El druida del César (58 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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César no pudo impedir la evasión de la caballería celta. Era un secreto a voces que en la Galia se reunía un segundo ejército. Con todo, el romano no pensaba en la retirada, sino que el loco dispuso un segundo anillo de defensa encarado hacia fuera; de nuevo fosos, murallas, empalizadas, torres, hoyos y trampas para caballos.

Entre esos dos anillos se amontonaban las provisiones de los cincuenta mil legionarios y los siete mil jinetes. César había vuelto las tornas. Pronto se vería quién mataba de hambre a quién.

* * *

—¿No me habías profetizado la victoria, druida? —preguntó Vercingetórix mientras mirábamos desde la muralla las fantasmales y llameantes hogueras de los legionarios romanos en la noche cerrada. Me costaba comprender cómo había logrado César urdir un plan tan audaz en un momento de pura desesperación. Jugaba a su antiguo juego: todo o nada, y contaba con la ayuda de los dioses inmortales.

—Nunca te prometí la victoria, Vercingetórix. Sólo dije que César no es invencible, pero no que César sería vencido.

—Sin embargo profetizaste que yo lo puedo cumplir.

—Sí. Pero no que lo cumplirías.

Vercingetórix parecía molesto. Frotaba la mano con impaciencia contra la piedra del muro de la ciudad cuando, de improviso, se desprendió un trocito que cayó abajo; oímos el golpe sordo. Parecía que la suerte se le escurría entre los dedos.

—Esta noche debo tomar una difícil decisión.

Vercingetórix me miraba en actitud desafiante. Presentí que me vería afectado.

—Somos ochenta mil personas en esta maldita Alesia y apenas tenemos nada que comer.

Volví a mirar en dirección a las hogueras. César había asegurado el abastecimiento de sus legionarios. Los ánimos parecían buenos.

—El que no pueda luchar tendrá que abandonar Alesia antes del alba —dijo Vercingetórix con brusquedad.

Después me abrazó y me deseó mucha suerte.

* * *

Hay ideas por las que se sacrifican generaciones enteras. También hay ideas por las que uno sacrifica sus principios, todo lo que ha creído hasta entonces. Al alba me encontré entre quejumbrosas mujeres y niños que lloraban. Estábamos condenados a morir. Cruzamos despacio las puertas de la ciudad con destino a nuestra perdición. Muchos viejos estaban enfermos y débiles, y precisaban la ayuda de las mujeres. Yo ya tenía bastante con esforzarme por mantener el equilibrio, pues me empujaban por todos lados entre lamentos y llantos: uno imploraba comida, otro pedía una manta. Al final tropecé en un hoyo y caí de bruces. Me quedé en el suelo. El tío Celtilo me había enseñado a levantarme otra vez, pero yo me quedé en el suelo. Delante estaba el anillo fortificado interior con el que César había cercado Alesia. No había escapatoria. Los arqueros cretenses estaban apostados sin peligro tras sus empalizadas y derribaban a todo aquel que se acercara al foso. Me senté en la hierba y apreté a
Lucía
contra mi pecho. La caravana de los expulsados se acercaba al anillo de asedio romano. Cuando los legionarios vieron que en la tierra de nadie, entre la muralla y sus fortificaciones, no había hombres armados, se enfurecieron; me pareció observar que se compadecían de los expulsados. Las mujeres suplicaban que las dejaran marchar, pero César ordenó que no se dejara pasar a ningún celta. Aquí y allá vi cómo un legionario arrojaba algo por encima de la empalizada. Como hienas se abalanzaban mujeres y niños sobre un pedazo de pan; los viejos ni lo intentaban. Sin embargo, peor que el hambre era la sed. Moriríamos deshidratados antes que desnutridos.

La noche siguiente murieron muchos viejos y enfermos, y también muchos recién nacidos. Vercingetórix me había dado una túnica de mucho abrigo, una gruesa capa de lana roja a cuadros, un pedazo de pan y un odre. En secreto, al amparo de la oscuridad, bebí un pequeño sorbo de agua mientras con la mano mojada le humedecía el morro a
Lucía
, que yacía a mi lado sin apenas moverse.

Dejé de contar los días y las noches y me arrastré a gatas con gran esfuerzo. Quería salir de allí como fuese.
Lucía
me siguió, flaca y débil como estaba. Se me doblaron los brazos y di con la frente en una piedra. Me incorporé y el sol me deslumbró; tenía sangre sobre el ojo izquierdo y la herida parecía más grande de lo que pensara en un principio. Tenía que lavarla; necesitaba agua con urgencia. También tenía sed. Al cabo de unos días el hambre disminuyó, aunque la sed era cada vez más intensa. Di un tirón furioso a la pierna izquierda, la doblé e intenté incorporarme. Al fin me puse en pie y lo vi todo negro. Oí voces, sin saber de dónde procedían; me volví y vi Alesia. Allá, ante las murallas había miles de personas moribundas. Quería acabar con eso. El tío Celtilo tendría que decirle al barquero que yo ya estaba en camino. Me alejé de Alesia avanzando a trompicones mientras le hablaba despacio a
Lucía
sobre Massilia. Sí, Massilia. Me limpié la sangre de la frente y me chupé el dedo. Proseguí tambaleándome y a lo lejos vislumbré el destello del metal y oí gritos coléricos. Abrí más los ojos y ante mí apareció una torre de madera que apuntaba al cielo; delante, el foso, donde yacía una mujer muerta que aún estrechaba a su bebé. Yo no quería caer allí y de nuevo miré a la torre. Me pareció que alguien me hacía una seña. ¿Era posible? ¿De veras era el
primipilus
de la décima legión? Había olvidado su nombre. De pronto una flecha se clavó en el suelo a un par de pasos de mí. Yo estaba dispuesto a aceptar mi destino. Avancé dos pasos más, hasta justo el borde del foso. Delante de mí estaba esa flecha, y tenía algo abultado en la mitad: ¡Pan! Lo agarré al instante, pero en ese preciso momento sentí un terrible malestar. Recuerdo que todo cuanto me rodeaba desapareció tras un velo de oscuridad. Me desplomé y perdí la conciencia. Caí rodando al foso, exánime.

* * *

Agua. Abrí la boca. Alguien me sostenía el tronco; estaba arrodillado detrás de mí y me daba agua. Agua.

—¿Noche? —murmuré—. ¿Es de noche?

—Sí, amo —respondió una voz—. Es de noche. Lucio Esperato Úrsulo, el
primipilus
de la décima, me ha permitido traerte agua.

—¿Agua? —murmuré—. ¿Agua?

Me dio un ataque horrible de tos.

—No bebas tan deprisa —susurró la voz en la oscuridad.

—¿Dónde está Celtilo? ¿Mi tío Celtilo?

—¡Wanda está en Massilia! ¿Lo oyes, amo? Está en Massilia.

Me desperté de golpe. Quise darme la vuelta, pero volví a sentirme mal y a marearme.

—¡Soy yo, amo, Crixo, tu esclavo! ¡Crixo!

—Deja que te vea, Crixo —jadeé.

La excitación me había dejado sin aire. Crixo me agarró con fuerza del brazo y se arrastró de rodillas hasta quedar dentro de mi campo de visión. Busqué su cara temblando, le toqué las mejillas, la nariz.

—¿De verdad eres tú?

—¡Sí, amo! ¡He visto a Wanda!

—¿Está bien? —jadeé.

—Sí, amo. Tengo que decirte que te quiere, ¿lo oyes?

Sentí un nudo doloroso que me crecía despacio en la garganta y me arrancaba lágrimas de los ojos.

—El ámbar… —musité—. ¿Has comprado su libertad?

Crixo guardó silencio. Eso significaba que no.

—Es esclava —jadeé—, ¿verdad?

—Sí, amo. Pero está bien. Me robaron, pero seguí a la caravana de esclavos hasta Massilia.

—Y… ¿de quién es esclava, Crixo?… ¡Dime su nombre!

Crixo callaba.

—¡Tienes que decirme su nombre, Crixo! —jadeé.

Escuché sus susurros en mi oído.

—Creto.

* * *

Un cuarto de millón de celtas avanzaban hacia Alesia. Pero yo sólo pensaba en una cosa: en Creto. Tenía que sobrevivir y llegar a Massilia. Crixo había enterrado unos odres de agua en el suelo; yo por la noche los desenterraba y bebía. Hacía días que no había vuelto a ver a mi esclavo.

Seguro que habría vuelto por la noche, de haber podido. Probablemente ya no tendría dinero para sobornar a los centinelas.

Una mañana al despertar, volvía a estar allí, tumbado junto a mí, abatido por una flecha. Crixo estaba muerto. En la mano llevaba un saco de tela que contenía pan, salchichas y odres de agua.

* * *

Doscientos cincuenta mil celtas marchaban sobre el anillo fortificado exterior de César. Un cuarto de millón. La batalla decisiva por Alesia había comenzado. La última batalla por una Galia libre. No obstante, era más que imposible romper aquel genial cordón.

Primero había una ancha franja de tierra llena de miles de pérfidos pinchos de hierro. No importaba cómo se repartieran esas trampas para caballo de cuatro púas, que una punta siempre apuntaba hacia arriba; los celtas tuvieron que desmontar. A continuación había unos hoyos de los que salían afilados postes camuflados cuidadosamente con maleza. Después venía otra ancha franja con afiladas horcaduras que sobresalían del suelo como una muda falange. Y detrás había dos amplios fosos excavados a una distancia de cuatrocientos pasos, parcialmente llenos de agua. Doscientos cincuenta mil celtas se detuvieron. Tenían que eliminar todos los obstáculos arriesgando su vida y con trabajosa minuciosidad.

La caballería germana de César lanzó un ataque, causando considerables bajas entre los celtas. Hasta el cuarto día no consiguieron romper el anillo de fortificación exterior. No obstante, Labieno, que ya había llegado, impidió que llegaran a atravesarlo.

César se echó a los hombros su roja capa de general, montó a
Luna
, la yegua blanca de Niger Fabio, y sacó a su caballería del angosto campamento. En una temeraria acción, rodeó al ejército celta y cayó triunfante sobre él por la retaguardia. Los celtas fueron presa del caos y el pánico. Cuatro días sin nada que llevarse a la boca habían bastado; cuatro días en lamentables condiciones higiénicas. Entre los miles de personas apiñadas en un espacio tan reducido, las epidemias estallaron de la noche a la mañana. Los guerreros del ejército auxiliar celta estaban más que hartos y ninguno de ellos tuvo autoridad suficiente para detenerlas. Muchas cayeron muertas en el campo de batalla o fueron capturadas y vendidas como esclavos.

Al día siguiente se abrieron las puertas de Alesia. Vercingetórix, el rey de los arvernos, salió a caballo hacia la tierra de nadie. Estaba solo en su última cabalgata. Su caballo blanco iba ostentosamente enjaezado. Montaba erguido con su armadura dorada hacia la fortificación de los romanos. Los zapadores habían echado abajo una parte de la empalizada, rellenando el foso con tierra.

Me levanté despacio.
Lucía
se quedó echada. Estaba enferma. La cogí en brazos y renqueé con ella a lo largo del foso. Me detuve a un par de cientos de pasos del trozo que estaba cubierto de tierra y me senté.
Lucía
temblaba. Oí trompetas y el metálico sonido de los
gladii
golpeando los herrajes del borde de los escudos. Oí los gritos: «
Ave, Caesar
!
Ave, imperator

César llegó montado en su corcel por entre las dos torres y se detuvo sobre el foso tapado. Llevaba su manto rojo. A izquierda y derecha estaban sus legados, a caballo. Los oficiales iban a pie. Los arqueros cretenses habían tomado posiciones. ¡Cientos de soldados para un solo celta!

Vercingetórix se quedó a un par de cuerpos de caballo frente a César. Entonces desmontó de su yegua con cierta rigidez, le acarició la cabeza casi con cariño y apretó la cara contra sus ollares, como susurrándole algo. A continuación dejó las riendas lentamente. Tuve la sensación de que abandonaba la Galia a su destino…

El arverno avanzó erguido hacia César. César guardaba silencio; creo que respetaba a su enemigo. Vercingetórix depositó su espada a los pies del romano y después se desató el cinto de armas para dejarlo resbalar hasta el suelo. Alesia había caído. La Galia estaba pacificada. Vercingetórix desató las correas de cuero de su coraza musculada y la arrojó sobre sus armas. Por último se arrodilló sobre una pierna y agachó la cabeza.

—Has vencido, César. La gloria es tuya. Toma mi vida y perdona a mi pueblo.

César hizo una señal a algunos oficiales, que avanzaron un par de pasos y se colocaron a izquierda y derecha de Vercingetórix. El rey arverno se levantó, permitiendo que lo apresaran. César avanzó a pie por la tierra de nadie, directo hacia mí. Me quedé sentado en la hierba.
Lucía
estaba en mis brazos.

—Druida, ¿por qué me abandonaste?

Callé. Oí que alguien preguntaba si me iban a crucificar, pero ni siquiera alcé la vista.

—Me profetizaste que no encontraría la muerte en la Galia. Llevabas razón, druida.

—Tómalo al menos como esclavo, procónsul —sugirió uno de los legados.

—Es libre —se limitó a decir César, y dio media vuelta.

¿Libre? Me arrastré hasta uno de los numerosos puestos de comida que crecieran como setas en los alrededores de Alesia. Los traficantes de esclavos que habían esperado al desenlace del asedio acampaban por doquier; también ellos tenían que alimentarse. Taberneros celtas cuyas fondas habían sido destruidas en la guerra o incendiadas por orden de Vercingetórix seguían asimismo a las hienas y los chacales del Imperio romano para alimentar a esa gentuza. Al cabo de poco tiempo volvió a haber pan blanco y ligero, y salchichitas galas en abundancia. ¡Y vino! ¡Y lluvia! Yo estaba tumbado en algún lugar entre puestos de comida y tabernas, sobre el fango, y chupaba de mi odre. A veces le daba un sestercio a un niño para que me trajera más vino; una mañana, el renacuajo me indicó que
Lucía
había muerto. Todavía estaba entre mis brazos y tenía la tripa fría como un odre de vino. Definitivamente, los dioses me habían abandonado. Enterré a
Lucía
en el fango, junto a mí. Luego me dediqué a beber hasta perder la razón. Pasé días y noches enteras bajo la lluvia, y cuando volvió a brillar el sol el barro sucio se me secó sobre el cuerpo a modo de una segunda piel. Sí, era libre. Ése era el castigo más duro que César podía haberme impuesto. Vivía, y había abandonado toda esperanza de llegar algún día a Massilia y reencontrarme con Wanda. Quién sabe, quizás ella había llegado a sentir aprecio por su nuevo amo. Creto. ¿Qué me importaba a mí esa rata massiliense? De todas formas yo estaba acabado, lo había perdido todo: Wanda,
Lucía
, Crixo. Ni era druida ni mercader, sólo un trozo de escoria hundido en el fango, un perro celta que enviaba a los niños pequeños a por odres de vino.

* * *

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