Cuando volvimos a nuestra tienda, por doquier reinaba una intensa actividad. Delante de las tiendas de los legionarios ya ardían pequeñas hogueras y sobre los fuegos colgaban esas ollas de bronce con bonitas asas. En las cacerolas de bronce, los esclavos preparaban las gachas del desayuno.
Aún pasé un buen rato pensando en la asombrosa conversación que había mantenido con César. Comprendí que seguramente desconfiaba de todos los romanos. Todo romano que tenía trato con él era un posible competidor en Roma. Tal vez por eso apreciaba mi compañía. Yo no era un rival. Tal vez le recordaba también un poco a su
grammaticus
, Antonio Gripho. Lo que se ha amado de niño suele amarse toda la vida.
* * *
Entretanto, todos los príncipes de tribus galas que felicitaron a César por su victoria sobre los helvecios habían convocado una reunión de las tribus galas. Poco después volvían a hacer cola frente a la puerta del campamento romano y solicitaban permiso para hablar ante César. Encabezaba la delegación el druida Diviciaco, que por el momento había recuperado el liderazgo político de los eduos. No sólo iba acompañado por emisarios secuanos y príncipes de otras tribus, sino también por los representantes de incontables estados clientes. Diviciaco solicitó permiso para hablar en confidencia con César al tribuno senatorial que lo recibió ante la puerta. Sin embargo, cuando le presentaron la solicitud, a César sólo le interesó si los galos se habían unido por fin o no. El tribuno senatorial fue enviado de nuevo a los galos y, cuando César supo que los eduos y los secuanos se habían unido de veras y acudían a pedirle abiertamente un ataque contra Ariovisto, hizo que los agasajaran y los trataran a cuerpo de rey. Entretanto mandó convocar aprisa a su estado mayor y le expuso a Diviciaco en su tienda el sentido y la finalidad del discurso que el eduo debía pronunciar ante los oficiales romanos. Intenté traducirlo con la mayor neutralidad posible; César no debía ver aprobación ni reproche en la expresión de mi rostro.
Poco después, el estado mayor se había reunido con todos los tribunos, oficiales, legados y escribientes en la gran tienda que hacía las veces de cuartel general.
En primer lugar tomó la palabra Diviciaco, que a esas alturas había adoptado el encanto de un murciélago muerto de hambre, y solicitó la absoluta confidencialidad del encuentro. Podía estar seguro de que Ariovisto se enteraría de ello antes de que acabara de pronunciar la última frase. Con voz arrastrada, expuso sus lamentaciones en lengua celta mientras yo traducía.
—César, toda la Galia está dividida en dos bandos. En la cima de uno se encuentran los eduos, en la cima del otro los arvernos. Desde hace generaciones, ambos sostienen una lucha encarnizada por la hegemonía de la Galia. Para conseguir la victoria definitiva, los arvernos y los secuanos solicitaron la ayuda de mercenarios germanos hace unos años. Al principio llegaron sólo quince mil guerreros del otro lado del Rin. No obstante, pronto se encontraron a gusto en nuestra tierra y ahora ya hay ciento veinte mil germanos armados en la Galia. Junto con nuestros aliados ya hemos luchado en incontables batallas. Sin embargo, siempre hemos sufrido abrumadoras derrotas. Hasta ahora hemos perdido a toda nuestra aristocracia, nuestro consejo superior y la totalidad de la caballería.
Mientras traducía, los otros escribientes tomaban nota del discurso de Diviciaco. No pude evitar sonreír cuando éste mencionó la pérdida de su caballería. ¿No habían luchado cuatro mil jinetes eduos en el bando de César hacía menos de dos semanas?
—César, el pueblo eduo está destrozado —se lamentó Diviciaco. César debía de estar deseando en secreto que Diviciaco no volviera a aferrársele como una lapa—. César, gracias a nuestra hospitalidad y a nuestro buen entendimiento con el pueblo romano los eduos hemos sido hasta el momento el mayor poder de la Galia. No obstante, ahora nos vemos obligados a ofrecerles rehenes a los secuanos. Hemos tenido que jurar no pedirle ayuda a Roma y cumplir siempre los deseos de los germanos suevos. Yo, Diviciaco, soy el único eduo que eludió entonces ese juramento mediante la huida. Por eso te hablo hoy, porque no estoy atado por rehenes ni por ningún juramento. —Diviciaco intercaló una breve pausa para comprobar el efecto de sus palabras; todos miraban a los culpables secuanos, que estaban allí de pie, con la cabeza gacha—. Pero en el tiempo transcurrido, a los victoriosos secuanos les ha ido peor que a los eduos vencidos. Después de que Ariovisto les arrebatara un tercio de su región, les exigió un segundo tercio. ¿Y sabes para quién, César? Para veinticuatro mil harudes que se le han unido hace pocas semanas.
César le había pedido con insistencia que expusiera en detalle el peligro de los harudes y que justificase ampliamente sus raíces históricas. Y eso hizo Diviciaco:
—Los harudes vivían en un principio en el alto Norte. En aquella época se unieron a los belicosos cimbros y se establecieron en Germania de manera temporal. No obstante, avanzan hacia la Galia y Ariovisto les ha abierto las puertas. Si no tomamos medidas, cada vez más germanos cruzarán el Rin y nos expulsarán de nuestra tierra. Por eso hemos vuelto a reconciliarnos con los secuanos. Piénsalo, César: Ariovisto encabeza un régimen orgulloso y cruel. Es salvaje e irascible. Los eduos y los secuanos no podemos soportar su soberanía por más tiempo. ¡César, si no nos concedes ayuda, tendremos que hacer lo mismo que los helvecios y emigrar! Ese será el destino de todas las tribus celtas. Sólo tú, César, puedes impedir que aún más germanos crucen el Rin. Sólo tú, César, puedes proteger a la Galia de Ariovisto. Si nos proteges de Ariovisto, también proteges tu provincia, puesto que si huimos de Ariovisto, el rey de los suevos estará en las fronteras de tu provincia, aunque no por mucho tiempo. Después estará ante las puertas de Roma. Por eso te imploramos que hagas algo cuanto antes. Sólo tú puedes derrotar a Ariovisto. Gracias a tu reputación y al respeto que se ha ganado tu victorioso ejército, gracias a tu gloria, que se ha expandido por toda la Galia, y al orgulloso nombre del pueblo romano.
Diviciaco calló mientras César evitaba tomar la palabra. Las frases debían seguir causando su efecto; primero quería ver en qué dirección soplaba el viento. Debo decir que Diviciaco, que no entendía una palabra de latín ni de griego, era un actor espléndido, y César, que había escrito ese impresionante papel pensado sólo para él, era un dramaturgo genial. Estoy seguro de que igualmente habría cosechado gloria y honor en Roma como escritor de comedias. El discurso de Diviciaco, sea como fuere, había levantado sentimientos contradictorios.
—César —Labieno tomó la palabra—, tenemos que cortar el mal de raíz y poner fin a las actividades de Ariovisto. Nuestras seis legiones son aguerridas y están preparadas.
—Labieno —intervino el joven Craso, hijo del hombre más rico de Roma, para contradecirlo—, ¿cómo piensas explicar esta política en Roma? Estoy de acuerdo en que hay que cortar el mal de raíz. Pero en Roma se preguntarán cómo es que no lo hemos hecho ya, por qué no hemos detenido de inmediato a Ariovisto junto con los helvecios.
—Los helvecios no nos han pedido ayuda —dijo César con calma.
Algunos de los jóvenes tribunos se sonrieron. Conocían a César. Uno comentó con agudeza que no sería tan sencillo avanzar contra Ariovisto:
—¿No ostenta el título de «Rey y amigo del pueblo romano»? ¿Y no le concedió ese título el año pasado precisamente un tal Cayo Julio César cuando todavía era cónsul, el mismo César que ha quebrantado una ley según la cual un procónsul no puede maquinar una guerra fuera de su provincia?
Algunos legados y tribunos rieron. Se lo podían permitir porque, entretanto, la oposición entre los oficiales había adquirido fuerza.
—Justamente porque le concedí ese título a Ariovisto —declaró César— pesa tanto su conducta. Pero aún pesa más el hecho de que los eduos, a los que el Senado romano ha reconocido como amigos y consanguíneos, sean humillados y maltratados por un bárbaro. Esa, para un pueblo que domina el mundo, es la mayor vergüenza de todas. —César se dirigió a los legados y los tribunos que aquella misma tarde informarían de lo escuchado a Roma mediante cartas, y prosiguió—: Los bárbaros jamás se contentarán con la Galia. Seguirán el ejemplo de los cimbros y los teutones y continuarán avanzando para atacar Italia poco después. ¡Labieno, manda emisarios a Ariovisto! ¡César desea un encuentro!
El general volvió a llevarnos aparte a Diviciaco y a mí, y prometió a los eduos la hegemonía en toda la Galia. Le aseguró a Diviciaco que también respetaría a los estados que habían sido hasta entonces clientes de los eduos y los secuanos. Por el contrario, el resto de la Galia le correspondería a él, César, tras la derrota de Ariovisto. Diviciaco enseguida estuvo de acuerdo. Contento y orgulloso se reunió con los demás galos, que ya hacían correr el vino entre grandes voces.
Me quedé a solas con César.
—¿Es esto la Galia? —preguntó sonriendo.
Me encogí ligeramente de hombros. En realidad, la Galia era una desconcertante mezcla de intereses económicos, alianzas confusas y querellas ancestrales entre tribus.
—La Galia es una tierra rica, tenéis hombres valerosos. La Galia podría dominar el mundo. En lugar de eso, cae como una manzana madura. ¿Y sabes quiénes son los culpables, druida?
—Sí —dije en voz baja. Lo sabía.
—¡Vuestros druidas son los culpables! No son mediadores entre el cielo y la tierra; son los guardianes del conocimiento, los guardianes del poder. No impulsan nada, reprimen. Reprimen cualquier clase de apertura espiritual, cualquier forma de progreso. ¿Cómo van a gobernar un imperio unos analfabetos? ¿Cómo van a gobernar un Estado unos analfabetos? ¿Cómo reclutarán, formarán y mantendrán un ejército unos analfabetos?
—Sí —repetí en voz baja.
—Si la Galia es pacificada, el comercio florecerá hasta el mar del Norte, y bajo el águila romana a todos los galos les irá mejor que antes. Sólo los druidas continuarán siendo enemigos nuestros, porque le abrimos a la Galia las puertas al universo del saber.
—Así es —musite, y en ese momento ya perdí todo interés por realizar ninguna cruda profecía.
Cuando regresé por la tarde a casa con Wanda nos percatamos, sorprendidos, de que Crixo había montado una nueva tienda. Nos recibió como un orgulloso propietario.
—Un regalo de César, amo.
Asentí con agradecimiento. La nueva tienda era el doble de espaciosa que la antigua y estaba dividida en dos salas. Nos encorvamos con curiosidad bajo el toldo y entramos en la antesala. Disponía de una buena mesa y cuatro triclinios; en la mesa había una fuente con fruta fresca y frutos secos, y una jarra de agua. Detrás se encontraba el dormitorio, con dos tumbonas acolchadas, pieles y capas de lana, un pequeño soporte con un espejo y todo tipo de implementos para el cuidado corporal. ¡También había una tina de madera! De inmediato le ordené a Crixo que nos preparara el baño y que luego nos dejara tranquilos. El esclavo encendió un pequeño fuego delante de la tienda y consiguió en un periquete que también esclavos de otros amos vertieran una caldera de agua caliente en nuestra tina de madera. La tina pronto estuvo llena. Satisfechos, Wanda y yo nos quitamos la ropa y nos metimos dentro; Crixo había añadido aceites aromáticos. Probablemente se halle implícito en la naturaleza de una tina que dos personas se entreguen en ella al deseo. El agua se derramaba por el borde, de modo que la tierra bajo las patas de madera reforzadas con bronce cada vez estaba más blanda. Al final se hundió una pata, y la tina se volcó…
* * *
A primera hora llegó a nuestro campamento Balbo, el agente secreto de César. Galopaba descontrolado y no detuvo al caballo con brusquedad para apearse hasta que se encontró a pocos pasos de la tienda de César. Sus acompañantes eran
speculatores
, jinetes de élite con misiones especiales de correo y del servicio secreto. Llevaban algunos caballos de refresco que estaban cargados con vituallas y documentos. Servir a Balbo se consideraba un privilegio, puesto que éste disfrutaba de poderes especiales como primer agente secreto de César. Su llegada fue anunciada de inmediato. A esa hora del día, César solía encontrarse en la secretaría, donde nos dictaba a Aulo Hircio y a mí cartas e informes sobre su guerra de la Galia o desarrollaba nuevas estrategias de comunicación con Trebacio Testa. El noble celta Valerio Procilo, por contra, estaba suspendido del trabajo diario. Pertenecía a los acompañantes de viaje personales de César, hombres que, en virtud de su sabiduría o de sus singulares dotes, amenizaban la triste cotidianidad del general; concubinas intelectuales, por así decirlo. Durante la comida de los oficiales siempre estaban echados a su alrededor. Balbo entró en la antecámara de la secretaría, desgarbado y triunfal como de costumbre. Había vuelto a batir su mejor tiempo. Luego avanzó unos cuantos pasos lanzándoles cartas a Aulo Hircio, Cayo Oppio y Trebacio Testa, que las atraparon con un resplandor en la mirada. Balbo sólo servía a César, pero algunas familias pudientes de Roma se enteraban a veces de su regreso y le pedían en persona que les llevara cartas a los hijos que tenían en la Galia. Balbo caminaba con pesadez por los toscos tablones con los que ya habían cubierto la tierra del suelo de la tienda.
—¿De modo que es cierto, César, eso que dicen en Roma de que quieres establecerte aquí? —Balbo se dejó caer en el triclinio que había junto a la puerta de acceso a la sala interior y ordenó al esclavo que había acudido que le sacara las botas y las limpiara con esmero—. ¡Y no olvides engrasarlas después!
El esclavo desapareció con una sonrisa en los labios. Mamurra entró en la tienda y saludó a Balbo con un abrazo cordial.
—¡Balbo! Dime, ¿se habla en Roma de mis puentes y mis torres de asedio?
—¡Sólo se habla de tu efebo griego! —espetó Balbo riendo.
Todos se unieron a la risa y Mamurra protestó:
—La señora de la casa me ha abandonado, imagínate. Se dio a la fuga durante la batalla de Bibracte. ¡Y eso que quería regalarle la libertad!
Todos miraron a Mamurra maravillados.
—Veréis —dijo con malicia—, nuestro prefecto del campamento ha acabado por permitir que abran un burdel en mitad del recinto. ¿Y a que no sabéis quien trabaja allí? Antes servía en Genava… En la posada del sirio Éfeso…
—¡Julia! —acertó Cayo Oppio—. Me parece que esa dama ha llegado a ser casi tan conocida como nuestro procónsul.