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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

El druida del César (4 page)

BOOK: El druida del César
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¡Wanda, no puedes ni imaginar lo que el tío Celtilo emprendió conmigo a su regreso! ¡Fue horrible! Me encontraba echado en paz bajo mi roble, comiendo las bayas que mis numerosos amigos y amigas me traían del bosque, cuando llegó ese Celtilo al que no conocía lo más mínimo. Afirmando ser mi tío, se arrodilló ante mí, me estiró las piernas y empezó a movérmelas al compás, como un galeote que se hubiera vuelto loco. Eso provocó gran hilaridad en nuestra granja. ¿De qué iba a servir todo aquello si yo no podía mover la pierna izquierda? ¿Acaso tenía Celtilo la intención de seguirme a gatas en el futuro e irme moviendo la pierna? ¿O es que iba a colocarme una rueda de madera bajo la cadera izquierda? No obstante, para perplejidad general, en un año conseguí doblar la pierna izquierda sin ayuda de nadie. Magnífico, ¿verdad? Pero Celtilo no se contentó con eso.

¡Imagínate! ¡Podía encoger la pierna izquierda yo solo, lo cual cambiaba extraordinariamente mi vida diaria, y ese centurión frustrado y verdugo de gentes no estaba contento! De modo que me puso en pie y me dejó ir. Me caí como cae del árbol una manzana de piedra; mientras que los demás caen sobre sí mismos con suavidad y levantan la cabeza antes de llegar al suelo, yo me derrumbé rígido como una columna de mármol. No me quejé al ver que tenía toda la cara empapada de sangre, pues estaba convencido de que el tío Celtilo desistiría entonces. Pero no, en lugar de eso me enseñó cómo hay que caer… y prosiguió, igual que en una escuela de gladiadores de Capua. Anhelé con desespero conocer la mixtura que había enviado al barquero a nuestro difunto druida Fumix para echarla en el vino de mi tío; odiaba a Celtilo y le deseaba la muerte inmediata. ¿Dónde quedaba la justicia? ¿Para qué tenemos tantos dioses si ninguno se compadecía de mí? ¿Por qué mi padre y mi madre tuvieron que morir y en cambio ese maldito verdugo seguía con vida?

Fue una época bastante mala y pensé seriamente en cambiar mis dioses por otros. Celtilo me envolvió la rodilla con vendas de piel, me colocó un casco de cuero y volvió a ponerme de pie. Yo me tambaleaba como si hubiese mezclado una caldera de bronce de vino sin diluir con
cervisia
y me lo hubiera bebido todo de un trago. Cuando pasaba junto al fuego, la gente tenía que apartar los cacharros de arcilla; cualquiera habría dicho que la alfarería que quedaba al sur del recodo del Rin me pagaba por mis recorridos. Allí donde me presentaba ocasionaba destrozos, y cada vez que me caía aquel negrero frustrado exclamaba: «¡Corisio, uno puede caerse, pero no debe quedarse en el suelo!». De modo que volvía a levantarme y, poco a poco, me fui convirtiendo en el terror de la granja. Tenía la impresión de ser una especie de monstruo marino del legendario mar del Norte. Los encuentros con las chicas de nuestra comunidad resultaban bastante bochornosos, puesto que al caer siempre intentaba sujetarme de forma instintiva a cualquier cosa; de modo que no era rara la ocasión en que me agarraba a una tela y la rasgaba hasta el suelo. Por eso los otros chicos me tenían envidia: ninguno estaba rodeado de chicas guapas y desnudas tan a menudo como yo.

Wanda rió por lo bajo.

—¡Lo ves, Wanda, hago reír a todo el mundo! —exclamé triunfante.

Nunca la había visto reír. Tenía una risa fresca y una bonita dentadura con dientes blancos, fuertes y regulares; al echar la cabeza hacia atrás mientras reía, la boca se le abría como una flor, como a la espera de un beso apasionado. Pero me controlé. A fin de cuentas era una esclava, a pesar de las dos fíbulas que llevaba.

—Ya conoces el resto de la historia. Después llegaste tú, y luego
Lucía
.

Lucía
ronroneó casi como una gata. Estoy seguro de que sabía cuándo hablábamos de ella; a menudo subestimamos a los perros. Wanda le pasó la mano por la cabeza con cariño y le acarició las suaves y largas orejas negras.

—¿Sabes, Wanda?, creo que lo de
Lucía
seguramente también lo tramó mi tío Celtilo. Intenta planificarme la vida como si se tratara de una campaña militar. Por eso ahora está tan preocupado; siente que va a dejar de ser el estratega de mi vida. Pero seguro que en su próxima vida será uno de mis clientes.

No obstante, Wanda no había prestado atención a mis últimas palabras. Volvió a asumir la expresión de la silenciosa esclava sufrida y siguió importunando:

—¿Quién crees que te ha ayudado, amo, Celtilo o tus dioses? ¿O tal vez sea que los dioses han hecho que Celtilo te ayude?

—Wanda, ¿por qué te interesan tanto nuestros dioses? ¿Ya no estás contenta con los tuyos?

Era evidente que una esclava germana no podía estar muy contenta con sus dioses protectores. Se inclinó hacia delante y miró a lo lejos. Había visto algo. Escudriñé con la mirada todo el valle y las colinas de alrededor. No se movía nada, y aun así estaba seguro de que allí había algo. Volví a sentir ese extraño crepitar en el aire. Sabía que algo iba a suceder; estaba tan seguro como aquella vez que le deseé la muerte a Fumix y supe con certeza que moriría. Tenía algo así como presentimientos. A veces ocurría algo, alguna cosa irrelevante, y sabía que más tarde iba a resultar de gran importancia.

—Volvamos —dije de repente.

Wanda asintió con la cabeza como queriendo decir: «Sí, yo también lo he visto.» Por desgracia, no obstante, yo no había visto nada. Ella me notó intranquilo, pero hizo como si lo ignorara y se deslizó desde la roca para luego tirar de mis piernas hacia abajo. No me gusta lo más mínimo que tiren de mí como si fuera una rama, ¿pero cómo iba a quitarle esa costumbre? Me dejé resbalar con cuidado. Ella alargó los brazos hacia arriba y me asió de las caderas. Cuando sentí el suelo bajo los pies, me di la vuelta; tenía su rostro tan cerca que sentía su respiración.

—No tienes por qué sujetarme siempre —dije en tono de reproche.

No lo decía en serio, pero es que a una esclava hay que recordarle siempre su lugar; si no, se le va a uno de las manos. Incluso conocía historias de esclavas germanas que le decían a su amo lo que les tenía que ordenar, ¡de veras! Y también hay esclavas germanas que pasan días enteros enfurruñadas, hasta que su amo hace esto o aquello. Por eso en ocasiones yo era algo estricto con la mía.

—Celtilo lo quiere así, amo —dijo la muchacha, tomándome del brazo.

En realidad debería haber vuelto a llamarle la atención porque, al fin y al cabo, acababa de reñirle y ella hacía precisamente lo que yo no quería. Sin embargo, un buen amo a veces tiene que permitir que reine la concordia. Aunque no muy a menudo.

Bajamos caminando juntos hasta la orilla.

Los dos estábamos callados. La historia que le había narrado me había aturdido. Al cabo de un rato, no obstante, me alegré de haberla explicado, mejor dicho, de habérsela explicado a Wanda y provocar así su risa. Una vez más cobré conciencia de lo largo y fatigoso que había sido el camino recorrido. Cierto es que, igual que antes, no podía trepar a un árbol, forjar una espada ni dar en un blanco con una lanza, pero en cambio conocía todos los árboles y las propiedades de las hierbas, sabía cómo se fabricaban las armas, joyas y vasijas de arcilla, cómo dar con metales para luego extraerlos y trabajarlos, dominaba la lengua latina y la escritura mercantil griega, conocía los mitos, dioses y leyendas de los diferentes pueblos, y el curso de los astros. Además, cuando no había ningún druida en la aldea, yo era uno de los hombres más importantes de la comunidad. Los mercaderes extranjeros siempre solicitaban mi presencia. Desde hacía poco, y de ello me sentía especialmente orgulloso, podía incluso llevar arco y flechas. Montar nunca había supuesto problema alguno para mí, puesto que disponía de una silla con cuatro protuberancias entre las que encontraba un excelente apoyo, y sobre el caballo no tenía una pierna izquierda rígida, sino cuatro veloces pezuñas. En el agua me movía como un pez; me encantaba el líquido elemento. Sin embargo, hubiese preferido un beso de Wanda. No sé por qué, pero la forma en que me había sostenido por las caderas para bajarme de la explanada de roca me había turbado de una manera extraña; incluso me había excitado. No podía evitar mirarla siempre de reojo y no me cansaba de contemplar su boca. Quería verla reír de nuevo. En realidad, casi siempre estaba callada y quieta, pero en sus ojos ardía una llama y podía vislumbrarse lo que sucedería cuando, un día, rompiera sus cadenas. De cualquier modo, está claro que yo ya era lo bastante mayor para saber que albergar tales sentimientos contradictorios no era insólito a mi edad. Santónix me lo había explicado: de pronto rebosaba uno vitalidad, un instante después rompía a llorar y luego podía morir de autocompasión, para poco después lanzarse a perseguir a una esclava germana como un potrillo. Por lo tanto, también el conocimiento constituía un elemento tranquilizador. Tampoco había ningún motivo para perder los estribos a causa de dos fíbulas: Wanda era y seguía siendo una esclava germana. Me controlé y afirmé en tono cortante:

—La vida es fantástica.

Wanda me miró como se mira a un loco que roe la corteza de un haya. Sonrió para sí satisfecha, sin mostrar los dientes. Yo estaba deseoso de ver su erótica risa. Lo intenté otra vez, ahora en germano:

—Dime, Wanda, ¿es cierto que entre los germanos, los jóvenes y las muchachas se bañan juntos pero no se les permite divertirse hasta el vigésimo año de vida?

Me dirigió una mirada breve que, como siempre, no entendí.

—¿Por qué me lo preguntas si ya lo sabes?

—¿Por qué no? —respondí, colérico—. Si quiero aprender germano, de algo tendré que hablar. Por mí, puedes interpretarlo como una clase.

—Entonces prosigue con la clase, amo.

Ante esa respuesta sobraba cualquier comentario.

—¿Quieres ser libre, Wanda?

—Soy la esclava de tu tío, amo.

—¡Por Epona! ¿Pero qué os hará el clima a los germanos? ¿Os fluye agua helada por las venas? ¿Acaso no eres capaz de soñar ni por un instante?

Wanda se quedó quieta y me miró directamente a los ojos con tanto atrevimiento e insolencia que el tío Celtilo sin duda habría sacado el látigo para azotarla; el de remaches de hierro, además.

—No te habías confundido, amo. Eran jinetes germanos. Exploradores.

Ya lo había vuelto a conseguir. Sentí que se me tensaban los músculos y los tendones. Era como si alguien me apretara contra las articulaciones el broquel de hierro de un escudo. El pie izquierdo se me torció aún más hacia dentro y, al pisar, bloqueó el paso del otro; me quedé paralizado y di un traspiés. Wanda me agarró del brazo y me sostuvo. Intenté seguir andando, pero la espalda me dolía como si me hubiese tragado una lanza. Tenía miedo, miedo de verdad. Ya no estaba de humor para gastar bromas. Si aparecía Ariovisto con sus jinetes, seguro que no conseguía hacerlo reír.

* * *

En la granja, las carretas de bueyes ya estaban dispuestas para la marcha en una larga columna. Las mujeres reunían caballos, bueyes, cerdos, reses, ovejas, gallinas, gansos y perros; los conejos y las aves de corral los llevaríamos en las carretas, junto con cestos de mimbre repletos, las semillas, los toneles y todo el mobiliario. Sin embargo, no había ni agitación ni parloteos. Los celtas, como ya he dicho, no eran hombres de muchas palabras. Yo era la excepción: era capaz de hablar sin parar y de escribir tanto como para acabar con las tablas de cera, los papiros y los pergaminos de todo el Mediterráneo.

El tío Celtilo se me acercó y señaló la carreta en la que yo haría el trayecto hasta Genava; encontraría mi sitio entre carne de cerdo salada y lingotes de plomo semicilíndricos. Incluso había metido a presión un par de horcas de paja para que no me bamboleara demasiado durante el trayecto, pues sabía que las sacudidas me endurecían los músculos. Paseamos en silencio hasta la parte de atrás de la última nave. Desde allí habríamos podido ver a los jinetes aproximarse antes que desde ningún otro sitio, pero no se veía a ningún jinete. El viento había virado. El olor a fuego estaba en el aire, el olor a muerte. Arialbinno seguía ardiendo. Ambos sabíamos que aquélla sería la última vez que pisábamos ese suelo; al día siguiente, a primera hora de la mañana, también nuestra granja ardería en llamas. Nosotros mismos nos encargaríamos de que así fuera.

Nos sentamos en la hierba.
Lucía
jugaba con las correas de mis zapatos de cuero. Quería decirle a Celtilo que Wanda era cada vez más descarada y que debería quitarle las dos fíbulas, pero me callé. El tío me puso en la mano una bolsa de cuero.

—Corisio —empezó a decir, titubeante—, si habéis visto exploradores germanos…

Se interrumpió. No sé qué lo abatía más, si el futuro o el vino, que claramente había vuelto a tomar en abundancia durante aquel rato. Apestaba a restos de vino viejo y pringoso, y a torta de pan condimentada con ajo y cebolla.

—Sí —asentí, incómodo—. Hemos visto exploradores germanos.

—Si los exploradores ya están aquí, los jinetes no andarán lejos.

El tío Celtilo se interrumpió. Yo le daba vueltas entre los dedos a la bolsa de cuero y supe que contenía una buena cantidad de oro celta, porque pesaba bastante.

Celtilo miraba a lo lejos.

—En cuanto los dioses hayan hablado en el pantano sagrado, podremos partir. Antes de que salga el sol. En esta bolsa de cuero hay oro celta y denarios de plata romanos. No es mucho, pero te permitirá establecerte en Massilia. El año pasado hablé de ello con Creto. Él te acogerá y te formará. Me lo ha prometido. ¡Recuérdaselo!

—¿Y el Atlántico? ¿Es que ya no crees que logremos llegar al océano?

—Tuve un sueño, Corisio, te vi nadando entre las olas…

—¡Entonces llegaré al Atlántico, tío!

—No —susurró Celtilo—. Era sangre, sólo sangre. No comprendía de dónde salía toda esa sangre, debía de ser la sangre de cientos de miles de personas…

—¿Pero yo sobrevivía? —pregunté vacilante.

El tío Celtilo asintió.

—¿Y? ¿Me convertía en druida?

—No lo sé —contestó.

—¿Entonces no crees que algún día seré druida? —pregunté sorprendido.

—Te gusta demasiado el vino —respondió sonriendo, y a continuación me dio un amuleto de oro que representaba una rueda; la rueda es el símbolo del dios celta del sol, Taranis.

—Taranis siempre me protegió cuando era mercenario. Ahora te protegerá a ti. Quién sabe, quizás un día vivas entre romanos.

No era necesario preguntar qué significaba ese comentario.

—Algún día volveremos a vernos, Corisio. Aunque no será en esta vida.

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