de aprender nuevas habilidades… Todo dependía únicamente de la duración, la intensidad y la frecuencia de los movimientos: si uno caminaba cada día durante horas, con el tiempo ese movimiento quedaría grabado, cincelado en piedra, y a partir de entonces se reproduciría de forma correcta.