* * *
Con todo, la sed de gloria y reconocimiento de César seguía lejos de estar saciada. A pesar de que el verano ya había tocado a su fin y el invierno llegaba muy pronto en el norte, marchamos a través de la Galia hacia la costa oeste. Apenas podíamos creerlo, pero César planeaba de veras una travesía hacia Britania. La mayoría de los oficiales coincidía en que había perdido el juicio, o al menos el contacto con la realidad. Algunos rumoreaban que en Britania quería recolectar unas perlas extrañamente grandes; otros comentaban que quería someter la exportación de estaño y metales britanos al dominio romano; sin embargo algunos otros se reían y afirmaban que Britania no existía más que en la imaginación de los mercaderes. A los pueblos del Mediterráneo aquella isla les era casi desconocida. Pero César se mantuvo firme en su audaz plan, dispuesto a conseguir de nuevo lo que ningún otro había logrado antes que él: la travesía hacia la legendaria isla de Britania. Oficialmente basaba sus propósitos en que los pueblos galos de la costa habían recibido apoyo desde la isla en su rebelión.
Yo me quedé en la Galia. En secreto deseaba la muerte y la perdición de César. Me había arrebatado a Wanda, y también Crixo había desaparecido desde ese momento. César tampoco había vuelto a hablar conmigo desde aquella noche. Yo había quemado todas las naves celtas tras de mí para convertirme en su druida, y él me había dejado de lado.
César nombró al galo Comio rey de los atrébates porque éste se había mostrado dispuesto a enrolarse en la expedición a Britania como explorador. No obstante, al desembarcar en la isla, Comio fue apresado. Después de eso, los oficiales de reconocimiento romanos no osaron desembarcar. En la orilla se habían reunido tropas britanas. César no se rindió, y con ochenta barcos de transporte y dos legiones se hizo a la mar desde el puerto Icio, desembarcando tras salvar numerosas dificultades en la isla britana. Sometió a pequeñas unidades, pero no osó internarse tierra adentro porque los exploradores habían informado de que allí se reunían enormes unidades militares. César quería regresar.
Había puesto pie sobre suelo britano, y en Roma eso fue la sensación del siglo, como si alguien hubiera alcanzado la luna a lomos de un águila, dejando allí su huella. En la secretaría, Cayo Oppio decía que César ya había alcanzado la inmortalidad sólo con la construcción del puente que cruzaba el Rin y la travesía a Britania. Sin embargo, el ambicioso Julio permanecía en la isla. Las mareas vivas habían destruido gran parte de los barcos de transporte que sin falta debían estar prestos a la navegación antes de la llegada de las tormentas otoñales. Al enterarme de esa noticia, me retiré a mi tienda con
Lucía
y una jarra de falerno para celebrar a escondidas el naufragio de César. Estaba convencido de que no sobreviviría al invierno en Britania y se iría miserablemente a pique en esa legendaria isla.
No obstante, sus legionarios repararon los barcos y los dioses apaciguaron las tormentas. Como de costumbre, los dioses se ponían de su lado y le permitían regresar ileso a la Galia.
Apenas hubo desembarcado en la costa gala, César dio orden de iniciar la construcción de nuevos y mejores barcos. Planeaba para el próximo año la invasión total de Britania. Ya no había quien lo detuviera. Yo estaba convencido de que tras la conquista de Britania se dirigiría otra vez hacia la Germania libre. Sin embargo, todavía no había conquistado la isla, y en la misma Galia volvía a reavivarse el fuego de la rebelión. Pero César por fin sabía que nada podría detenerlo, que los dioses siempre lo protegerían. También lo sabían sus enemigos.
Me trasladé con las legiones al frío norte, a la tierra de los belgas. Las tardes de invierno eran largas y frías y a menudo pasaba horas con
Lucía
echado sobre la piel de oso mientras pensaba en Wanda. Creo que también
Lucía
la añoraba, porque siempre ocupaba la parte de la piel donde había descansado la cabeza de Wanda. Sin
Lucía
, la vida quizá se habría vuelto insoportable. Las personas que me hacían compañía por las tardes eran cada vez menos y, si bien no me recriminaban nada, me rehuían. Aulo Hircio y Cayo Oppio eran muy amables conmigo, igual que antes, pero aquélla se había convertido en una amistad superficial, casi en hipocresía. En mis sueños se aparecían como árboles con el ramaje cubierto de hielo que clavaban sus ojos en mí. Estaban allí y, no obstante, yo estaba solo. Creo que la soledad que uno siente estando acompañado es peor que la solitud en un paraje donde no hay ni un alma. La presencia de personas siempre nos hace recordar que las cosas podrían ser de otro modo.
Tal vez también yo me había apartado de ellos. A veces pensaba en Crixo. En la secretaría expliqué que le había hecho partir con la orden de vender mi ámbar. Por supuesto, todos creían que Crixo había huido. Yo no. Yo seguía convencido de que me devolvería a Wanda, puesto que en la Galia todo el mundo sabía dónde estaban las legiones romanas y yo estaba condenado a servir unos años más en ellas.
Las noticias de Roma me llenaron al principio de alegría por el mal ajeno. Catón exigía en el Senado la entrega de César a los bárbaros, acusándolo de violación del derecho de gentes. César había mancillado el honor del pueblo romano, y ningún romano podía pisotear el derecho de gentes sin ser castigado, como había hecho César. El apresamiento ilícito de emisarios era un acto condenable y debía ser castigado, y con ese fin Catón estaba apelando a todos los medios. Otros senadores le reprochaban a César que hubiese exterminado a usipetes y tencteros con deliberación y sin motivo aparente. ¡Le reprochaban nada menos que el más brutal de los genocidios! También ellos exigían la entrega de César a los bárbaros, preguntándose por qué no aniquilaba César a los suevos, que eran los culpables de todo, y se ensañaba siempre con pueblos pequeños que huían de los suevos. ¿Por qué no cortaba el mal de raíz?
Sin embargo, en Roma la mayoría hacía oídos sordos a estas acusaciones y exigencias. César había atravesado el salvaje mar del Norte, llevando el águila romana hasta la legendaria isla britana. Roma tenía muy presente que ningún otro había logrado algo comparable. Ningún otro superaba la gloria del gran Julio. Su admiración era tan grande que se lo perdonaban todo. No sería entregado a los bárbaros, ni encausado en los tribunales, ni privado de su proconsulado, sino que Roma y el Senado le concedían lo que nunca antes concedieran a nadie: ¡Veinte días de festejos!
* * *
A la primavera siguiente, corría el año 700, César partió de nuevo a Britania con veintiocho barcos de guerra, seiscientos de transporte, cinco legiones y dos mil jinetes. Las hienas y los buitres del Imperio romano lo siguieron con doscientos barcos de mercaderías. César había descubierto por fin una nueva Galia.
No obstante, los dioses britanos eran más fuertes de lo previsto. César llegó a someter a algunas tribus, exigió tributos y rehenes, pero regresó a la Galia sólo dos meses después, sin dejar ninguna huella. Lo que había conseguido en la isla no era más que un castillo de arena a la orilla del mar que se desvanecería con la siguiente marea. Y en la Galia volvía a haber revuelo. Los carnutos mataron a su rey, coronado por César. Ambiórix, príncipe de los eburones, aniquiló con sus hombres a quince cohortes romanas. ¡Más que toda una legión!
César contaba ya cuarenta y seis años de edad cuando volvimos a encontrarnos en Lutecia, después de mucho tiempo. Sorprendentemente, me había invitado a una pequeña cena. Llevaba la barba y el cabello largos porque se había jurado no cortarse el pelo de la cabeza hasta que las quince cohortes perdidas fueran vengadas.
Parecía solitario, encerrado en sí mismo, y aun así me había hecho llamar.
Un par de semanas antes yo había leído unas cartas de Roma en las que se comunicaba que la madre de César había muerto; poco después falleció también su hija, su querida Julia. Sin embargo no creo que fuera ése el motivo. Me inclino a pensar que un hombre que se ha convertido en dios se encuentra muy solo entre los mortales.
—¿Cómo te ha ido todo, druida? —me preguntó.
Permanecí callado. César sonrió y me invitó haciendo un gesto con la mano a servirme a placer. No había más que pan y vino diluido.
—¿Has olvidado a tu esclava? —preguntó.
—Sabes que nunca la olvidaré, César.
—Eso es lo que siempre piensa uno, druida. Mi primera mujer se llamaba Cornelia; por desgracia la perdí demasiado pronto. Incluso cuando me amenazaron con la muerte y me obligaron a separarme de ella, le fui fiel. Ella es quizá, junto a mi hija Julia, la única mujer a la que he amado. Y, no obstante, cuando la recuerdo hoy, se me antoja lejana e irreal. No siento dolor ni pesadumbre. Como mejor se olvida a una mujer es con otra mujer —dijo César con una breve risa.
—He oído decir que volviste a casarte. ¿No fue por amor?
—¿Amor? —preguntó, sorprendido—. No, amé a Cornelia…
César hablaba como si sólo hubiese amado a una mujer en toda su vida, como si en toda una vida sólo fuera posible amar de verdad a una sola mujer.
—Con Cornelia me unía el amor, con Pompeya la pasión. Pero también me dejé separar de Pompeya. Y con mi tercera esposa no fue amor ni pasión. Fue política —dijo César con una sonrisa de satisfacción—. Un acto de estadista, por así decirlo.
César me contemplaba meditabundo. A lo mejor esperaba un comentario al respecto. Luego, mientras me observaba expectante, como si pudiera leer algún indicio profético en mi actitud, dijo:
—Le he pedido a Pompeyo que me dé a su hija en calidad de esposa igual que en su día yo le concedí a Julia, mi querida y única hija, como esposa. La hija de Pompeyo es joven, guapa y lista, y su cuerpo despierta pasión y deseo en todo hombre. Pero Pompeyo se ha negado. No quiere renovar el vínculo entre nosotros. En lugar de eso, se ha casado con Cornelia, la hija de Quinto Metelo Escipión. Metelo Escipión me odia; haría cualquier cosa por acabar conmigo. Cornelia estuvo antes casada con el joven Publio Craso. ¿Sabías que cayó en Carras? También su padre ha caído. Sabía muchísimo de finanzas, pero nada de la guerra. Ahora sólo quedamos Pompeyo y yo. Y se casa precisamente con la hija de mi peor enemigo.
Yo masticaba despacio el pan y bebía de vez en cuando un pequeño trago de mi vaso de madera. Era increíble lo mucho que había cambiado César; ni rastro de pompa ni despilfarro. Se había convertido en un auténtico soldado. Daba la imagen de un hombre que se sentía obligado a conseguir más que cualquier otro, sin duda aun sabiendo que nadie se lo iba a agradecer y, por el contrario, todos esperaban su fracaso para clavarle el puñal entre las costillas. César se había quedado solo. Yo también. Sin embargo, no teníamos nada más que decirnos.
—Dime, druida, ¿sabes cómo resultará la competición entre Pompeyo y yo?
—Tú mismo lo sabes, César. ¿Para qué necesitas a un vidente celta? ¿Acaso no tratas de obtener por las armas lo que te está prohibido?
—Eso no es una profecía, druida. Una vez dijiste que moriría a manos de un romano. Así que dime, ¿será Pompeyo?
—No —dije, riendo—. Pompeyo es un soldado. Y no debes temer a los soldados, César. Aunque pierdas la batalla, ganas la guerra.
Vi la satisfacción en su rostro. ¿Me había llamado sólo para escuchar nuevas profecías? Le había dicho a César toda la verdad. Sabía que había cosas que iban a suceder algún día. No sé por qué, pero era así. Sólo las cosas que me concernían a mí permanecían a oscuras. No di muestra alguna de acercarme a César. Él habría estado dispuesto a darme la mano, como antaño, pero yo no lo iba a permitir. No toqué el vino que hizo que me sirvieran. A esas alturas prefería beber el vino a solas con
Lucía
y los recuerdos de mi querida Wanda.
—¿Deseas algo, druida? —preguntó César cuando me levantaba para irme.
—No —respondí—. Me quitaste a Wanda y no me la devolverás nunca. ¿Para qué iba a pedirte nada?
—¿Qué harías tú si una esclava atentara contra tu vida?
—Yo nunca exterminaría un pueblo sólo porque ha huido de los suevos —respondí, y me marché de la tienda.
* * *
El año siguiente, César ya tenía estacionadas en la Galia diez legiones con más de cincuenta mil soldados. Infatigable, marchaba de un lugar a otro sometiendo a tribus a las que ya había reducido años atrás. Sus legionarios saqueaban y merodeaban por los territorios de las tribus e incendiaban todo lo que no se podían llevar. Todos los ríos, todos los santuarios fueron profanados y desvalijados. Hacia el final del verano parecía que César hubiese pacificado la Galia por segunda vez. Mientras el general regresaba a la provincia cisalpina para celebrar audiencias como de costumbre, yo pasaba el invierno en el comercio que se había construido Fufio Cita, donde copiaba correspondencia romana más bien de poca importancia. A veces pasaba las noches con una carnuto que durante el día nos servía comida y bebida en una fonda cercana. Pero sólo conseguía aumentar la añoranza que sentía por Wanda.
A pesar de que la imagen de Wanda se había desvanecido un poco a lo largo de los años, mi añoranza era más fuerte que nunca. Me habían arrebatado una parte de mí, la mejor parte. Algunas noches, despierto sobre mis pieles pensaba en Wanda, intentando imaginar su rostro; estaba tan lejana que los contornos se me desdibujaban, como un guijarro que el agua ha redondeado con los años. A veces me parecía verla en algún mercado; entonces me abría paso entre la gente como un loco, levantaba el brazo, gritaba su nombre y, una vez que me encontraba tras ella y le daba la vuelta, veía que era una vieja sin dientes y arrugada. ¿Me querrían decir con eso algo los dioses?
Es mucho más fácil dar consejos a los demás que seguirlos uno mismo. A menudo pensaba en los consejos de nuestros druidas. En especial de noche, cuando no podía dormir y envidiaba a
Lucía
, que estaba hecha un ovillo roncando a mi lado. Los druidas dicen que la pérdida de un ser querido se supera antes si ésta se acepta. Pero yo no quería y no podía conformarme con la ausencia de Wanda; mi única esperanza era ir un día a Massilia y buscarla allí. La había comprado un traficante de esclavos de Massilia, ésa era mi única referencia, el cual podía haberla vendido en cualquier lugar del camino. No obstante, yo creía que el destino obligado de una esclava germana tan bella era Massilia; en Genava había bastantes germanas que a todos les parecían guapas. Massilia era mi motor, y por ello acepté también la oferta de Fufio Cita de copiar cartas geográficas. Resultaba extraño confeccionar mapas de mi propia tierra para un romano. A pesar de que Fufio Cita los necesitaba para el establecimiento de los nuevos campamentos de aprovisionamiento, eran de un gran valor militar. Me gustaba esbozar mapas, me encanta dibujar ríos, bosques y ciudades; era ameno y me proporcionaba un dinero extra, así como el silencioso reconocimiento de Fufio Cita. Era un buen romano, siempre afable y correcto, que jamás pronunciaba palabras malsonantes. Sin embargo, nunca establecimos una estrecha relación.