* * *
Una tarde se presentó ante mi tienda. Fue una de esas tardes que no se olvidan en toda la vida. Wanda estaba en la cama; hacía días que no hablaba y la fiebre que se le declarara de pronto había vuelto a remitir. Crixo me informó en voz baja de la visita del procónsul; se había acostumbrado a cuchichear para no despertar a Wanda. No sé por qué querría César visitar a Wanda, si era una esclava. Su visita tampoco duró mucho. Se puso junto a su cama y la contempló. Después le tocó el brazo. Wanda abrió los ojos y se espantó. Creo que César también debió de verle el temor en la mirada, pues le deseó en voz baja una pronta recuperación y volvió a la antesala. Me echó el brazo amistosamente sobre los hombros y me ofreció su ayuda.
—Aunque me parece —dijo sonriendo— que el druida de César será el mejor
medicus
para Wanda.
No sé cómo lo experimentan otras personas, pero siempre hay instantes en los que uno siente que ha vivido un momento histórico. No tienen por qué ser grandes momentos. A veces no es más que una mirada; por ejemplo, la de Wanda cuando César estaba delante de ella.
Aquella noche me quedé largo rato despierto. Con aquel genocidio César no sólo había encolerizado a numerosos senadores romanos, también había ahuyentado a muchos amigos. Conmigo se siguió comportando como si nada hubiera ocurrido, como si quisiera probar que nada iba a perjudicar jamás nuestra relación. Con todo, yo albergaba sentimientos contradictorios, cambios abruptos y tempestuosos que me llevaban de la repugnancia a la admiración. De noche podía irme a la cama de mal humor y arrepentirme de haber ingresado en la legión, para, a la mañana siguiente, dar las gracias a los dioses por ser el druida de César. Desde luego, algo tenía que agradecerle a la legión décima: haberme liberado de las garras de Creto. Lo cierto es que tenía una gran deuda con ella. ¡Pero la legión no era César! Y el vergonzoso genocidio de César atentaba contra todos los valores que son importantes para los celtas: honor, gloria y valentía. Para las argucias y los embustes no guardábamos más que el mayor de los desprecios. Esas victorias no cuentan. ¡Ni tampoco para los dioses! ¿Y acaso todo nuestro afán no se centra en el intento de agradar a los dioses? Resultaba incomprensible que los dioses siguieran favoreciendo a alguien como Cayo Julio César, y es que los dioses nunca son justos.
* * *
Los dioses no me asistieron cuando intentaba sanar a Wanda con nuevas infusiones. Una de las mayores tragedias de algunos druidas es no poder curar precisamente a los que más aman. Lo cierto es que no creo que Wanda estuviera enferma de verdad, ya que la fiebre había remitido deprisa. Con todo, algo la corroía. Como en la tercera guardia nocturna seguía sin dormirme, pedí a Crixo que me trajera vino diluido. En algún momento me quedé dormido y soñé con imágenes confusas que no dejaban de repetirse. Algo me despertó. ¿Era un sueño, un grito, una mano? Agucé el oído. Afuera oí que unos hombres hablaban agitados. Por instinto deslicé la mano hacia Wanda, y me encontré con el vacío. Me estiré pero no hallé su cuerpo. Entonces Crixo entró con una lámpara de aceite en la parte trasera de la tienda, y a la luz titilante comprobé que la cama de mi lado estaba vacía.
—Amo —balbució Crixo—, creo que ha sucedido algo horrible.
Me levanté de un salto y salí cojeando de la tienda. Ya conocía todas las irregularidades del terreno. Sin embargo, me topé con una docena de pretorianos que me detuvieron con los
gladii
empuñados.
—No te muevas, druida —amenazó un oficial.
Entonces oí de pronto el grito de una mujer. ¡Era Wanda! De forma instintiva di un paso hacia delante, y en ese mismo instante los pretorianos cayeron sobre mí y me agarraron de los dos hombros. Uno me puso una soga al cuello, introdujo un pedazo de madera entre la nuca y la cuerda y le dio vueltas hasta casi dejarme sin respiración. Crixo se apresuró a correr en mi auxilio, pero una docena de
pila
le rozaban ya la piel desnuda. Me miró indefenso.
Los pretorianos me llevaron a la tienda de César. La cortina del dormitorio estaba del todo descorrida. Allí vi a Wanda, arrodillada; le habían atado los brazos a la espalda con gruesas sogas. Junto a ella había un cuchillo embadurnado de sangre, mi cuchillo ceremonial, el cuchillo sagrado de druida con empuñadura de bronce que representaba a un celta sin brazos ni piernas.
César estaba erguido delante de Wanda. La expresión de su rostro era amarga y dura. A su alrededor había un ejército de oficiales que empuñaban los
gladii
. Los ahuyentó haciendo un movimiento con el brazo.
—¡Soltad al druida!
Los pretorianos obedecieron y caí al suelo. Me puse de nuevo en pie con cierta dificultad.
—¿Qué ha sucedido, Wanda?
—Ha intentado matar al procónsul —respondió Rusticano, que dio un paso al frente entre los oficiales—. Mañana morirá en la cruz.
—Según la ley también puedes sacrificar a tu esclavo Crixo —informó Trebacio Testa.
Agité la cabeza sin acabar de dar crédito a todo aquello.
—¡No, Wanda! ¿Por qué lo has hecho?
Wanda levantó la vista hacia mí; tenía el rostro cubierto de lágrimas y sangre.
—Él ha exterminado a mi pueblo —sollozó—. No había más remedio.
Quería arrodillarme y estrecharla entre mis brazos, pero los pretorianos se interpusieron. Indefenso, contemplé a César y supliqué:
—César, no es mi esclava, sino mi esposa.
Rusticano sacudió la cabeza.
—No, druida. Si lo fuera no estaría en el campamento. He oído que es tu pierna izquierda y, por tanto, tu esclava. Y las esclavas deben morir cuando…
—¡No, César! Has exterminado a su pueblo. ¡Déjala con vida al menos a ella!
César me dio la espalda. Parecía decepcionado, y de pronto gritó:
—¿Acaso es la vida de tu esclava más importante que la integridad del procónsul?
Vi que estaba ileso.
—Sé —repliqué sopesando con cuidado cada palabra— que estás bajo la protección de los dioses todopoderosos. Aquí, en la Galia, permanecerás incólume, César.
De pronto reinó un silencio fantasmal y todas las miradas se clavaron en mí. Busqué con desespero una salida. César parecía hallarse extrañamente conmovido; me miraba de hito en hito con sus grandes ojos negros y me obligaba a seguir hablando. Para ser reconocido como profeta, en principio basta con profetizarle a alguien algo bueno; no obstante, esa noche yo hablaba en serio, convencido de no equivocarme. Se trataba de la misma sensación que experimentara la noche en que murió Fumix.
—Morirás a manos de un romano, César, no aquí y no ahora, sino en Roma. Morirás siendo dios, César.
César sonrió con vaguedad, satisfecho de que yo profetizara su incolumidad en la Galia. Lo que sucediera un día en Roma no le preocupaba.
—¡César! ¡Concédele la vida igual que los dioses inmortales te la han concedido a ti esta noche!
—Debemos matarla, César. ¡Ten en cuenta a los legionarios! ¿Qué pensarán si oyen que una esclava germana ha penetrado en tu tienda y no recibe…
—No oirán nada —lo interrumpió César, calmo—. No oirán nada en absoluto. —Entonces señaló a Wanda, sin mirarla—. Lleváosla de aquí, vendedla al primer traficante de esclavos y arrojad el dinero al río. —Luego César se volvió con brusquedad hacia mí y bramó—: ¡Ya me imploraste en una ocasión que le salvara la vida a un esclavo! Esta vez hago concesiones porque ha sido mi propia vida la que estaba en peligro, pero si tu esclava hubiese atacado a alguno de mis legionarios, sería crucificada esta misma noche. Ve, druida, y no vuelvas hasta que no te llame.
—¡Wanda! —vociferé con desespero mientras intentaba zafarme de las fuertes manos que me obligaban a permanecer de rodillas.
—¡Corisio! —gimoteó apenas Wanda mientras se la llevaban.
Le mordí la mano al pretoriano que me tapaba la boca y grité:
—¡Wanda! ¡Volveremos a vernos!
Sólo llegué a escuchar cómo ahogaban su débil «¡Corisio!».
Poco después, tras sacar a Wanda del campamento, los pretorianos me llevaron de vuelta a mi tienda. Dos centinelas se quedaron montando guardia. Crixo había desaparecido. ¿Habría huido o yacía muerto de una paliza en la oscuridad? Me desplomé sobre mis cajas de ámbar y reñí con los dioses. Me vinieron a la memoria todas esas cosas que hacía tiempo que quería decirle a Wanda. Pero ella no estaba y maldije a los dioses por haberme dado una pierna izquierda agarrotada. Le había gritado a Wanda que volveríamos a vernos, pero ya no estaba seguro de ello. Yo no era más que un pequeño e insignificante celta rauraco al que gustaba dárselas de druida y que también había sufrido un rotundo fracaso como mercader. ¿Para qué me habían enviado los dioses a Wanda? ¿Para poder arrebatármela después? ¿Podía ser la suerte transitoria también un castigo de los dioses? ¿Pero por qué querrían castigarme?
Al alba, más o menos al final de la cuarta guardia nocturna, Crixo regresó a la tienda. Entró de inmediato en el dormitorio y se arrodilló frente a las cajas de ámbar.
—¡Amo! —cuchicheó—. ¡Han vendido a Wanda a un traficante de esclavos de Massilia!
Me desperté al instante.
—¿Lo conoces? ¿Lo reconocerías?
—No —dijo Crixo—. Pero he hablado con él. Le he dicho que cuidara bien de ella porque mi amo quería comprarla; que un día iría a Massilia, dentro de un par de años.
—Coge las tres cajas de ámbar, Crixo, y síguelo a caballo. Cómprale a Wanda. Debe ser libre. ¿Me oyes?
Crixo me miraba lleno de dudas.
—Pero, amo, sabes que no puedes abandonar el ejército romano antes de la expiración de tu contrato. ¡A los desertores les espera la muerte!
Asentí con impaciencia. De hecho no hacía más que pensar cómo podía seguir a Wanda para salvarla. Maldije mi pierna izquierda como jamás hiciera antes.
Crixo me agarró del brazo y me miró con insistencia.
—¡Amo! No puedes hacerle eso a Wanda. ¡Imagínate que ella es libre y tú mueres en la cruz! ¡Tendrás que esperar, amo!
Asentí; eso era justo lo que no quería escuchar. Pero Crixo no me soltaba.
—Amo, hay esclavos que huyen en la Galia y los vuelven a capturar en Egipto. A veces Roma quiere dar ejemplo. ¡Y a ti, amo, a ti te perseguirían hasta en el otro mundo!
—Sí —murmuré—. Seguramente tienes razón, Crixo. Tendré que aprender a esperar. Pero ahora vete. ¡Toma las cajas de ámbar y parte a caballo!
Poco después, Crixo cargó dos burros con las tres cajas y salió del campamento. Les dijo a los centinelas de la puerta que tenía que hacer unos negocios en el mercado para su amo. Eso no era nada raro ni estaba prohibido.
* * *
Pasaron las semanas y Crixo no regresaba. Yo intenté arreglármelas como podía sin esclavos. Había vuelto a retomar el trabajo en el secretariado, pero no me había encontrado otra vez cara a cara con César desde el incidente nocturno. Aulo Hircio estaba casi siempre callado; ya sólo hablaba muy poco conmigo. Pero no me recriminaba nada. Creo que lo sucedido aquella noche le había impresionado. Se limitaba a compartir mi destino en silencio. A veces, tras copiar instrucciones y cartas durante horas, levantaba un momento la vista, sonreía con afabilidad y volvía a meter el cálamo en el tintero. Cayo Oppio rara vez estaba en la secretaría, y actuaba como si nada hubiera sucedido.
De vez en cuando nos visitaba Mamurra, el tesorero privado de César y magnífico constructor. Necesitaba una barbaridad de papiro y tinta. Se le había metido en la cabeza construir un puente sobre el Rin; cruzarlo con barcos podía acabar fácilmente en un desastre. Sin embargo, su intención no era alcanzar la orilla derecha, sino pasar a la historia con su puente sobre el Rin como el más genial constructor de todos los tiempos. César, por supuesto, estaba a favor de todo lo que sentara nuevas bases: un puente sobre el Rin acrecentaría su gloria e impresionaría a los suevos mucho más que cien batallas ganadas, ya que si lograba construir ese puente en poco tiempo todos los germanos sabrían que a partir de entonces se hallarían siempre a merced del águila romana.
Mamurra, no obstante, se interesaba poco por la política. Su vida giraba en torno a la arquitectura, las construcciones mecánicas, las construcciones ofensivas móviles. Cada nuevo problema parecía constituir para él una diversión, y lo afrontaba con un vaso de cécubo en la mano. Y bebía mucho, a ser posible en nuestra compañía. Allí se sentía a gusto, incluso cuando se sentaba aparte a meditar sobre sus planos, en su propia mesa, y mandaba que le sirvieran toda clase de exquisiteces culinarias.
—Vended vuestro oro e invertid en fábricas —decía a veces.
Analizaba los mercados financieros como bocetos arquitectónicos y estaba convencido de que durante los próximos años el precio del oro en Roma se vendría abajo. Su convencimiento se basaba en la suposición de que César saquearía toda la Galia en los años siguientes. Él mismo invirtió su dinero en astilleros, viñedos y tierras. No obstante, aquellos días su mente estaba en el Rin, ancho y profundo, y con un gran desnivel.
—Absolutamente inapropiado para la construcción de un puente —celebraba con júbilo Mamurra.
Le encantaban semejantes retos y se devanaba el cerebro largo tiempo antes de ponerse manos a la obra. Haría clavar en el cauce del río dos vigas puntiagudas apuntando a contracorriente para luego unirlas con travesaños. Enfrente, río arriba, clavaría otro caballete del puente en el cauce del río. Éste, no obstante, apuntando en el sentido de la corriente. Sobre esos caballetes se construiría después la pasarela, hecha de tablones de madera tendidos en forma de cruz. Mientras los rompeolas antepuestos en el cauce del río impedirían que los objetos flotantes dañaran los caballetes, la presión de la corriente lograría mantener la estructura en pie. ¡Genial! Debo reconocer que incluso yo estaba entusiasmado con la obra. Sin embargo, ¿funcionaría también en la práctica?
Sólo diez días después de que se talara el primer árbol, César marchó a través del primer puente firme sobre el Rin. Tenía unos treinta pies de ancho y más de dos estadios de largo. Los germanos de la otra orilla del río pensaron que era cosa de hechicería y se dispersaron, despavoridos.
César marchó sobre la región de los sugambros porque se habían negado a entregar a los pocos usipetes y tencteros que habían escapado del genocidio. Dieciocho días permanecimos en la otra orilla; a los legionarios se les permitieron saqueos y pillajes. De todas partes llegaban emisarios germanos que le ofrecían a César su más sumisa amistad. Sólo los suevos se mantuvieron alejados. Preparaban ya un gran ejército para la última y decisiva batalla, puesto que temieron que César pretendía conquistar toda la Germania libre. No obstante, tras dieciocho días César ordenó retroceder de improviso y echar abajo el puente. Algunos rumoreaban que se había acobardado ante los germanos suevos, otros que ya había conseguido lo que quería, o sea, exhibir ante los germanos la técnica superior del Imperio romano. Roma prorrumpió en auténticos estallidos de entusiasmo. Se hablaba de una obra maravillosa que superaba todas las expectativas, de una proeza que nadie antes que César había conseguido. Se hablaba de César, no de Mamurra. Por primera vez en la historia de la República, una legión romana había pisado el suelo de la salvaje y libre Germania a la derecha del Rin. A partir de ese momento el Rin pasó a ser la frontera definitiva del Imperio romano, una frontera segura.