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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

El druida del César (62 page)

BOOK: El druida del César
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El guardia personal ilirio de Creto me acompañó al bosque. Le ordené que me esperara en la linde. El pobre hombre no sabía qué hacer. Sin embargo, le hablé como un amo a su esclavo; siempre me asombra lo eficaz que resulta este método y lo pequeños que se hacen algunos hombres a los que los dioses han concedido un cuerpo de héroe.

Entré solo al bosque, cojeando. Todavía oía la alegre risa de las esclavas nubias y disfrutaba de tener el cuerpo limpio. Encontré muy pronto las plantas que buscaba. No se me había olvidado nada. Interpreté como una buena señal hallar también verbena en esa época del año. Casi me caigo sobre ella. La verbena es muy poderosa. Veruclecio me había hablado mucho al respecto en el viaje hacia Genava. La verbena es tan poderosa que ya ha esclavizado a algunos druidas. Cogí también licopodio, con los pies descalzos y con la mano derecha, la única forma en que se pueden apresar sus poderes misteriosos; si se coge con la siniestra, se eligen los misterios y los mundos tenebrosos que rodean al más allá. No obstante, de pronto tiré las hojas que había recogido con la mano derecha y volví a arrancar hojas de licopodio de su tallo, esta vez con la izquierda.

Antes de beberse la decocción, Creto ordenó al forzudo Ilirio que me matara en caso de que él falleciera a causa del preparado. No pude evitar reírme, pues en realidad no pensaba más que en convertirme en el administrador de una viña.

* * *

La viña de Creto estaba en la costa, en dirección a Hispania. Los vientos que soplan desde el mar son frescos y nuevos, el clima es bondadoso con las gentes y la tierra es sana y muy fértil. La propiedad de Creto estaba rodeada de viñedos y unos interminables muros blancos con adobes rojizos cercaban el terreno, su villa personal, la casa del administrador y de los trabajadores, las bodegas y los almacenes. Era otoño y los esclavos pisoteaban descalzos la uva recién cosechada en grandes tinas de piedra para exprimir el zumo.

La vida en el campo era muchísimo más agradable. La gente era más sana y más feliz, se reía más. Creto no quiso despedir a su administrador; quizá no era cierta la acusación de que acosaba a las esclavas. En cualquier caso, propuso convertirme en la mano derecha del administrador; en primer lugar tenía que aprender el oficio. Después elogió abiertamente al administrador por el trabajo que había realizado y dijo que se había ganado con honradez recibir la libertad. En adelante yo sería responsable de los asuntos financieros y administrativos. De ese modo, el administrador podía dedicarse más a la parte práctica del negocio. Creo que algunos se rieron al oír eso.

En el año del consulado de Marco Claudio Marcelo oí de boca de un mercader ambulante que en Roma se habían publicado los siete libros de César sobre la guerra de la Galia. Toda Roma estaba entusiasmada, o casi toda. Catón declaró concluida la guerra gala y exigió licenciar al ejército victorioso. Algunos exigían licenciar a César. Otros recordaron que ya era hora de investigar los delitos del general antes de la aventura gala. Y aquellos que habían sacado poco provecho de la guerra privada de César reclamaban que se pusieran también sobre la mesa las infracciones que cometiera en territorio galo. De modo que querían quitarle sus tropas, levantarle la inmunidad y procesarlo, en definitiva llevarlo a la ruina política. Al escuchar esas historias comprendí enseguida que César jamás lo permitiría. Cometería injusticias nuevas para así rehuir el castigo por las viejas injusticias, aunque tuviera que acabar con la República Romana.

En la primavera del año siguiente, Creto volvió a sufrir dolor de muelas y me hizo acudir a su casa de la ciudad. Le preparé la decocción y le libré de los dolores en poco tiempo. No obstante, me pareció ver que había aparecido pus bajo las encías. Eso era peligroso. Le di más decocción y con un escalpelo endurecido al fuego corté la hinchada bolsa de pus. El dolor desapareció tras un tratamiento de varios días. Creto tardó casi dos semanas en estar libre de padecimientos. En el fondo no tuve más que mitigarle los dolores hasta que la muela pereció. A mí me daba igual si en el tratamiento perdía la muela o la vida. La soledad y las privaciones me habían endurecido y amargado, y apenas pasaba aún una sola noche en que no viera en sueños aquel barco que levó anclas en el puerto de Massilia para recorrer la costa en dirección a Ostia. Aún veo el cielo grisáceo y oigo la lluvia golpear las olas ondulantes.

Acababa de regresar a la viña cuando Creto volvió a llamarme. Llegué de nuevo a Massilia de madrugada. Creto estaba tumbado en su comedor e hizo servir un desayuno abundante: huevos cocinados de todas las maneras, pan del día, queso y salchichas ahumadas. Ordenó que no lo molestaran mientras comía. Ni siquiera se le ocurrió invitarme a la mesa.

—Corisio, desde que te ocupas de las finanzas de mi viña, da más beneficios. He comparado las cifras mensuales con las ganancias del año pasado. ¿De dónde sacamos más beneficios?

—De mí —dije con descaro—. No ganas un solo sestercio más, pero ya no se malversa nada. ¡Si un liberto quiere vino, debe pagarlo!

Creto sonrió y me pidió que le preparase una decocción.

—¿Vuelves a tener dolores? —pregunté.

—No, Corisio, pero aun así quiero que me prepares esa decocción divina.

Admito sin reservas que aquello me pareció algo extraño. En especial porque de pronto calificaba de «divina» la decocción. Pero no quería negarme a la petición de Creto.

—¿Me darás por ello la libertad? —pregunté sin rodeos.

Creto acababa de morder un huevo duro. Alzó la vista despacio y sacudió la cabeza. Después me explicó cómo había salido del campamento romano sobre aquel burro hirsuto y cuan duros habían sido el invierno y el regreso a Massilia. Sólo una idea le había dado fuerzas para aguantar. ¡La idea de la venganza!

—¡Quiero ver a Wanda! —exclamé con rudeza.

Creto me tiró el huevo y bramó que no debía hablar si no me lo pedía y que además tenía que prepararle ya la decocción.

Procedí tal como me había ordenado, y añadí también más cantidad de hierbas de las sombras. Tienen la propiedad de arrojar sombras sobre lo existente y liberar lo inexistente, y entonces resplandecen como un millar de soles, alegran el corazón y acercan a uno a los dioses. Si ya se ha disfrutado varias veces de ellas, cada vez se oye más a menudo la llamada de los dioses para volver a intentarlo. Son esas hierbas las que abren la mirada al futuro y han esclavizado a algunos druidas, pues lo que las hierbas hacen visible es más bello que lo existente. Preparé la decocción y regresé a la viña de la costa.

* * *

Al día siguiente Creto se presentó en los viñedos con una gran comitiva. No me sorprendió demasiado. Despidió al hasta entonces administrador y me traspasó a mí todos los deberes de éste. Después hizo que le prepararan sus aposentos y por la tarde volvió a pedirme las lágrimas divinas, como había llegado a llamar a mi decocción contra el dolor de muelas. Le pedí que pagara por ella. ¿De qué otro modo iba a reunir los cuatrocientos mil sestercios que necesitaba para mi liberación? Creto me tiró con ira un denario de plata a los pies. ¡A pesar de que era su esclavo, él esperaba que le manifestase el afecto y la generosidad de un liberto!

El griego pasaba la mayor parte del día en uno de los numerosos jardines separados del resto de la propiedad por altos muros blancos. Cada tarde, poco antes del ocaso, me hacía llamar. Observé que comía menos y que ya no se movía mucho; incluso dejó de cortarse el pelo y la barba. Cada vez hablaba más de cosas que antes le habían sido ajenas.

—¿Crees, druida, que nuestro destino está influido por el curso de los astros divinos?

—No lo sé, Creto. Creo que el que mañana me des la libertad depende por completo de tu poder personal.

Creto sonrió. El trato con sus esclavos había cambiado; era agradable y dulce. Cada vez más a menudo buscaba conversar conmigo por las tardes. También se tumbaba en su jardín y se dejaba hechizar por la melodía de la flauta que tocaba una joven esclava griega. De repente adoraba la música y, con el tiempo, llegó a gustarle comenzar también las mañanas con las lágrimas de los dioses y escuchar la flauta o el arpa por las tardes en el jardín. A veces sus esclavos tenían que llevarlo con las flautistas al mar, donde bebía mi decocción con una ceremonia grotesca. Una noche me confesó que estaba cerca de los dioses, que cada vez sentía su presencia más a menudo y que lo aburría lo terrenal.

—¿Cómo puede pasarse una persona toda su vida terrena persiguiendo sestercios de un lado para otro?

Lo secundé, lo cual viniendo de alguien que debía conseguir cuatrocientos mil sestercios para ser libre, desde luego, era pura hipocresía. No sé qué le sucedió a Creto, pero de pronto me abrazó y me dijo que debíamos olvidar nuestras querellas y ser amigos.

—Sí, Creto —secundé—, eso deberíamos hacer. Y yo siempre te serviré como un esclavo. Pero siendo un hombre libre.

Creto no respondió. Quizá tenía miedo de perderme. En cualquier caso, decupliqué el precio de la decocción. Airado, agarró una manzana pero la lanzó muy lejos de mí. La decocción le había fatigado la vista; cada ojo miraba en una dirección diferente. No sé si él era consciente de lo que le sucedía. Recogí la manzana y la lancé con tino de nuevo al frutero. Entonces repetí mi demanda. Le dije a la cara, con frialdad, que yo era hombre de negocios. Me lo había enseñado en Genava un mercader que afirmaba ser amigo de mi tío Celtilo.

* * *

En la primavera del año siguiente supimos por unos mercaderes que César seguía negándose a licenciar a su ejército. La situación se había tornado dramática: Roma o César. El general terminó por pasar el Rubicón con su ejército y se convirtió definitivamente en un transgresor. Ningún general podía pasar con su ejército ese río; semejante acto se veía como una amenaza a la capital. ¡Tan nimia era la confianza que Roma les tenía a sus generales! César, como siempre, se lo jugaba todo a una carta: muerte o victoria. Roma se arremolinaba en torno a Pompeyo. La guerra civil había estallado.

En Massilia eso no nos afectaba. De todos modos apoyábamos a Pompeyo; no en vano había concedido Massilia asilo a todos los enemigos de César durante los últimos diez años. Yo ganaba dinero con mi decocción y dirigía a conciencia los negocios de Creto. En la granja había llegado a cosechar un par de amistades entre funcionarios de la administración que eran mis subordinados, pero también entre los trabajadores y las esclavas. Éramos amables unos con otros, hablábamos de trivialidades y luego nos íbamos a dormir; a veces dormía conmigo una esclava. Yo habría preferido la secretaría de Creto en la ciudad, aunque sólo fuera por aquel genial mapa del Mediterráneo. Seguro que en Massilia no había muchos ciudadanos que poseyeran algo así.

Con Creto las cosas se fueron poniendo difíciles. Apenas le quedaban ganas de ocuparse de las cuestiones comerciales, de tomar decisiones. Siempre había que acertar el momento adecuado para hablar con él, empeñado como estaba en abandonarse a sus abstrusas fantasías. Una noche me hizo levantar de la cama. No se encontraba bien y me reprochó que mi brebaje ya no surtía el mismo efecto. Tenía que prepararle uno más fuerte.

Yo estaba de mal humor porque había soñado con Wanda. Sin pensarlo mucho, le di al griego un cuenco de agua y dije:

—Una vez te prometí que sería tu servidor, Creto. Pero como hombre libre. ¡Por propia voluntad! ¡La próxima decocción cuesta cuatrocientos mil sestercios y la libertad!

Creto bebió un trago y lo escupió con asco.

—¡Pero si es agua! ¡Estafador!

Estaba furioso y me amenazó con el látigo.

—Haz que me maten, Creto —me burlé—. Los celtas no tememos a la muerte. Pero tú, Creto, ¡tú temerás los días sin tu druida! ¡Es una promesa de los dioses!

Creto bramó que desapareciera para siempre de su vista. Por la mañana haría que me fustigaran en público. No obstante, al alba volvió a llamarme otra vez. Estaba llorando y le temblaba todo el cuerpo. Frías perlas de sudor le salpicaban la frente. Estaba helado. Dijo que necesitaba enseguida la decocción.

—¡Ya lo sé, Creto! ¡Has sentido la cercanía del divino sol! Sin él te congelarás. ¡Y yo soy el único que puede ayudarte! ¡Pero libérame si quieres que yo te libere a ti de tu suplicio! ¡Si insistes en que sea tu esclavo, desde hoy también tú serás esclavo mío, Creto! ¡La decocción por la libertad!

—Serás libre —masculló Creto—. ¡Pero no me dejes en la estacada!

De inmediato mandé emisarios y dispuse que al día siguiente acudieran Milón y el juez. Hacía tiempo que estaba acostumbrado a dirigir la hacienda a voluntad, y sin una sola protesta de Creto. A pesar de que aún era esclavo, el personal me había aceptado de hecho como amo de las viñas.

A Creto todo aquello le pareció que iba demasiado rápido; se sentía avasallado. Volvía a tenerlo en vilo. Había preparado un contrato en el que no sólo me otorgaba la libertad, sino que me hacía partícipe de sus empresas. Al fin éramos socios y, en caso de fallecimiento, uno heredaría la parte del otro. Sin duda, eso era demasiado para él.

—Puedes pensar lo que quieras —le dije—. Lo único importante es que firmes.

—Has cambiado —masculló—. Aún recuerdo que de pequeño…

—¡Ahora soy hombre de negocios, Creto! He aprendido de ti. Tienes que firmar aquí.

Creto vaciló. Quizá sentía que aquélla era la última posibilidad de volver a tomar las riendas. Pero como hacía seis horas que no bebía decocción, la bestia de su interior había despertado de nuevo y él temblaba como un niño en estado febril. Sus movimientos eran nerviosos, vagaba por los jardines como un animal moribundo y maldecía el día en que visitó por primera vez aquella granja rauraca. Al fin entró en la casa y firmó el documento de mi liberación. Entonces le di la decocción y le ordené a su esclava particular que le cortara el pelo y le arreglara la barba. Creto fue lavado y vestido. Cuando llegaron el juez y Milón, era la viva imagen de la apacibilidad. Hablaba de la luz del entendimiento y de que se había deslumbrado con los metales centelleantes. Su vida pertenecería desde entonces a los dioses y sólo deseaba pasar sus días en las bellas costas.

A partir de ese día, Creto huía cada vez más a menudo a su mundo imaginario. Embriagado de setas y hierbas sagradas pasaba día y noche tumbado en un dormitorio oscuro mientras escuchaba con atención ciertos sonidos y voces. Empleé a un diestro esclavo íbero como nuevo administrador y me acomodé en la villa urbana de Creto. Dirigir una viña está muy bien, pero yo quería dirigir un imperio. Dos veces al día mandaba a un esclavo a caballo con la decocción de los dioses, y numerosas eran las cartas que enviaba a Roma mediante los mensajeros de Milón. Wanda y Basilo tenían que saber que era libre. Pero transcurrieron los meses, llegó el invierno y no llegaban noticias de Wanda.

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