El druida del César (7 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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En efecto, el germano ya no se movía. Su cabeza yacía de lado sobre mi pecho y, para cualquiera que nos viese, debía de parecer que me tenía mucho apego. Oí que
Lucía
se inquietaba y su ladrido se hacía aún más fuerte y agresivo. Aquello sólo podía significar que el peligro había pasado. La cabeza del germano se movió entonces y me miró con los ojos fuera de las órbitas; las hebras rígidas de su barba rubia y grasienta me rascaban la barbilla. El hombre tenía las mejillas huesudas y muy hundidas. También los germanos eran un pueblo castigado por el destino, al que el hambre había empujado hacia el sur. Se le abrió la torturada boca y un aluvión de papilla cálida se derramó sobre mi cuello. Después la respiración se le fue debilitando hasta casi desaparecer, y rodó por encima de mí sin hacer ruido para quedar tendido boca arriba sobre el fango, con la mirada vacía dirigida a las copas de aquellos árboles en los que no había encontrado a ningún dios. De su pecho sobresalían mis dos puñales.

Me arrodillé ante el germano y lo contemplé. Jamás en la vida había visto a un ser tan enorme. Tenía unas caderas espectacularmente delgadas y un tórax que habría desmerecido la coraza musculada de cualquier oficial romano. Vestía unos pantalones de cuero de ciervo que le llegaban hasta las rodillas, hechos de varios pedazos cosidos; el ancho cinto no tenía hebilla, sino un gancho de bronce del que salía un cuchillo con el mango de cuerno. Llevaba los pies descalzos. Le tomé la mano y le busqué el pulso como me enseñara a hacer Santónix. El germano había muerto, ya estaba en el otro mundo. Le aparté la pelambrera rubia de la cara con gesto condescendiente. Allí yacía, cual animal salvaje amante de la libertad, la boca tan abierta como si se hubiese maravillado por algo; le faltaban los dientes delanteros. Le recogí el cabello en una trenza, se la corté y luego até el pelo a mi cinto.

—¿Por qué no le cortas la cabeza?

Mi amigo Basilo salió de entre los árboles montado en un caballo germano de color marrón claro. En la mano sostenía las riendas de una yegua negra. No sé cómo se las arreglaba, de veras, pero desde la infancia él siempre estaba cerca cuando yo me encontraba en apuros.

—Se lo he ofrecido en sacrificio a los dioses —respondí.

Basilo vio el cuchillo ceremonial que salía del pecho del gran germano y asintió. Para un celta resultaba muy difícil dejar la cabeza sobre los hombros a un enemigo muerto, ya que en ella residen el espíritu y la fuerza, y no hay nada más preciado que llevarse a casa el espíritu y la fuerza de un enemigo. Un celta enseñaba las cabezas cortadas a todas las visitas y presumía de las ofertas que ya había recibido por cada una de ellas; si se le quería hacer un cumplido, se le ofrecían armas de hierro, bellas esclavas o ganado por una cabeza cortada, a ser posible en cantidad abundante. De ese modo el propietario rehusaría agradecido y después podría alardear de su entereza. Cuanto mayor fuera la oferta, más honrosa era la entereza.

—Toma el caballo, Corisio, y cabalga hacia el sur. Nos encontraremos junto al lago. Aún quiero recolectar un par de cabezas más.

—Es más sensato que vayas al
oppidum
de los tigurinos, Basilo, y avises a Divicón.

—¿A mí qué me importa el viejo Divicón? Yo quiero luchar.

De pronto oímos voces. Basilo me hizo una señal para que me escondiera y sin hacer ruido ató las riendas del segundo caballo a una horcadura. No daba crédito a mi buena suerte. En cierto modo, todo encajaba igual que en un mosaico romano: los druidas que mencionan a un celta poseedor de un perro de tres colores, el cuchillo ceremonial del que me hacen entrega a mí, el elegido. A punto estaba de creerme toda esa absurda historia. En cuanto a supersticiones y presentimientos, como es sabido, los celtas no tenemos nada que envidiar a los romanos; de continuo estamos a la espera de alguna señal del cielo, de algo fuera de lo común, y somos capaces de interpretar como la predicción para la próxima cosecha el acto de que un perro mee mientras canta el gallo.

Basilo dio media vuelta al caballo y avanzó despacio por el claro. Justo entonces vi que tenía el rostro desfigurado por el dolor y descubrí que entre las costillas le salía el asta de madera astillada de una lanza germana.

—No te saques la lanza hasta llegar al
oppidum
más cercano —susurré—. Si no, irás por ahí como un tonel agujereado. Para curarte aquí necesitaría una hoguera y agua caliente, y deberías pasar al menos tres días en reposo…

—No te preocupes por mí, Corisio —murmuró Basilo—. He soñado que tomaría como botín un estandarte romano, así que viviré.

—Vivirás —dije, riendo por lo bajo—. Y yo he soñado con Massilia. Pero tú no estabas. También faltaban las esclavas nubias.

—En tu sueño tendrías que haberme buscado en los grandes baños. Allí me habrías encontrado, rodeado de esclavas nubias que me ofrecían pescado y vino blanco de resina. —Basilo esbozó una sonrisa—. Pero dime la verdad, Corisio, ¿volveremos a vernos?

Basilo tenía mucha fe en mis facultades adivinatorias. Con todo, no sé si las poseía. Es cierto que casi siempre acertaba con mis predicciones, pero ¿acaso no bastaban la experiencia, el conocimiento de la naturaleza humana y la capacidad de observación para hacerse una idea del futuro?

—Sí —le grité con alegría—. Volveremos a vernos, Basilo.

Basilo hincó con suavidad los talones en los flancos del caballo. Yo hubiera querido decirle que seguramente volveríamos a vernos, aunque no en la costa atlántica. El murmullo del océano había enmudecido; los dioses lo habían extinguido y me habían dejado una inquietud que todavía no sabía interpretar. Pero Basilo ya había desaparecido en la oscuridad.

Me quedé solo con todos los muertos que yacían en el claro: germanos y celtas. En el fondo compartíamos el mismo destino. Muchos germanos tenían incluso nombres celtas. Nosotros hacemos distinción entre clanes y tribus, pero no entre celtas y germanos. Es Roma la que introdujo esa diferencia. Roma era nuestro enemigo común pero, al contrario que los romanos, nosotros éramos una cuadrilla variopinta de aventureros combativos a los que importaba más la lucha que el adversario. A los romanos les cuesta mucho entender eso y siguen sin comprender cómo es que germanos y celtas se alistan en la caballería romana para luchar junto a ellos contra germanos y celtas.

Me hice con el cinto de armas y la espada de hierro del germano, así como con la vaina de madera forrada de piel, y me acerqué al tío Celtilo. Su muerte no tenía nada de horrible; el hombre se veía bastante satisfecho con la cabeza cortada del germano en el puño. No sentí pesar porque sabía que volveríamos a encontrarnos y le puse una dracma griega de plata bajo la lengua, para el barquero. Detrás de él yacía el cuerpo decapitado de un germano joven. Era uno de los que habían ido colgados de las crines de los caballos durante el ataque y llevaba una simple túnica de pieles, un vellón, como los germanos pobres. Junto a él había un escudo de madera pintado de negro, alargado y estrecho. Le quité el carcaj y el arco que todavía aferraba y después regresé junto a mi germano muerto, como si quisiera convencerme de que lo había matado de verdad. Estaba allí tumbado, como un árbol caído al que hubieran podado la copa.

Un ruido hizo que me volviera deprisa. Perdí el equilibrio y caí de culo sobre el cadáver del germano.

En la linde del bosque, algo con apariencia humana salió de la oscuridad. Era Wanda. Al parecer había permanecido todo el tiempo tumbada de bruces mientras contemplaba mi combate heroico. Tenía el rostro blanco como la cal y me miraba de hito en hito, con la boca entreabierta.

—¡Amo! —balbució al fin con incredulidad.

Estaba claro que no me había creído capaz de una proeza tal que en Roma sin duda habría puesto en pie a toda una arena. La muchacha observaba al germano que yacía muerto a mis pies al tiempo que musitaba mi nombre.

—No iba a dejar que me quitaran tan fácilmente a mi esclava —dije con terquedad, pues no estaba dispuesto a que pensara tonterías: cuando una esclava tenía la impresión de que su amo sentía algo por ella, era el momento de venderla.

Entonces Wanda soltó una carcajada de alivio y por fin volví a verle esos dientes preciosos. Se irguió y me tendió la mano, una prestación de ayuda que de algún modo resultaba ridícula, sobre todo porque acababa de vencer en combate a un noble germano. Caminamos juntos entre los cadáveres en busca de heridos, pero todo el que estaba herido había escapado. Los que quedaban allí se encontraban muertos. Por doquier yacían cuerpos sin vida y sanguinolentos de celtas y germanos, de mujeres y hombres, con los cráneos destrozados y enormes heridas en la carne, cadáveres atravesados por lanzas y flechas, extremidades cortadas. Algunos parecían haber sido desgarrados por animales carnívoros. Wanda le quitó el yelmo de hierro celta a un germano y fue reuniendo en él las bolsas de dinero que cortaba de los cintos de los muertos con un hábil ademán. Unas pesadas gotas chocaron contra el suelo, y la lluvia limpió la sangre de los rostros de los cadáveres.

* * *

Al cabo de una hora, cuando llegamos a la linde norte del bosque, escuchamos voces y cascos de caballos. Eran germanos que se habían emborrachado en nuestro caserío e iban en busca de supervivientes. Casi sin hacer ruido nos arrastramos hasta los densos matorrales. Todavía era de noche y las probabilidades de permanecer ocultos en la oscuridad habrían sido muy grandes de no ser porque
Lucía
estaba allí y empezó a gruñir en tono amenazante; después de conseguir espantar a un caballo, parecía querer medirse con toda la caballería germana. La arrastré hacia mí con suavidad y le cerré el hocico, pero se deshizo como un rayo de mi abrazo y comenzó a gruñir de nuevo. Los jinetes se acercaban mientras farfullaban algo a coro y, como sonaba hasta cierto punto melodioso, presumo que se trataba de un canto.

En Roma dicen que a los celtas nada les gusta más que empinar el codo y luchar, que siempre pelean hasta el final y que se enfurecen si se le escapa el enemigo. Yo debo de ser una excepción, porque agarré a
Lucía
del cuello con fuerza y la empujé contra el suelo. Wanda le mantenía el hocico cerrado mientras los jinetes se aproximaban. Ya los veíamos; venían directos hacia nosotros. Eran unas figuras grandes y delgadas, con musculosos pechos pintados de negro. Estaban borrachos.
Lucía
se mostraba cada vez más inquieta y los germanos ya estaban muy cerca. Podíamos oler los sudorosos caballos, que piafaban y bufaban. Habían olido a
Lucía
. Los germanos detuvieron a los animales y uno gritó algo a lo que los demás respondieron con unas risotadas huracanadas y roncas.
Lucía
se resistía cada vez con más fuerza y de pronto dio un grito que sonó como el chillido de un ratón. Los germanos echaron un poco atrás el brazo que sostenía la lanza y se sonrieron, dispuestos a lanzar. En ese momento
Lucía
se me escapó como un pez escurridizo y salió disparada de los matorrales como si le hubieran arrojado un proyectil sorteando las patas de los caballos germanos, hacia el campo que se extendía más allá. Los germanos maldijeron, decepcionados, pero entonces uno de ellos descubrió nuestro caballo; se lo llevaron y prosiguieron camino. Después de haber deseado con toda el alma que
Lucía
se quedara junto a nosotros, de pronto deseaba que no apareciera por allí.

Wanda susurró algo que no entendí. Nos acercamos más el uno al otro hasta que tuvimos las cabezas muy juntas.

—¿Vuelve? —preguntó Wanda.

—No —respondí—. En los últimos días ha llovido tanto que hay una barbaridad de ratones ahogados en sus agujeros. Para
Lucía
eso es un banquete celestial.

—¿Quieres esperarla?

—Sí —contesté—. Pero ¿por qué no has huido?

Wanda dio un chasquido despectivo.

—Son germanos suevos —observó con desdén.

Por lo visto, también para los germanos contaba sólo el clan, la parentela más cercana. Por lo demás, estaban tan enemistados con sus vecinos germanos como lo estaban los celtas entre sí.

—¿Qué piensas hacer ahora, amo?

Una pregunta complicada. Wanda era mi esclava y, sin embargo, ¿podía seguir dándomelas de amo en esa situación? ¿Podía exigirle que llevara hasta Genava a un celta al que sólo le quedaban dos agujeros libres en el cinto de armas? ¿Cómo reaccionaría si le ordenaba algo? ¿Existe humillación mayor que una esclava se niegue a obedecer a un amo que no puede castigarla? Sencillamente decidí ignorar estas cuestiones. Cerré los ojos y agucé el oído. Nada. En el aire flotaba el hedor de la madera y el cabello humano carbonizados. Permanecimos callados y alerta.

Pasaron las horas. De vez en cuando echábamos una cabezada, y en una ocasión me desperté de golpe y noté que me había abrazado a Wanda mientras dormía. Casi estaba sorprendido de que la chica siguiera allí. Se estaba haciendo de día y algún olor me despertó de un sueño intranquilo: el olor penetrante de una salsa de pescado hispanense mezclado con el de carroña. ¿
Lucía
? El animal frotaba el morro húmedo contra mi frente y me lamía la cara con su lengua cálida. Debía de haber devorado una buena cantidad de ratones putrefactos. ¡Qué horror! Jamás habría pensado que las diosas pudieran apestar de tal manera. Escuchamos y observamos los alrededores un rato más, para luego ponernos en marcha.

Cuando llegamos al valle, el sol acababa de salir por el este. Delante de nosotros se extendía un campo de batalla como jamás había visto y los cadáveres se sucedían uno tras otro hasta donde alcanzaba la vista. Al parecer aquél era el escenario de la carnicería; allí habían rodeado, abatido, desnudado y desvalijado a los que huían.

—Quizá tú seas el único superviviente.

—No —respondí—. Basilo ha sobrevivido también. Está herido, pero espero que haya llegado al
oppidum
de los tigurinos. Y tú también has sobrevivido.

—Yo soy una esclava —replicó Wanda con una mirada tan descarada que fui incapaz de creer una sola de sus palabras.

—Eres libre, Wanda —murmuré sin mirarla.

—¿Acaso soy un estorbo para ti, amo? —Su voz sonó como una burla—. ¿O es que tienes miedo, amo, miedo de que desaparezca de pronto y de que eso te enfurezca?

—Los celtas no conocemos el miedo, Wanda. Como mucho tememos que el cielo se nos caiga sobre la cabeza.

—Amo, ya sé que eres muy valiente. Esta noche has matado a un príncipe germano y has ofrecido su alma a los dioses.

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