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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

El druida del César (9 page)

BOOK: El druida del César
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* * *

Alrededor del mediodía llegamos a la fortaleza de los helvecios tigurinos, que se encontraba sobre una colina, entre un lago pequeño y otro grande. Un puente de madera cruzaba un foso ancho que estaba lleno de desechos y agua de lluvia, y detrás había un terraplén con mucha pendiente sobre el cual habían erigido un sólido parapeto. Por doquier se veían guerreros armados, arqueros y honderos, todos alerta; sin duda, los tigurinos ya habían sido informados de los últimos acontecimientos. Nos recibieron con cordialidad, y cuando los guardias supieron que éramos los últimos supervivientes de una granja rauraca, su entusiasmo no tuvo límites.

—¡Ése debe de ser Corisio! —exclamó alguien.

—¡Lleva un arco germano! —gritó otro lleno de júbilo, y se puso a hacer ruidos estridentes.

—¡Del cinto le cuelga la trenza de un germano! —espetó entre risas un arquero.

Todos gritaron entusiasmados. Montones de manos querían tocarme, como si fuese una de las numerosas estatuas de madera que los celtas hundimos a veces en los pantanos. Lo cierto es que me sentía bastante envarado y no habría podido bajar solo de la montura.

—¿Dónde está Basilo? —pregunté alzando la voz.

—¡Nos ha explicado cómo diste muerte al príncipe germano! —exclamó un viejo al tiempo que alzaba su tembloroso bastón y con la otra mano se agarraba el sexo, lo cual debía de ser una costumbre muy antigua.

De nuevo se pusieron todos a gritar mi nombre y a dar vivas a mí y a mi descendencia. De todas formas en aquel instante yo no tenía el menor deseo de procrear y lo único que deseaba era bajar del rocín y calentarme las extremidades entumecidas, así que me incliné cuanto pude sobre el cuello de mi caballo y le pedí a un guerrero que me sostuviera. Con todo, me soltó apenas toqué el suelo sin contar con que me desplomaría igual que un haya arrancada de cuajo. Sentí arcadas, lo vi todo negro y las voces se perdieron de repente en la lejanía.

Cuando recuperé el conocimiento estaba otra vez de pie y dos guerreros que apestaban a cebolla y cerveza me sostenían a izquierda y derecha.

—¡Wanda! —Comprobé con alivio que la muchacha me seguía a caballo y que sostenía las riendas del mío. La expresión de su rostro era en cierto modo ofensiva: no denotaba emoción ni entusiasmo, ni nada de nada. Los dos hombres que me sujetaban, y que de paso casi me retuercen los brazos, me abrieron paso entre la multitud. Por doquier había carros cargados, ovejas que balaban, gallinas espantadas que buscaban una escapatoria cacareando y aleteando con fuerza, cerdos que gruñían y rebuscaban en el lodo y montones de perros esqueléticos que corrían ligeros en busca de desperdicios, pero
Lucía
no se alejaba ni un paso de mi lado.

—¿Dónde está Basilo? —volví a preguntar.

Alguien gritó que me llevaran junto a Basilo, y eso me tranquilizó. Al parecer seguía con vida. Agradecido, dejé que la multitud me acompañara y me guiara. El
oppidum
era mucho mayor que el de los rauracos en el recodo del Rin; anchas calles separaban la zona de viviendas, con sus numerosas naves, de la zonas de artesanos y mercaderes.

Mi único deseo era ver a Basilo y meterme después en un tonel lleno de agua caliente para relajar al fin los músculos, que ya estaban tan tensos como las sogas de una catapulta de torsión siracusana. Pero al parecer ése era el precio de la gloria, y yo me debía al público. Me agasajaron como a un gran guerrero que regresa triunfante del campo de batalla. Les pedí a mis ayudantes que me soltaran los brazos de una vez, porque aquello no iba con la imagen del héroe. No estaba dispuesto a presentarme así delante de Basilo. Con débiles braceos luché por seguir avanzando entre la muchedumbre, que había dejado un estrecho paso y me mostraba de ese modo el camino. No es que las continuas palmaditas en los hombros me molestaran, pero no servían más que para hacerme tropezar.

Por descontado, un celta marcado por la batalla que apareciera con un arco germano y una esclava germana de ensueño, antes que nada debía brindar el mejor relato posible de sus peripecias. Entonces hice un interesante descubrimiento: cuanto más se explica una historia, mejor se vuelve ésta. Por lo pronto, al germano al que había vencido en justo combate ya le había salido un hermano gemelo y, si Wanda no me hubiese dado una discreta patada, seguramente se hubiera añadido algo más; juro por los dioses que mi historia habría acabado siendo mejor aún que todas las obras de las literaturas griega y romana juntas.

¡Extraño mundo este donde uno se enfrenta a los hombres de Ariovisto por culpa de una discapacidad y, además, asesina sin quererlo a un príncipe germano por no saltar a tiempo hacia un lado! Los dioses celtas tienen sentido del humor, de veras. Le dirigí una mirada a
Lucía
, que aullaba otra vez porque alguien le había pisado la pata; me sentía orgulloso y conmovido a un tiempo por haber permanecido de modo tan fiel junto a mí. Sólo hay unas pocas personas en las que se pueda confiar tanto; la mayoría desaparece en cuanto hay problemas.

Las voces cesaron de repente y la multitud formó un ancho pasillo por el que podrían haber pasado dos carretas de bueyes una junto a la otra. Delante de mí se alzaba un hombre majestuoso, mayor y con barba, que vestía una bella cota de malla celta y en el cuello lucía una torques de oro macizo magníficamente ornamentada. Tenía una frente muy alta y ancha, curtida por el sol, y unos grandes ojos atentos que refulgían bajo las cejas pobladas. El viento jugaba con su cabello y uno casi tenía la sensación de encontrarse ante un dios. ¡Por entonces ya debía de tener más de ochenta años! En ese momento quedé también convencido de que los dioses le habían otorgado una vida tan larga para que nos llevara al Atlántico. Experimenté una honda emoción. Delante de mí tenía a Divicón, príncipe de los tigurinos, de la comarca más poderosa de los helvecios; Divicón, un héroe que se había convertido en leyenda aún en vida porque, hacía unos cincuenta años, había aniquilado a una legión romana. Sin embargo, igual que los germanos, no había sabido aprovechar esa victoria.

—¡Salve, gran Divicón, vencedor del cónsul Lucio Casio, héroe del
Garumna
, príncipe de los tigurinos y jefe de los helvecios! —intenté decir con voz hasta cierto punto poderosa y fuerte, aunque mi enumeración fue más bien escasa para la usanza celta. Nada le es más preciado a un celta que las alabanzas expresadas en público, de igual modo que somos rencorosos al menor indicio de ofensa pública. Luego le hice entrega a Divicón de la torques de oro de nuestro Postulo—: Pertenecía a Postulo, el anciano de nuestra granja.

Divicón tomó la torques y me examinó con curiosidad.

—¡Muéstrame tu puñal, Corisio!

Me sorprendió que supiera mi nombre y quisiera ver mi puñal. Se lo di y lo miró un momento; todavía había sangre seca en la hoja. Cuando levantó la vista le ofrecí asimismo el cuchillo ceremonial, que también mostraba rastros de sangre pegada. Entonces otro hombre se puso junto a Divicón, un druida al que yo no había visto nunca. Era alto y flaco, con las mejillas muy hundidas, y el pelo rizado de su larga barba era negro y sólo tenía alguna que otra cana. Examinó el cuchillo ceremonial, lo olió y pasó el dedo sobre la sangre reseca de la hoja. Después hizo una señal con la cabeza a Divicón.

—Corisio, guerrero de la tribu rauraca, en este cuchillo hay sangre de buey y sangre de suevo. Eres el hombre que Santónix dice que quiere convertirse en druida. Pero los dioses te han elegido para aniquilar al águila. Yo guiaré a nuestro pueblo al Atlántico y tú aniquilarás al águila.

Miró un instante a
Lucía
. Lo admito, sin duda Basilo había querido hacerme un favor al explicar a los tigurinos las profecías de Santónix y mis proezas, pero poco a poco iba teniendo la impresión de que mi amigo había embellecido demasiado su relato.

Divicón examinó a Wanda y me preguntó:

—¿Quién es esa mujer?

—Es mi esposa —respondí.

En ese mismo instante me habría arrancado el bigote: si tenía mujer, ya no podía ser druida. Wanda ni se inmutó.

—Traedle agua caliente y ropa limpia —ordenó Divicón a los presentes. Luego me miró con insistencia, como si quisiera comprobar si lo había engañado. No me atreví a preguntar por Basilo. Si Divicón ordenaba un baño, había que tomar un baño.

* * *

Me metí de rodillas en un tonel y apoyé los brazos sobre el borde, que estaba cubierto con una piel de zorro. La mujer del tonelero llegó con otro cubo de agua caliente. Reposé la cabeza sobre los brazos cruzados y cerré los ojos mientras el agua me corría por la cabeza y los hombros. El lacerante dolor de músculos iba calmándose despacio; poco a poco pude volver a estirar las extremidades sin miedo a que se me desgarrase la musculatura. Cogí el amuleto circular y lo besé; creo que Taranis me había protegido igual que hiciera con el tío Celtilo. A lo mejor la lluvia, los rayos y los truenos habían sido sólo para los germanos. Ni siquiera para un dios es sencillo dirigir semejante orquesta de poderes de la naturaleza sin pasar por alto a este o aquel protegido. ¡También con los dioses hay que ser comprensivo!

Me encontraba en la nave abierta que ocupaba la familia de Turión, el tonelero. La nave estaba abierta por detrás y daba directamente al taller. Hacía un calor agradable, porque los trabajadores del taller doblaban las duelas cortadas sobre el vapor. En el centro de la estancia había unos imponentes pilares muy hundidos en el suelo entre los que ardía un gran fuego sobre el que habían colgado otra caldera de agua; el vapor caliente se repartía bajo la alta techumbre de paja. De las paredes de mimbres recubiertos de barro colgaban telas de colores. Debajo había pequeñas tarimas cubiertas con pieles de perro que servían como lechos o asientos.

Una horda de niños bañó y frotó a
Lucía
. Aun así, todo cuanto le interesaba a ella era el hueso y los restos de carne que le habían traído.

De pronto tuve delante de mí a Basilo. Sus ojos brillaban como dos lunas benefactoras en la noche y llevaba el torso desnudo envuelto con lienzos estrechos a la altura del ombligo. Bajo el vendaje empapado en sangre sobresalía algún tipo de emplasto de hojas y hierbas. Nos contemplamos con ojos radiantes, boquiabiertos, como si no nos cansáramos de vernos. Nuestras miradas denotaban cierta picardía: les habíamos hecho una jugarreta a los suevos. De repente mi amigo esbozó media sonrisa y dijo:

—Venga, Corisio, cuéntame la historia del combate.

—La sabes mejor que yo, puesto que ya se la has explicado a todo el mundo —dije con una sonrisa complacida.

Basilo sonrió de oreja a oreja y de pronto estalló en emocionadas carcajadas. Yo volví a explicarlo todo desde el principio y a punto estaba de relatar otra vez mi intrépido combate cuando el druida Diviciaco entró en la sala. De inmediato se hizo el silencio y los niños se esfumaron. Dio la impresión de que una fuerza divina hubiera entrado en la sala; se palpaba en el ambiente. Ese Diviciaco no era una persona común, sino un mediador entre el cielo y la tierra. Cuando se estaba cerca de él, se estaba cerca de los dioses. No obstante, tenía algo que no me gustaba. Sentía su poder divino, pero también sentí que podía usarlo para el mal, no sé bien por qué. ¿Sería acaso ese rictus de amargura que dibujaba la comisura de su boca, o la discordia de su mirada? Bien mirado, más bien daba la impresión de ser un dátil alargado y muy peludo al que el destino había abrasado. Incómodo, evité su mirada. ¿Me habría leído el pensamiento? En la mano llevaba una fuente de barro de bonitos contornos con dibujos abstractos de animales. Ni siquiera en el arte somos los celtas muy fieles a la realidad.

—Soy Diviciaco, druida y príncipe de los eduos.

Dio un par de pasos hacia delante y con la mano comprobó la temperatura del agua de mi baño. Después vertió el contenido de la fuente y lo mezcló braceando unas cuantas veces. Pareció molestarle que, al hacerlo, se le mojaran las largas mangas de la túnica decorada con bordados de oro; era, pues, más noble que druida.

—El fuego que estás a punto de sentir hará que se funda el hierro que llevas dentro.

Después musitó unos versos que, por desgracia, no entendí. ¡Espero que los dioses tengan mejor oído! Diviciaco puso la mano derecha sobre mi hombro y miró al vacío. Me estremecí, ya que mi piel es muchísimo más sensible que la de otras personas. Pero había algo más: Diviciaco tenía unas manos muy grandes, con dedos largos y delgados, lo cual revelaba que jamás había realizado trabajos costosos, y su piel era suave como el cuero engrasado. Algo maravilloso parecía fluir en mi interior a través de ellas y me juré no volver a pensar mal ni a burlarme de él, ya que era la fuerza de los dioses lo que fluía a través de sus manos.

—Te lo agradezco, Diviciaco, gran druida de los eduos —susurré con reverencia, y mantuve la cabeza gacha en señal de humildad.

Tras Diviciaco había entrado en la nave Divicón. Por ley era más poderoso que un druida, pero no habría podido tomar ninguna decisión sin la aprobación de uno de ellos. En caso de ordenar algo crucial, todos miraríamos al druida: los druidas son los monarcas secretos de los celtas, mientras que a los reyes los asesinamos.

Diviciaco murmuró algo que no comprendí y retiró la mano de mi hombro. Luego sonrió, y dándome a entender que el acto sagrado había concluido y que ya podíamos hablarnos. Su sonrisa guardaba cierto deje condescendiente, quizá también había moldeado mis pensamientos. Seguro que un hombre sabio como Diviciaco es consciente del efecto que causa en los demás.

—Gracias, Diviciaco, gran príncipe y druida de los eduos. He oído hablar mucho de ti. Dicen que hace tres años llegaste a hablar ante el Senado de Roma y fuiste huésped del orador Cicerón.

El druida Diviciaco pertenecía, al contrario que su impulsivo hermano Dumnórix, al bando eduo partidario de los romanos. A pesar de que no mostraba ninguna emoción, siguiendo la probada costumbre druídica, tuve la certeza de que se alegraba de que la noticia de su aparición en el Senado de Roma hubiera trascendido hasta nuestro caserío del recodo del Rin.

—Durante mi discurso ante el Senado romano me apoyé sobre mi escudo y rechacé el ofrecimiento de sentarme —respondió Diviciaco.

Semejante declaración resultaría bastante trivial y aburrida para un romano, tal vez incluso ridícula, pero para los celtas significaba mucho. Diviciaco quería decir con eso que no había viajado a Roma como druida, sino como emisario y príncipe de los eduos.

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