—¿Tú crees? —se acaloró Milón—. ¿Cada cuánto estaba endeudado César? ¡Olvidas que soy yerno del dictador Sila! Es posible que tenga deudas, como todo honesto ciudadano romano que agasaja a Roma con grandes juegos, pero no estoy endeudado. ¡Todavía es un honor prestarme dinero! Si envío un mensajero a Pompeyo, dentro de unas semanas llegarán barcos cargados a vuestro puerto.
Creto había conseguido poner furioso a Milón. El griego dio dos palmadas y esclavas nubias medio desnudas se presentaron en el comedor para danzar alrededor de los triclinios al compás de las notas que desgranaba una flauta oriental. En las caderas lucían un cinturón de piel de leopardo del que colgaban pequeños discos de metal que tintineaban a cada movimiento y llevaban el pecho cubierto por una escotada túnica sin brazos de seda blanca que terminaba encima del ombligo; en las muñecas, que movían en círculo a uno y otro lado, portaban brazaletes metálicos de los que colgaban pequeños amuletos. No obstante, no me excitaban. Cada vez que la sombra de un esclavo pasaba por la antesala yo tenía un sobresalto. Esperaba con ansia ver a Wanda, pero era una esperanza estúpida. Evidentemente, Creto se había encargado de que ella no volviera a aparecer hasta que el contrato estuviese firmado.
Sirvieron un plato tras otro. Yo no tenía ojos para la comida ni para los provocativos movimientos de las nubias. El juez se cosquilleó el paladar con una pluma de avestruz y vomitó en una fuente que le sostenía un solícito esclavo; después se enjuagó la boca con un vaso de vino, lo escupió y siguió engullendo.
Creto quería entrar en materia.
—Amigos —comenzó—, en el contrato debe constar que el druida Corisio se entrega libremente como esclavo y que será propiedad mía, y que yo le doy a cambio la libertad de la esclava germana Wanda. Ninguna de las partes le deberá después nada a la otra.
El juez asintió.
—¿Tendrá el druida la posibilidad de comprar su libertad al término de un plazo?
—Por cuatrocientos mil sestercios, ¡pero no hasta dentro de siete años!
El buen humor de Milón se esfumó y miró a Creto estupefacto. Este evitó su mirada, clavando sus ojos en mí cuando dijo con frialdad:
—Acepta mi oferta o recházala.
—Yo la rechazaría, amigo mío —dijo Milón con expresión compasiva—. Verás, druida, aunque esa esclava germana fuese la mejor auriga de la República, ¡tendría que ganar doce carreras para reunir esa suma!
—¡Lo conseguiré, Corisio! —prorrumpió de pronto Basilo, que incapaz de contenerse por más tiempo le imploró a Milón que lo formara como auriga—: Luché en Bibracte contra César, y en Alesia; era el mejor jinete de nuestra tribu… —Basilo titubeó, pero se apresuró a continuar—: En el norte de la Galia ganaba todas las carreras de carros…
Eso era una exageración. ¿Desde cuándo había carreras en el norte de la Galia? Milón asentía, sonriéndose.
—¡Lucharía como gladiador para conseguir esa cantidad! —concluyó mi buen amigo.
Milón sacudió la cabeza.
—¡Vuestro otro mundo debe de ser magnífico si te esfuerzas tanto por entrar cuanto antes en él!
De pronto Creto chilló como un loco y saltó de su triclinio. Se agarraba los carrillos sin cesar de gritar y llamó a voces al cocinero mientras abandonaba colérico el comedor. Lo oímos maldecir. Ordenó flagelar al cocinero. Al parecer se había partido o roto una muela con una piedrecilla. La atmósfera era cada vez más densa y también los huéspedes querían poner fin a todo aquello. El juez se lavó las manos en una bacía y mandó a por su escribiente. Milón estuvo de acuerdo en aceptar a Basilo en su escuela gimnástica; a Basilo y a Wanda. Creto regresó al comedor y nos invitó a pasar a la biblioteca.
Las paredes de la secretaría de Creto estaban decoradas con un magnífico mapamundi donde se veían todos los países conocidos del Mediterráneo, incluidos una parte de África y unas pequeñas islas más allá de las columnas de Hércules. Sin embargo yo no estaba allí para admirar los bosques del este, el mar del Norte o la isla britana del estaño, sino para sellar mi destino.
Firmé. Había tres ejemplares del contrato. Mis pensamientos se sucedían a una velocidad imposible. Todavía podía dejarlo todo y desaparecer para siempre de Massilia. Cuando hube firmado el tercer documento, Creto asintió de manera casi imperceptible, como si les agradeciera mi necedad a los dioses.
—Corisio —dijo en voz baja—. La noche será para Wanda y para ti, pero mañana, cuando el sol salga tras los viñedos, serás mi esclavo. De por vida.
* * *
El revoque del techo era una mezcla de polvo de mármol y tinte rojo; azul egipcio en las esquinas, una mezcla de cobre y arena. No lograba pensar en nada banal. Yacía como muerto en el lecho de amor de Creto, con Wanda entre mis brazos, mirando al techo y pensando que por la mañana perdería a Wanda para siempre. Nos estrechábamos con fuerza y callábamos. Era como si los dos temiéramos decir algo más, algo a lo que el otro pudiese dar una importancia equivocada en su recuerdo.
De modo que no dejaba de mirar el maldito techo y me esforzaba en pensar si el revoque se aplicaba ya con el color. Me habría gustado decirle lo mucho que la quería, pero no quería hacerlo más difícil. Cerré los ojos. Esa noche sería nuestro último recuerdo. Wanda lloraba en silencio. Al final se incorporó y me miró.
—Corisio —dijo con labios temblorosos—. Quiero un hijo tuyo. Crecerá en mi interior y nacerá libre, mi amado druida. Así una parte de ti siempre estará conmigo. Y será libre.
Poco antes de que el sol saliera tras los viñedos, comprendí por qué Creto nos había regalado la noche. La despedida me rompería el corazón; jamás olvidaría esa noche. Fui a sentarme con Wanda al balcón y contemplé cómo los primeros rayos de sol se posaban poco a poco sobre los mosaicos del suelo. No lloré; el odio que bullía en mi interior me mantendría con vida. Y me quedaba la satisfacción de pensar que Creto tal vez pudiera matarme a mí, pero no a mi estirpe. Esta seguiría viviendo en el seno de Wanda. Se lo debía a mi padre, el herrero Corisio.
Al oír pasos, nos abrazamos por última vez.
—Volveremos a vernos, Corisio —susurró Wanda.
—¿Acaso eres vidente? —pregunté, triste.
—Volveremos a vernos —repitió con voz más firme. Me cogió la mano y la puso sobre su abdomen—. Les diré a todos que es hijo del druida Corisio, un celta de la tribu de los rauracos.
—A lo mejor es una niña —sonreí.
—No, Corisio. ¡Cuando volvamos a vernos sabrás que tengo razón!
Se apartó, orgullosa, sin concederle a Creto la satisfacción de una despedida desgarradora. Cuando los esclavos armados de Creto abrieron la puerta de golpe, Wanda estaba en el balcón. Los esclavos me rodearon. Después Creto entró en el aposento y, sin mediar palabra, me tiró una túnica marrón a los pies.
* * *
Poco después me encontraba sentado junto con otros esclavos en una carreta de bueyes traqueteante. Apenas podía creerlo. Por fin estaba en Massilia, como siempre soñé. Había comido con ciudadanos respetados y ricos, pero en mi sueño nunca vi que no era amo, sino esclavo. Esclavo de Creto. ¡Sólo los dioses podían ser tan crueles!
* * *
La vida en el puerto era dura. Yo era responsable de la contabilidad del almacén: tenía que arreglar las formalidades con la aduana, redactar la documentación de barcos y fletes, y llevar los libros sobre entradas y ventas de mercancías. Dormía junto con docenas de esclavos en un almacén húmedo que apestaba a pescado, orines y moho. Cuando llovía, el agua goteaba entre los tablones podridos del techo sobre las mantas apestosas. Algunos, que hacía más que habitaban allí, padecían una tos perruna; otros enfermaban y morían. Cada día esperaba recibir alguna señal de Wanda o Basilo, pero quedaban lejanos e invisibles. Comencé a estar de nuevo a malas con los dioses. ¿Por qué tenía que soportar precisamente yo ese destino? ¿Por qué era Creto un adinerado y prestigioso ciudadano de Massilia y yo estaba hundido en la miseria? ¡Cada día llevaba la contabilidad de sus ingresos y atestiguaba que su fortuna aumentaba de la noche a la mañana! Era un castigo más. Cada día veía lo que significaba haberme puesto en su contra. ¿Qué significa «en su contra»? Había luchado por Wanda, por una esclava germana. ¿Acaso no me lo había advertido bastante el tío Celtilo? ¿No me había explicado que las esclavas germanas se adueñaban de sus amos y acababan por decirles lo que podían ordenarles? En el fondo, ¿no me había convertido en esclavo de Wanda? Seguramente ella viviría con Basilo en la casa de Milón; era una liberta. Quizá Milón la adoptase, convirtiéndola en ciudadana romana. Tal vez se trasladaría a Roma para casarse allí con un millonario y traer al mundo una cohorte de pequeños patricios mientras yo me pudría en ese almacén infestado de ratas.
Una mañana le pregunté al capataz si podía tener un perro; al menos un perro. El capataz sacudió la cabeza. Tenía instrucciones de denegarme toda concesión. No quise insistir, pues en definitiva también el capataz de Creto era sólo un esclavo.
Una tarde lluviosa contemplaba a los estibadores mientras cargaban uno de los barcos de Creto. Casi habíamos terminado cuando oí que todavía teníamos que esperar a unos pasajeros que llegaban con un poco de retraso, un joven y una muchacha. Llevaban unos delicados mantos de lana teñida con capucha, y enseguida advertí que me esquivaban. Eso me llamó la atención. Sólo vi los ojos de la mujer pues se había anudado la amplia capucha bajo el mentón. Era Wanda. Musitó mi nombre en voz muy baja e iba a decirme algo más, pero las lágrimas ahogaron su voz. Miró a su acompañante casi con miedo. ¡Era Basilo! Él me dijo que se dirigirían a Roma, donde iba a convertirse en un gran auriga para comprar un día mi libertad.
—Dentro de siete años —mascullé.
De todos los estibadores no había siquiera uno que hubiera sobrevivido diez años en ese cobertizo. Me habría gustado decirle a Wanda muchas cosas, y sin embargo no me salió una sola palabra de los labios. Pero, ¿por qué Basilo y Wanda se comportaban de una forma tan extraña? ¿Había algo entre ambos?
Un restallido del látigo me derribó. Basilo saltó al instante y tiró al capataz al suelo de un fuerte puñetazo. Le rogué a mi amigo que embarcara enseguida con Wanda, antes de que llegara la milicia. Desesperado, regresé renqueando al cobertizo; no quería servir pretextos a nadie más. Desaparecí tras mi escritorio para dedicarme a copiar cartas de flete hasta bien entrada la madrugada. Un tonel de cerveza de trigo no me habría venido mal, pero por la noche sólo había aquella agua que apestaba a podrido; de día, era posible encontrar un poco de vino tan diluido que no tenía gusto a nada. Sí, allí en Massilia había que permanecer sobrio ante todos los males.
Mucho más que el vino hubiese preferido tener conmigo a
Lucía
. Con la compañía de un perro el destino era más llevadero, no sé por qué. Los perros no le infunden a uno valor, no ganan dinero ni tampoco dan buenos consejos; se limitan a estar ahí. Quizá sea eso, que sólo están ahí. Y aquella noche me di cuenta de que yo estaba solo, de que hasta los dioses me habían abandonado.
* * *
Un día Creto me hizo llamar a su casa. No dudé ni un instante de que se le había ocurrido una nueva maldad. A mí me daba lo mismo. La muerte empezaba a parecerme la alternativa más afable y me alegraría reencontrar al tío Celtilo. Además, quizá mi muerte enfureciera a Creto sobremanera.
—Apestas —siseó de mal humor cuando entré en su sala de trabajo. Estaba sentado tras una pila de rollos de papiro y tenía la cabeza apoyada sobre la mano izquierda.
—Todos tus esclavos apestan —contesté con frialdad.
—Haré que te fustiguen —gruñó Creto, pero en el mismo instante gritó y torció el gesto en una mueca de dolor. Su guardia personal ilirio llegó corriendo y Creto lo echó con un ademán hosco. Entonces vi que tenía el carrillo hinchado.
—Una vez me preparaste un líquido nauseabundo, ¿recuerdas?, cuando regresábamos de Cenabo…
Guardé silencio. No tenía ganas de recordar ni de charlar. Creto tendría que hacerme fustigar o ajusticiar. Mejor esto último.
—Te he preguntado que si lo recuerdas —me increpó.
—Soy un druida celta —dije sin inmutarme— y vivo en un agujero de ratas. Si quieres el consejo de un druida, trátame como a tal. ¡Si quieres la ayuda de un druida, pídelo como es debido!
Creto se quedó sin habla y se apresuró a mirar hacia la entrada, como si su reacción a mis palabras dependiera de que alguien hubiera oído o no mi insolencia. También yo me volví. No había nadie. Le sonreí a Creto descaradamente, admito que con intención de provocarlo. Quería oír una decisión. ¡Quería vencer o morir! Quería imitar a César.
—¿Has perdido el juicio? —siseó Creto en voz baja—. No comprendes la situación. Puedo hacer que te maten.
—No temo a la muerte, Creto. Soy celta. Pero tú, Creto, temes incluso al dolor…
—Libérame de este sufrimiento —me interrumpió, furibundo—, luego seguiremos hablando.
—¡No, Creto! Haz que me lleven con las ratas.
—¿Qué quieres de mí? —siseó lleno de ira.
—Nada. Pero si quieres la ayuda de un druida, trátame como a tal —repetí con tranquilidad.
—Costa arriba tengo una viña… Podría… podría imaginarme que, vamos… Me iría bien un administrador hábil. ¡El actual no hace más que correr detrás de las esclavas!
—Puedes meditarlo con tranquilidad, Creto, y volver a llamarme entonces —dije con desinterés mientras caminaba hacia la entrada.
—¡Esclavo! —increpó el griego con voz ronca—. Acabo de prometerte el puesto del administrador y, si eso no te basta, haré que te…
—No sigas, Creto —dije con una sonrisa sarcástica—. Nunca deben expresarse amenazas que no puedan cumplirse. Te aliviaré los dolores, pero en cuanto entre mañana en la viña en calidad del nuevo administrador, no recibirás más ayuda.
—¡Cierra la boca, esclavo, y date prisa!
—Debo visitar los bosques sagrados de nuestro dioses, Creto, y antes de hacerlo, debo limpiar mi cuerpo.
A Creto le habría gustado matarme con sus propias manos. Los dolores lo habían dejado exhausto. Llamó a su guardia personal y le ordenó cumplir mis deseos y acompañarme al bosque después.
—Y mátalo si pretende escapar. ¡Pero no entorpezcas su trabajo!
Admito que me tomé mi tiempo. ¿Cuándo había estado en una tina de madera por última vez? El agua del baño estaba agradablemente templada. Y las esclavas nubias que al final me frotaron el cuerpo con aceites aromáticos no dejaban de reír y de mimarme.