Un esclavo alóbroge salió de entre los setos cortados en forma de columnas a izquierda y derecha del portal principal y preguntó qué deseábamos.
—Queremos hablar con Wanda, la esclava germana —espeté.
El esclavo pareció sorprenderse. Nos pidió que esperásemos mientras él iba a buscarla. «¡Oh, dioses —pensé—, os ofrendaré cargamentos de barcos enteros si de verdad Wanda aparece ante mí en pocos instantes!» Se me había metido en la cabeza escapar con ella de inmediato. Sin embargo tenía que contar con las extrañas leyes de Massilia. Tendría que comprar su libertad, en una transacción correcta. Me volvía loco el hecho de pensar que quizá tuviera que negociar el precio de Wanda… ¡y que Creto me dijera con una sonrisa de suficiencia que mi dinero no bastaba!
—Te esperaba, Corisio.
Del susto casi pierdo el equilibrio.
Creto estaba ante mí, más bajo y rechoncho de como lo recordaba. Me contemplaba con mucha calma, con esos ojos enrojecidos por el vino.
—Ha pasado mucho tiempo, pero sabía que un día vendrías.
La serenidad de Creto tenía algo inquietante, algo amenazador. Entonces se me acercó despacio y me abrazó sin sentimiento alguno. Al instante me arrepentí de no haber enviado solo a Basilo.
Nos hizo pasar a su villa a Basilo y a mí. Un imponente esclavo nos seguía con discreción; era joven y musculoso, a buen seguro de Iliria. En el cinto llevaba el puñal curvo de un auriga, que sirve para cortar las riendas que rodean el cuerpo cuando la cuadriga se viene abajo y el atleta es arrastrado por los caballos que siguen la carrera sobre la arena dura. Creto nos ofreció asiento en el atrio. El amplio vestíbulo estaba agradablemente fresco. Los artísticos murales mostraban escenas de luchas de gladiadores, carreras de cuadrigas y cacerías; también los mosaicos del suelo representaban escenas semejantes. Se notaba que Creto era un gran admirador de los juegos públicos y no me cupo duda de que aprovechaba la posibilidad de participar en los juegos de Roma como ciudadano de Massilia.
—Bien —comenzó a decir el griego entre dientes mientras dos esclavas nubias traían pan galo y un vino blanco griego enfriado con nieve—, ¿qué puedo hacer por ti, Corisio?
—Estoy aquí para hacerte una oferta —comencé, con cierta dificultad—. A fin de cuentas eres hombre de negocios, Creto.
Quise evocar los viejos tiempos, imponerle una obligación moral, pero la única imagen de los viejos tiempos que me vino a la cabeza era la del Creto humillado, saliendo del campamento romano al alba como un perro apaleado.
Creto no me lo ponía fácil. Era muy consciente de por qué estaba yo allí, y que casi no podía soportar estar sentado en el atrio mientras sabía que en alguna sala de esa villa se encontraba Wanda. ¡Mi Wanda!
—Estoy aquí para comprarte a la esclava Wanda —dije al fin.
Creto asintió con mesura y frunció los labios. Maldita sea, podría haberme confirmado de una vez que Wanda vivía, que estaba allí, pero se limitó a asentir mientras cogía su vaso de vino para hundir dos dedos en él y salpicar un par de gotas al aire en agradecimiento a los dioses. Hice lo mismo que él y en secreto le pedí a toda la horda de allá arriba que se pusiera de nuevo manos a la obra.
—Wanda es una esclava estupenda. Es cariñosa…
Creto esbozó una amplia sonrisa. Me habría encantado clavarle un cuchillo en el pecho. Vi que había perdido más dientes. Se acarició las mejillas meditabundo y luego masculló:
—He invertido mucho en su educación.
Saqué mi bolsa de cuero con impaciencia y deposité cinco piezas de oro en la bandeja de plata que se hallaba sobre un trípode de hierro.
—No tengo intención de vender a Wanda —dijo Creto riendo—. Sólo quería decirte lo mucho que aprecio a esa esclava germana. Tiene unos pechos firmes y maravillosos. ¿Lo sabías?
Furioso, arroje la bolsa de cuero sobre la mesa. Creto alzó al instante la diestra en el aire y atrapó el pesado saco.
—¡Sabes que amo a Wanda! Estoy aquí para comprártela. Puedes exigir lo que quieras. ¡Lo tendrás! ¡Pero deja ya este espantoso juego!
El semblante de Creto se ensombreció. Me tiró la bolsa de cuero.
—Ya tengo bastante dinero, Corisio.
—¡Pues tómame a mí! —exclamó Basilo, levantándose de un salto con tal rapidez que hasta el esclavo ilirio saltó ante su amo para protegerlo—. Soy un guerrero. Puedo luchar como gladiador y conseguirte numerosas victorias. También puedo montar y llevar tus caballos a la marcha triunfal de Roma. No sólo te daré dinero; te daré más. ¡Te daré gloria!
Creto sonrió con cansancio y sacudió la cabeza.
—También tengo bastante de eso. Quiero al druida —dijo Creto, sin mirarme. Nos había dado la espalda sin reparos y sólo su índice señalaba hacia mi frente—. ¡Quiero ver al esclavo Corisio partiéndose el lomo en mis almacenes!
Sé que habría que aprender de los errores, pero no siempre tiene uno esa posibilidad. Las circunstancias que antaño llevaron al error vuelven a ser las mismas.
Creto bufó de satisfacción, exhibiendo un par de dientes que los dioses todavía le habían dejado. Le deseé la muerte instantánea. No obstante, no sucedió nada. En lugar de eso le hizo una señal a su guardia personal ilirio y éste corrió hacia el patio. Creto se levantó y nos dio a entender que lo siguiéramos.
En el centro del patio había un impluvio revestido de mármol claro que estaba rodeado por un colorido peristilo donde abundaba el verde. Detrás de una de cada tres columnas había una hornacina en la que se erguía una deidad de bronce.
Entonces la vi llegar. ¡Wanda! Entró al peristilo desde el jardín con una túnica azul claro y se quedó clavada por un instante. Estaba aún más bella de lo que yo recordaba. Ya sé que eso se dice siempre, pero también Basilo lo notó. Ya no miraba como una esclava. Por un momento tuve la impresión de que nos habíamos convertido en extraños, Wanda y yo. Tal vez habían pasado demasiados años. A lo mejor durante todas esas noches solitarias Wanda no sólo había olvidado el dolor, sino también a mí, nuestro amor. Con todo, en ese mismo instante perdió toda la dignidad y el orgullo que acababa de exhibir y corrió hacia mí como una niña. Yo quise hacer lo mismo, pero Basilo me retuvo del brazo para que no resbalara en el suelo mojado y me cayera al impluvio. Wanda se lanzó a mis brazos. Jamás en la vida me había invadido mayor felicidad. La besé con pasión, retrocedí un poco y la así de los hombros para verla mejor, sus ojos, su sonrisa, su boca, entonces volvimos a abrazarnos y a estrecharnos mientras susurrábamos nuestros nombres en voz baja. Wanda todavía no lo sabía. Levantó un momento la vista sobre mi hombro para mirar a Creto.
—¡Gracias! —exclamó—. ¡Gracias, Creto!
No obstante, él permaneció impasible y masculló que no tenía que agradecérselo a él, sino a mí. Ése fue el momento en el que Wanda comprendió que algo iba mal: yo había dado mi vida por la suya, me había hecho siervo para liberarla a ella. Lo cierto es que prefiero no describir las escenas que siguieron. Se me hace un nudo en la garganta con sólo pensarlo. Fue como si Wanda hubiese experimentado la mayor felicidad con el inesperado reencuentro para a continuación caer en el más hondo desespero.
—Desaparece, Wanda —exclamó Creto de pronto—. Haré llamar a un juez y a un testigo. Firmaremos un contrato.
Wanda lo miró suplicante, pero Creto exclamó:
—¡Todavía eres mi esclava!
Creto debía de haberse convertido en un hombre muy importante. Pocas horas después ya había en el comedor un individuo orondo cuya toga judicial se abombaba de tal forma sobre su gigantesca barriga que había que mirarlo dos veces, porque uno creía que semejante gordura era absolutamente imposible. Tenía unos cuarenta años de edad, era hijo de alóbroge y, al igual que todos los recién llegados, parecía más massiliense que los autóctonos. Dos ujieres aguardaban mudos como estatuas junto a la entrada de la sala de los triclinios, un espacioso comedor que disponía de seis divanes y cuyas paredes estaban decoradas con motivos eróticos. El juez saludó a Creto como a un viejo amigo; por lo visto era huésped suyo con frecuencia. Preguntó de inmediato por una esclava en concreto y Creto respondió que ya había hecho preparar la sala azul. Todo estaba a su disposición.
—¿De qué se trata, Creto?
El juez se acomodó en un triclinio y cogió una uva de las que había traído una esclava. A mí se me había pasado el hambre. A pesar de que prefiero comer sentado, me tumbé también sobre un triclinio. Basilo, que había querido seguir siendo mi esclavo, permaneció de pie detrás de mí. Creto se echó sobre el triclinio de enfrente y me señaló sonriendo.
—Este joven se entrega libremente como esclavo a cambio de la libertad de Wanda, mi esclava germana.
El juez rió divertido.
—¿Es ése de veras tu deseo, galo?
Era muy propio de ese nuevo massiliense llamarme «galo» y no «celta». Ese juez era, en el fondo, la prueba viviente del genial trato que daba Roma a la población de las regiones conquistadas. Bastaba obsequiar a la nobleza local con importantes puestos políticos para hacer de ellos nuevos patriotas fervorosos. La mayoría de los pueblos nunca lo ha sabido ver y por eso siempre vuelve a perder las regiones que se anexionan y las lejanas colonias. Intenté establecer contacto visual con el huésped de Creto, dispuesto a luchar. Tal vez lograra hacer cambiar de opinión al griego.
—Sí, juez, hubiese preferido pagarle oro a Creto, pero insiste en que me convierta en su esclavo.
—Oh, pensaba que eras hombre de negocios, Creto —dijo el juez sonriendo, y miró divertido a su anfitrión.
—Una vez me juré, mientras recorría la Galia sobre una mula hirsuta, que algún día tendría a este pequeño druida como esclavo en mi secretaría. ¡He estado esperando este día! —respondió Creto en tono seco.
—Como quieras —dijo el juez mientras olfateaba de forma bien audible los aromáticos trozos de asado que las esclavas servían en bandejas de plata—. ¿Tendrá el galo la posibilidad de volver a comprar alguna vez su libertad?
—Sí —respondió Creto—. Por cinco veces el precio de un galo que sabe escribir y conoce lenguas.
El juez hizo un mohín, dando a entender que las condiciones le parecían algo severas.
—Me parece que ése es un galo muy especial —tronó una sonora voz tras nosotros.
Nos volvimos. Entre los dos lictores que seguían guardando la entrada del comedor había aparecido un hombre enorme. El extraño vestía una túnica blanca de manga corta con un refinado ribete. Los musculosos antebrazos, relucientes de aceite, habrían entusiasmado a cualquier escultor. No tenía el cuerpo de un trabajador, sino el de un atleta. También la capa roja de jinete hacía pensar en un auriga. Su paso era ligero y elástico, y calzaba botas de cuero altas. Un cinto de armas con la hebilla de plata realzaba su figura gimnástica. Llevaba el
gladius
romano a la izquierda, como los oficiales de alto rango.
—¡Milón! —gritó Creto de alegría al tiempo que alzaba su vaso—. Siéntate con nosotros.
Milón se soltó la media luna del pecho, una fíbula de oro macizo, y tiró la capa roja hacia atrás; la recogió un esclavo que había aparecido de repente. El nuevo huésped extendió los brazos con teatralidad, pletórico de energía.
—He oído que mi querido amigo Creto vuelve a necesitar un testigo para sus maldades.
Milón me cayó bien. Tenía una mirada franca y afable, y parecía decir lo que pensaba.
—Dudo que el asesino de Roma pueda ser testigo en Massilia —puntualizó con sarcasmo el juez.
Agucé el oído. ¿Milón, un asesino? Yo estaba molesto.
—Massilia me ha concedido asilo —dijo Milón con una sonrisa irónica, y le dirigió un gesto amistoso a Creto, que aceptó su agradecimiento con satisfacción—. Y si Massilia me ha concedido asilo, seguro que puedo actuar de testigo. ¡A fin de cuentas soy ciudadano romano!
—Está bien, serás testigo. —El juez se echó un pedazo de carne a la boca y se enjuagó con vino diluido—. Pero te lo advierto, Milón, si sigues reclutando gladiadores en Massilia, el consejo de la ciudad te sacará puertas afuera.
Milón rió.
—Alegraos de que haya traído un poco de vida y diversión a este nido adormilado. En Roma he ofrecido los juegos más suntuosos que jamás costeara un particular. Si organizo aquí los primeros juegos, tendré toda la costa a mis pies…
—¿No serás Annio Milón? —pregunté, incrédulo.
—Sí. ¿Sorprendido?
—Por supuesto. Yo era escriba en la secretaría de César en la Galia. Ayudé a redactar los seis primeros libros sobre la guerra gala y, como es obvio, leía toda la correspondencia de Roma.
Milón se sintió halagado.
—¿Entonces también se hablaba de mí en la lejana Galia?
—¡Sí! Decían que en enero mataste a Clodio, el perro guardián de César, en la vía Apia.
Milón asintió.
—Si hubiese matado a César, Pompeyo me habría prometido quinientos días de festejos. Sin embargo creo que Clodio fue un buen comienzo.
—¡Quiero ser auriga! —espetó de repente Basilo.
El juez ni siquiera alzó la vista.
—¿De veras es tu esclavo? —preguntó Creto, arrugando la nariz.
—¡No! —exclamé, y miré furioso a Basilo—. ¡Y me alegraría mucho que lo entendieras de una vez, Basilo! ¡Dentro de una hora yo seré un esclavo! ¿Acaso te gustaría ser el esclavo de un esclavo? —No obtuve respuesta y dirigí la vista hacia Milón, mi última esperanza—: Creto no me quiere vender a mi esclava Wanda. Sólo le concedería la libertad si yo me convierto en su esclavo.
Tenía que intentarlo. A lo mejor Milón aún podía volver las tornas.
—¿Qué tiene esa esclava germana de especial? —me preguntó Milón—. ¿Acaso es una modista sobresaliente, o una cocinera, o…?
—¡La amo! —dije, obcecado—. ¡Y Creto lo sabe!
El griego enrojeció de ira.
—¡No te sientas a mi mesa para poner a mis huéspedes en mi contra, druida! ¡Milón está aquí como testigo, no como abogado tuyo!
—¿Druida? —preguntó Milón riendo—. ¿También sabes leer el futuro?
—Sí —respondí sin inmutarme, con una voz casi tétrica—. A menudo profetizaba para César lo que sucedería en la Galia y se completaría en Roma.
De pronto todos guardaron silencio, perplejos. También Milón mostraba un serio semblante.
—¿Por qué no me vendes a mí a esa esclava germana? —preguntó a Creto.
—¡Pero si estás endeudado hasta las cejas! —se burló el griego.