El druida del César (57 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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—Sí, claro —masculló Gedomón al tiempo que hacía una seña a un joven celta—. ¡Ocúpate de que no le pase nada al druida! —le gritó—. ¡Os hago a tu hermano y a ti responsables de su bienestar!

—¡Así sea, Gedomón! —bramó el joven celta mientras su hermano alzaba la espada hacia el cielo entre voces.

Al parecer era un honor para ellos tener que proteger a un druida.

Me despedí de Boa con discreción, tal como le toca conducirse a un druida en público, aunque me resultó difícil. Durante las largas noches invernales nos habíamos dado un poco de calor y apoyo mutuos, como dos extraviados en la noche.

—Boa —dije con un hilo de voz—. A lo mejor un día llega un griego preguntando por mí. Dile que me he ido con Vercingetórix, y luego a Massilia. Que me siga.

—¿Cómo se llama el griego? —preguntó Boa.

—Crixo. Es mi esclavo, pero no te sorprendas si se presenta como liberto o mercader. Se llama Crixo, ¿me oyes?

—Sí —dijo Boa, y me acarició la pierna izquierda—. ¿Volverás algún día? —Tenía los ojos húmedos.

—No, Boa. Nunca volveremos a vernos.

* * *

Poco después partimos a caballo al encuentro con el ejército de Vercingetórix. Me enteré de que el jefe druídico de la Galia había decretado la guerra sagrada en la reunión anual del bosque de los carnutos y que el joven rey arverno, Vercingetórix, que hacía meses que defendía esa idea, debía dirigir la campaña. Los druidas regresaron a sus tribus y ordenaron a sus príncipes someterse sin condiciones a las órdenes del arverno con todos sus guerreros y su clientela. Los druidas hicieron realidad lo imposible: una Galia unida bajo un solo mando superior. Las horas de César parecían estar contadas.

De hecho, no me sorprendió mucho oír que el impetuoso Vercingetórix había regresado a su
oppidum
con sus impulsivos seguidores, y tras matar a todos sus enemigos se había proclamado rey. La paciencia no era su punto fuerte. Sin embargo, para derrotar a César iba a necesitarla.

Sobre la solidez de su ejército corrían los rumores más descabellados. Muchos creían que era una gran ventaja que Vercingetórix hubiese servido con los suyos como oficial de caballería en el ejército de César; de ese modo se enfrentaría a César un celta que estaba muy familiarizado con la táctica militar romana. Conocía el armamento y, lo que era más importante, ¡conocía al procónsul Cayo Julio César en persona! Estaba convencido de que venceríamos.

Vercingetórix me recibió con los brazos abiertos, dándome tal apretón que perdí el apoyo bajo los pies. Cuando me soltó para contemplarme más de cerca, caí hacia atrás, en los brazos de los jóvenes hermanos que me habían mimado y cuidado a cuerpo de rey durante todo el viaje. Vercingetórix rebosaba fuerza y energía. No había que dejar nada al azar, y le puse en la mano la estatua dorada de Euffigneix.

—¡Ahora la necesitarás, Vercingetórix, rey de los arvernos y cabecilla de las tribus celtas!

Hizo desaparecer la estatuilla en su poderosa mano.

—Me traes suerte, druida. Ven a mi tienda. Los emisarios carnutos me han informado de que puedes trazar mapas con todas las bases romanas.

Sí, los druidas tienen toda la razón al afirmar que la palabra escrita hace que la memoria se descomponga como una manzana agusanada. Por el contrario, el que durante años aprende de memoria cientos de versos, dispone de una memoria magníficamente capacitada. No tuve ninguna dificultad en reproducir sin modelo un mapa de la Galia. Con trazo firme esbocé los ríos y las colinas, sombreé bosques y señalé los campamentos de aprovisionamiento romanos y las rutas de suministro.

Vercingetórix miraba encandilado por encima de mi hombro.

—Ese Julio perecerá de hambre —masculló—. Lo derribaré con sus propias armas. Ahora se verá por fin si de veras goza del favor de los dioses.

Vercingetórix señaló la carta y tocó con el dedo Narbón, que estaba un poco al oeste de Massilia.

—Aquí está César, asegurando las fronteras de su provincia. Y aquí arriba —señaló un punto al este de Cenabo—, con los senones y los lingones, sus legiones pasan el invierno. Y nosotros estamos ahí en medio. ¿No ha predicado siempre César que no hay que comerse de una sola sentada a la puerca celta? Yo le haré lo mismo. ¡Procederé una legión tras otra!

* * *

César presentía que algo especial se estaba forjando en ese séptimo año de guerra. Casi todas las tribus de la Galia se habían sometido al liderazgo del carismático jefe militar Vercingetórix. Los eduos aún vacilaban. A marchas forzadas, César cruzó con tropas recién reclutadas el Cevena, que en esa época del año todavía estaba nevado. Pero Vercingetórix no lo atacó; dejó que César marchara sin impedimentos por la tierra de los eduos, aliados todavía con Roma. Los príncipes celtas, con todo, apremiaban al arverno para que luchara. Tenían muy pocos alimentos para mantener la buena disposición de sus guerreros y clientes.

—¿Por qué no lo acometes de una vez? —pregunté a Vercingetórix una tarde.

Por entonces me ocupaba de su correspondencia, igual que en su día hiciera para César.

—¿Crees que si no ataco el alimento escaseará? ¿Que mi gente se amotinará y regresará con su tribu?

Asentí.

—Es muy posible, druida. ¿Pero qué pasa si los legionarios no tienen alimentos? ¿Se amotinarán también?

—No, creo que no —respondí, sacudiendo la cabeza.

Vercingetórix rió.

—Tal vez no lleguen a amotinarse. Morirán de hambre, pues el procónsul me enseñó una vez que el hambre vence al hierro. ¿Para qué iba a sacrificar entonces más sangre celta?

César había tomado buenas precauciones. No le faltaba de nada. Llegó a Cenabo a marchas forzadas y la redujo a cenizas. Pobre Boa. No creo que sobreviviera. César se reunió con el resto de su ejército y marchó directamente hacia la tierra de los arvernos. Esperaba que así la fuerza motriz arverna se escindiera de la coalición de toda la Galia. Pero Vercingetórix no reaccionó y permaneció oculto, rehuyendo la batalla. No obstante, allá donde llegaba el ejército de César las ciudades y campamentos de aprovisionamiento ardían ya, los campos estaban devastados y los animales habían desaparecido. Mientras los legionarios se adaptaban al racionamiento de emergencia, César se veía obligado a enviar unidades cada vez mayores para asegurar las vías de suministro. Algunas no regresaron jamás. A buen seguro no había en toda la Galia nada más peligroso que cabalgar por las vías de suministro romanas.

Los legionarios se mostraban cada vez más impacientes. Tenían hambre y, además, parecía que al fin intervenían los dioses celtas, enviando un diluvio. El famélico ejército de César se hundía en el lodo. El general no tuvo más remedio que hablar ante sus soldados bajo la lluvia torrencial y permitirles que regresaran a su hogar. Por supuesto, aquello no fue más que una hábil estratagema. Los legionarios se avergonzaron y de pronto quisieron demostrarle a César de lo que eran capaces. Una vez más, el genial Mamurra desempeñó un papel decisivo.

Llevó rodando sus sofisticadas torres de asedio hasta las murallas de la capital bitúrige y mandó disponer cientos de piezas de artillería de varias cargas, pabellones de asalto y arietes falciformes. Avárico, el
oppidum
situado entre la tierra de los carnutos, de los eduos y los arvernos cayó, y lo hizo de forma brutal: cuarenta mil habitantes murieron asesinados por los furiosos legionarios, casi todas las mujeres fueron violadas y hasta los niños de pecho fueron mutilados y catapultados por los aires. Dejaron con vida a ochocientos para que pudieran explicarle a Vercingetórix y a los demás lo que había sucedido aquel día.

Con todo, la postura de Vercingetórix no se debilitó ante aquella visión. Al contrario. ¿Acaso no había exigido a voz en grito el incendio voluntario del
oppidum
bitúrige? La exterminación de sus ciudadanos era la prueba de que la estrategia de Vercingetórix de quemar la tierra era la correcta. Sólo los bitúriges se habían opuesto a la orden de Vercingetórix, y sólo ellos habían sucumbido a César. Incluso los eduos se vieron obligados a admitir que Vercingetórix sabía lo que se hacía. No obstante, César pudo permitirse acomodar en la ciudad edua de Novioduno todo su campamento de suministros junto con la caja del ejército en campaña y todos los rehenes galos.

Después de haberlo preparado todo a principios de año para reunirse con su ejército, César tenía que volver a dividirlo a causa de la constante precariedad de los campamentos de aprovisionamiento. El fiel Labieno se dirigió al norte con cuatro legiones mientras César se internaba en la tierra de los arvernos con seis.

Quería herir a Vercingetórix en el corazón. Sabía que ninguna ciudad gala podía resistir al genial armamento de asedio de Mamurra. No obstante, Gergovia, la capital de los arvernos, era una elevada ciudad fortificada con unos accesos intransitables, de modo que César no pudo con ella. La Galia se regocijaba, y hasta los eduos se rebelaron contra el procónsul. También ellos pensaban que los días de César en la Galia estaban contados. César interrumpió el asedio de Gergovia y se dirigió a toda prisa hacia la tierra de los eduos bajo las risas burlonas de los defensores de la ciudad. Después de reprenderlos y de que éstos se disculparan sumisamente, César regresó a las murallas de Gergovia. La capital arvernia tenía que caer. Con todo, Vercingetórix operaba con acierto: en pequeños grupos, guerreros que conocían la localidad atacaban los flancos romanos día y noche, atacaban con rapidez y se alejaban al galope. En un solo día cayeron cuarenta y seis centuriones y setecientos legionarios. César abandonó el asedio.

Era la primera gran derrota que se infligía al procónsul en suelo galo. Vercingetórix había vencido a César.

Los eduos cambiaron de nuevo de opinión y asesinaron en Novioduno a la ocupación romana que César dejara para custodiar la caja del ejército en campaña, las provisiones y los fardos más pesados. Con los eduos, César perdió al último aliado en la Galia y toda su impedimenta. Quería regresar para vengar la traición edua, pero cuando marchó sobre la ciudad, ésta ya ardía en llamas; los eduos se habían llevado todas las provisiones o las habían destruido. César estaba acabado. Sus soldados se morían de hambre otra vez, y algún oficial que había dejado sus pertenencias en Novioduno lo había perdido todo.

Los galos encontraban por fin un sentimiento de unión que los aglutinaba. Se convocó una reunión de toda la Galia en Bibracte, allí donde César venciera antaño a los helvecios. El encuentro de los príncipes de las tribus celtas se convirtió en el gran triunfo de Vercingetórix, y le fue ratificado su mando supremo. Era decisión suya si acosaban a César y a su famélico ejército para que se retirara a la provincia o luchaban en el norte contra las legiones de Labieno, que se arrastraba con sus soldados hacia Lutecia para tomar la ciudad y poder alimentar a sus hombres. No obstante, cuando se aproximó a ella, también encontró la ciudad reducida a escombros, y los correos que desmontaban de sus sudorosos caballos le comunicaron el fracaso de César ante las puertas de Gergovia. Labieno supo entonces que la aventura gala había llegado a su fin. Partió hacia el sur, al encuentro de César; juntos huirían a la provincia romana. Ése fue el pensamiento de Vercingetórix, y por eso se pegó a los talones del fugitivo César y atacó su columna de marcha por tres costados.

En el fondo, Vercingetórix sólo pretendía poner fin a lo que había puesto en marcha: la liberación de la Galia. Sin embargo, César, entretanto, había sustituido a la desertora caballería celta por una germana, y fueron precisamente los jinetes germanos los que rechazaron el primer ataque de la caballería gala; hicieron que los jinetes de Vercingetórix se dieran a la fuga y fueron tras ellos. Luego sucedió lo inconcebible: los galos se retiraron en un caos terrible mientras los legionarios romanos recobraban el valor y perseguían a los huidos. Vercingetórix huyó con sus hombres a la ciudad fortificada de los mandubios, Alesia, que se encontraba sobre una abrupta elevación.

* * *

En Alesia hay una posada cuya fachada está decorada con un ciervo blanco, aunque la fonda se llame El Verraco de Oro. Vercingetórix pensó que le traería suerte acomodar a sus más cercanos hombres de confianza en ella. Seguro del triunfo, estaba de pie frente al mapa extendido de la Galia y agarró el vaso de vino que le ofrecía un oficial.

—César, de nuevo, no podrá con nosotros —dijo riendo.

Me miró un instante. Debió de llamarle la atención que yo estuviera tan serio, porque me preguntó qué pensaba de su plan. Los oficiales y los nobles se habían acostumbrado a que Vercingetórix le diera una importancia especial a mi opinión. Estaban alrededor de la gran mesa y me contemplaban.

—César tiene a un tal Mamurra —comencé, despacio—. Toma cualquier ciudad en un abrir y cerrar de ojos.

Los oficiales rieron.

—¿Y qué pasó en Gergovia? —exclamaron algunos, molestos y algo achispados por el vino.

—Alesia no es de la naturaleza de Gergovia. Gergovia no es Alesia. ¡Si hay algo que los romanos hacen mejor que cualquier otro pueblo bajo el sol es asediar una ciudad!

—No podrá asediar la ciudad por mucho tiempo —dijo Vercingetórix, sonriente—, porque a los romanos se les acaban los víveres. Y, como en Gergovia, enviaré noche y día unidades montadas para arrebatarles el sueño y los centuriones.

—No sé —dije, cauteloso—. Pero Labieno se acerca desde el norte. Se unirá a César.

—Labieno morirá de hambre antes —sentenció un oficial.

—¿Por qué no pensamos qué es lo que nos ha concedido la gran victoria? ¡La guerra en movimiento, el eludir las batallas, la desnutrición de las tropas romanas!

—Si César sale vivo de la Galia, algún día volverá con veinte legiones. Así no se vence a César —dijo Vercingetórix con seriedad—. Debemos aniquilarlo a él y a sus legiones. La mayor derrota de Roma ha de llevar el nombre de Alesia. Además, no fue la naturaleza de Gergovia lo que hizo fracasar el asedio de César; los continuos ataques de nuestros jinetes desmoralizaron a sus hombres y lo obligaron a rendirse. Hasta que llegue Labieno, el ejército de César seguirá gravemente diezmado y, mientras nosotros recibimos aquí los mejores cuidados, allá fuera ellos no tienen nada que echarse a la boca.

Cuando me levanté a la mañana siguiente y subí a la muralla de la ciudad, tuve una sensación bastante derrotista: César no se había marchado durante la noche. No, sus zapadores excavaban fosos alrededor de toda la ciudad. Bajo la dirección de Mamurra construían un anillo fortificado de doce millas. ¡Era increíble, pero ese Julio había logrado encerrarnos! La ciudad estaba rodeada de un anillo de fosos, murallas, empalizadas y torres. De pronto eran los celtas quienes se hallaban en la trampa. Vercingetórix reaccionó deprisa, enviando el grueso de su caballería fuera de la ciudad, pues de nada servirían allí; al contrario, cuantas menos bocas hubiera que alimentar más durarían nuestras provisiones. Vercingetórix dio orden de reclutar un segundo ejército por toda la Galia y dirigirse a Alesia. Allí se decidiría el destino del pueblo celta de la Galia.

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