* * *
Santónix alzó la mano en silencio y escudriñó el cielo en busca de señales. Sus dos acompañantes inclinaron la cabeza y murmuraron versos sagrados. Llevaban los pesados ropajes ceñidos con cordeles de colores, lo cual indicaba que todavía eran aprendices. El modo en que alzaron la cabeza y miraron a los presentes a los ojos, con insolencia, delataba que eran hijos de la nobleza y por tanto debían la posición a su nacimiento y no al trabajo ni a su capacidad. Ese día posiblemente me deparaba un sólido revés: aquellos dos orgullosos pavos reales y sus ropajes pasarían siempre por delante de mí. Me hubiese gustado comentárselo a Santónix, pero habría sido muy poco cortés. Hablar sin rodeos no es propio de celtas. Nosotros no empleamos el lenguaje para entendernos, sino sólo para discutir. Además, aquel día me habría costado mucho hablar con Santónix, porque todo el mundo empujaba hacia delante y lo asediaba a preguntas. Por todos los costados recibía yo empujones, golpes, tirones, empellones y, de no haber logrado sujetarme a la joven esclava Wanda, sin duda me habrían tirado al suelo, ya que tenía un problema con mis piernas.
—Druida, ¿avanza Ariovisto hacia el sur?
Ese día nadie quería que el druida juzgara disputas vecinales ni que le diera una mezcla de hierbas contra los esputos sanguinolentos, no, ese día todas las preguntas eran sobre Ariovisto, el cabecilla germano de los suevos al que unos llamaban príncipe o duque y otros, rey. La respuesta la recibirían todos a la vez.
—Druida, ¿qué significa el humo de Arialbinno?
La gente de nuestro caserío estaba a todas luces nerviosa. Ya habíamos decidido dejar el territorio a los germanos que venían hacia el sur y unirnos a la caravana de los celtas helvecios que avanzaba hacia la costa atlántica, de modo que no queríamos vernos envueltos en ninguna lucha absurda. Estábamos dispuestos a abandonar esa tierra.
Santónix devolvió el cuenco de leche a Postulo, el anciano de la aldea, y levantó el brazo. Silencio. Todos inclinamos la cabeza, sumisos, como si quisiéramos evitar la mirada del druida. Cuando daban un discurso, los dioses hablaban a través de ellos, de algún modo, nuestro impetuoso recibimiento había sido indigno de un druida. Santónix ocupó el piso elevado del granero, que siempre se situaba a cuatro pies del suelo para protegerlo de las ratas, y empezó a hablar enérgicamente, con una voz fuerte y sonora:
—¡Rauracos! Los celtas helvecios han decidido abandonar su territorio en el año del consulado de Marco Mesala y Marco Pisón y trasladarse a la fértil tierra de los santonos, en la costa atlántica. Vosotros, el pueblo de los rauracos, habéis tomado la decisión de seguir su ejemplo y uniros a los helvecios, igual que se han unido a ellos las tribus celtas de los tigurinos, los latobicos y los boyos, puesto que todos somos celtas y veneramos a los mismos dioses. Nuestros almacenes y despensas están llenos. Todo celta dispuesto a marchar tiene suficiente harina para tres meses. Por eso los dioses nos han enviado una señal para que a finales de marzo nos reunamos en la orilla del Ródano con las demás tribus celtas dispuestas a marchar. Desde allí, el grande e insigne príncipe Divicón nos guiará a la costa atlántica. Atravesaremos la tierra de los celtas alóbroges sin ocasionar devastación alguna y, aunque el territorio de la tribu alóbroge es hoy provincia romana, los romanos no nos impedirán cruzar su provincia puesto que saben que llevamos suficiente alimento y que el Atlántico es nuestra meta. Entregaremos oro y rehenes para confirmar nuestras intenciones pacíficas. —Santónix se detuvo un instante y luego prosiguió—: Esta mañana, temprano, Ariovisto y sus jinetes prendieron fuego a la fortaleza de los valerosos rauracos. Por tanto no esperéis a que lleguen a vuestra granja. Incendiad mañana mismo todo aquello que no podáis llevar con vosotros, marchad hacia el sur y aguardad a orillas del Ródano la llegada de las otras tribus. Cuando el sol salga mañana por la mañana, debéis haber abandonado la granja. Aquí ni siquiera los dioses pueden ampararos ya. Los refuerzos de Ariovisto se acercan desde el norte: diez mil jinetes germanos hambrientos. Desde el este llegan los dacios capitaneados por su rey Barebista, y Roma se expande desde el sur como un pernicioso foco purulento. Si nuestras tribus desean sobrevivir, deben llegar al Atlántico este mismo verano. Los santonos nos recibirán como hermanos, puesto que la fértil tierra que nos han cedido ya está pagada, con oro. —El druida Santónix miró a su alrededor como si quisiera comprobar el efecto de sus palabras, y después continuó—: Rauracos, esta noche cortaremos aquí por última vez el muérdago e imploraremos protección a los dioses. Que Lug nos proteja.
—Que Lug nos proteja —repetimos todos a una.
En realidad yo esperaba que nos pusiéramos de nuevo a hablar todos a la vez. Sin embargo, nadie se movió de su sitio ni levantó la voz. Tan sólo se oía el cacareo de las gallinas y el gruñido de los cerdos que buscaban desperdicios; a ellos les daba lo mismo quién los abriera en canal. Los habitantes de nuestro caserío guardaban un incómodo silencio mientras intercambiaban miradas llenas de significado. Unos cuantos observaban el cielo con ojos escépticos, pero no había ni un solo mirlo cuyo vuelo se pudiera interpretar en sentido alguno. Casi en completo silencio nos hicimos a un lado y abrimos paso a los druidas para que éstos alcanzaran la nave donde vivía el tío Celtilo junto con las familias de sus hermanos e hijos y conmigo. Cuando los druidas llegaron a la nave, los hombres unieron las cabezas para intercambiar insinuaciones vagas, asentir o sonreír en silencio, como si acabaran de recibir una inspiración divina. Resulta difícil comprender a los celtas cuando se hallan sobrios.
Las primeras carretas de bueyes pasaron por delante de las despensas de grano. Unos cuantos jóvenes jinetes salieron a caballo para recoger el ganado. Hacía tiempo que todo estaba dispuesto hasta el menor detalle. Todos sabían lo que debían hacer, en qué carreta iba cada herramienta, qué debía transportar cada bestia de carga, quién era responsable de qué y en qué orden abandonarían la granja las carretas de bueyes. Me senté meditabundo junto al gran roble bajo el cual había transcurrido casi toda mi infancia y reposé el brazo sobre
Lucía
, que yacía a mi lado y entre suspiros dejaba caer el hocico sobre las patas delanteras.
* * *
El tío Celtilo salió de la cabaña y ordenó que llevaran fruta fresca y leche al druida. Los druidas no comían carne ni tampoco bebían vino. Lo primero era del todo aceptable, pero lo segundo era más bien un argumento que hablaba en contra de la profesión druídica e iba a consolarme un poquito en caso de que, a causa de mi humilde ascendencia, se me cerraran las puertas de la escuela de la isla de Mona. Siempre andaba dividido entre el deseo de convertirme en un gran mercader en Massilia y el de irme pavoneando por ahí convertido en un libro viviente entre el cielo y la tierra. Para griegos y romanos eso no habría supuesto ningún problema, ya que su sabiduría no es secreta. Pero entre nosotros, los celtas, los druidas atesoran hasta el calendario como si fuera la niña de sus ojos.
El tío Celtilo ordenó a dos jinetes expertos que salieran a explorar los caminos. Dos días antes había llovido a cántaros y era muy probable que los ríos se hubiesen desbordado, convirtiendo todos los caminos en barrizales donde nuestras carretas de bueyes, cargadas hasta arriba, quedarían atascadas. Mi tío parecía estar preocupado.
—¿Celtilo? —llamé hacia donde él estaba.
El hombre ya había perdido la costumbre de verme sentado bajo el viejo roble, cuyas ramas se extendían en todas direcciones de forma protectora y uniforme, como un cenador. Sí, desde que aprendiera a andar hasta cierto momento de mi existencia, ya no me tumbaba bajo el roble más que rara vez.
Celtilo vino presuroso hacia mí con expresión agria:
—Corisio, ya tienes el carro preparado —dijo en tono seco.
Si bien sus ojos parecían decir: «No te preocupes por nada, te llevaremos a la costa», lo único que dijo fue que el carro estaba listo, algo que yo mismo alcanzaba a ver sin dificultad puesto que tenía una vista extraordinaria. Sin embargo, el tío Celtilo puso una mano sobre el tablón trasero de la carreta con un movimiento casi teatral y repitió una vez más que el carro estaba preparado. Lo cierto es que yo no me sentía nada preocupado. En realidad estaba convencido de que toda la manada de dioses, de forma semejante a los senadores de Roma, había acordado salvarme la vida a mí, a Corisio. No sé por qué lo pensaba. Es más: no sólo lo pensaba, sino que estaba firmemente convencido de ello. Las preocupaciones no eran mi especialidad, si bien me inquietaba un poco tener ya sólo dos agujeros libres en mi cinto de armas porque, cuando un celta engordaba tanto que el cinto se le quedaba corto, debía hacer frente a una sanción pecuniaria. Y a mí ya no me quedaba ni una sola pieza de oro celta en la bolsa.
El tío Celtilo, no obstante, sí estaba inquieto. Se había arrodillado frente a la rueda de madera guarnecida de hierro de la carreta y comprobaba satisfecho que giraba bien. ¡Menuda conclusión más impresionante! Preocuparse no es precisamente una de las virtudes celtas. Cuando Alejandro Magno le preguntó a un emisario celta durante la campaña del Danubio qué era lo que más temía, éste contestó para gran enfado del
procer
, que no a él, al gran Alejandro, sino a que el cielo pudiera desplomarse. Desde entonces circula el rumor de que somos unos fanfarrones y unos borrachines, pero también unos temerarios. El tío Celtilo, claro está, no se preocupaba por sí mismo sino por mí, por Corisio.
Lo hacía porque yo era diferente a todos los demás. Mi pierna izquierda era un tanto rígida y pesada, el pie izquierdo se me torcía hacia dentro con brusquedad, y de ahí mis problemas para mantener el equilibrio al andar. Además, también tenía siempre los músculos o bien demasiado relajados o bien demasiado tensos, de manera que me costaba gran esfuerzo coordinar el paso. Ese impedimento no me molestaba, puesto que había nacido y crecido con él y, en consecuencia, no había conocido nada distinto. Santónix me había enseñado a cambiar lo que era susceptible de cambio y a aceptar lo que no lo era. Ésa era la clave de la felicidad: cuando se ha aceptado algo desagradable, uno queda libre para prestar atención a las cosas bellas de la vida. Esta conclusión me parece todavía más notable que el arte de la fragua celta, el cual imitan incluso los romanos, si bien no lo dominan todavía y por eso van por ahí con cascos de bronce.
Por aquel entonces era yo un muchacho muy feliz, curioso y emprendedor, y todavía no me había encontrado con nadie por quien me hubiera gustado cambiarme.
—Corisio —comenzó de nuevo mi tío Celtilo, y me explicó otra vez cómo quería llevarme hasta la costa. Me contó que los intensos chaparrones podían hacer intransitables los caminos y que había comprado un caballo de más en previsión de tal eventualidad. Wanda cabalgaría conmigo.
—¡Wanda! —exclamé—. ¿Pero qué les he hecho yo a los dioses para que me hagan cargar con esa esclava germana? ¡A veces me pregunto quién es en realidad esclavo de quién!
—Corisio —Celtilo sacudió la cabeza, enojado—, los dioses me han mantenido con vida para que te lleve al Atlántico.
—Pero, tío Celtilo —dije, riendo con ganas—, últimamente me pregunto cada vez más a menudo si de veras eres el mismo que sirvió durante veinte años como mercenario en el ejército romano. Has luchado en Hispania, en el norte de África, en Egipto y en Délos. Podrías haberte intoxicado en cualquier parte con una seta venenosa, haber encallado con un trirreme o haber sido decapitado por un jinete parto, ¡pero has sobrevivido a todas las adversidades! ¿Y tienes miedo?
—Corisio, por desgracia no conociste a tu padre. Pero hoy puedo decirte algo: él no sabía lo que era el miedo y, sin embargo, jamás llegó al Mediterráneo.
Yo conocía la historia con todo detalle porque en nuestra comunidad siempre la explicaban. Mi padre, el herrero Corisio, había marchado en dirección a Roma con el tío Celtilo cruzando el
Penino
para luchar como mercenario en el ejército romano. Los herreros celtas eran muy solicitados como mercenarios. Sin embargo, a los pocos días mi padre se rompió una muela al morder un molusco y, a pesar de que el médico de la legión le extrajo la pieza, la mejilla se le inflamó como una vejiga de cerdo; dicen que un médico griego comentó después que el pus le había intoxicado la sangre. A mi madre tampoco la conocí, puesto que murió en el parto. Ese destino no nos dolía mucho a los celtas, ya que para nosotros la muerte no es más que el paso a la siguiente vida. Por eso también soportamos las bromas de los dioses mucho mejor que otros pueblos: sabemos de la migración de las almas y, por lo tanto, una vida difícil no es algo peor que un día difícil. De ahí que no tengamos motivo alguno para ahogar a los inválidos y que los mismos inválidos no tengan motivo alguno para ahogarse a sí mismos. En mi caso, de cualquier manera habría sido inútil ya que soy un nadador excelente, razón por la cual habría resultado muy difícil que me ahogara. De todas formas yo tenía entonces diecisiete años y rebosaba energía y alegría de vivir por todos los poros. Nunca he considerado injusto haber crecido sin padres, ya que eso era muy frecuente y ningún celta debía sentirse solo por ello; tras la muerte y la enfermedad, las familias diezmadas construían nuevas familias numerosas, y así vivía yo con el tío Celtilo y otros veintinueve parientes en una sola nave. ¿No era acaso maravillosa la vida?
—Sí, sí —murmuraba el tío Celtilo—. Tú eres joven, Corisio, ¿pero qué harías si tuvieras que enfrentarte a Ariovisto?
—Le haría reír —respondí con descaro.
Celtilo sacudió la cabeza con incredulidad y se pasó la mano, desconcertado, por el tupido bigote. El mío también era imponente, aunque por desgracia aún no tenía la consistencia ni la espesura del de Celtilo. Con todo, por lo visto los druidas también habían desarrollado una tintura de olor repugnante para solucionar eso. A mí no me parecía mal, siempre que no estuviera mezclada con
garum
.
—Corisio, siento que la fuerza de mis brazos disminuye. El camino que tengo por delante es corto. Ya no veré la costa del Atlántico. Y mi último pensamiento te concierne a ti, Corisio. ¿Qué va a ser de ti?
—Tío —dije con fingida indignación—, tu desaliento raya en la blasfemia. Un día seré nombrado druida en el bosque de los carnutos, o bien habré levantado mi comercio de Massilia, volviendo a fabricar con éxito todo lo que producen en Roma para venderlo por toda la Galia. Arruinaré a los romanos.