—¿Tenemos invitados? —observó el joven noble con un ligero tono de burla.
Nos examinó un momento pero con insistencia y al final se me quedó mirando. En sus labios apareció una sonrisa. Entonces lo reconocí: era el arverno que un día me recogiera en el lago de montaña cerca de Genava, cuando vomitaba mi mixtura divina sacudido por los espasmos.
—¡Vercingetórix!
—¡Druida! ¿Qué te trae por este territorio?
Fufio Cita y Creto recobraron la esperanza. Vercingetórix me tendió su mano para que pudiera levantarme con más facilidad y me condujo unos pasos más allá, donde los jinetes que lo habían acompañado preparaban una segunda hoguera. Nos sentamos contra un tronco y nos contemplamos el uno al otro.
—¿No te dije que un día volveríamos a vernos?
Vercingetórix asintió. Los jugadores, mientras tanto, habían decidido que ambas partes debían volver a colocarse en su sitio después de cada tiro victorioso bajo el yugo. Ambos grupos tomaron posiciones y fueron reforzados de manera equitativa por algunos jinetes que habían acompañado a Vercingetórix. Y de nuevo comenzaron las patadas, los tirones y los golpes.
—Druida —dijo Vercingetórix—, ¿goza realmente César de la protección de los dioses?
—Lo que era ayer, mañana puede ser distinto. También los dioses cambian de opinión. César los desafía. No tiene límites, no tiene moderación. Para ganar, en toda ocasión asume su muerte. Como jinete de la auxilia al servicio de César ya lo habrás vivido bastantes veces.
—Ya no estoy en el ejército de César —se apresuró a interrumpirme Vercingetórix—. Les promete el título de rey a todos los nobles celtas para asegurarse su buen comportamiento. Pero no nos convierte en reyes, sino en bufones. Se aprovecha de nuestra rivalidad; unidos podríamos aplastar a César como a un piojo entre los dedos. Las legiones de César están en gran inferioridad numérica; lucha en terreno desconocido, no conoce nuestras quebradas y bosques, es un jugador y un impostor.
—Pero sus éxitos dicen otra cosa —repliqué con prudencia.
—Lucha con celtas contra celtas. Derrotó a los helvecios gracias a la suerte, y ahora los jinetes helvecios pelean en su bando. Derrotó a los germanos suevos gracias a la suerte, y ahora los germanos luchan en su bando.
—Y también los jinetes eduos y los belgas…
—Sin caballería, aquí César estaría perdido. Los celtas deben reagruparse. Unidos somos fuertes e invencibles. Haremos que ese gusano engreído se retire a su provincia. Conozco sus tácticas y sus argucias, sé cómo piensa y cómo cuenta.
—Llevas razón, Vercingetórix, pero la enemistad entre las tribus celtas es más antigua que la relación con Roma. ¡Los celtas no quieren liberarse del yugo romano, sino convertir a sus vecinos en clientes gracias a Roma!
—Eso debe acabar —reivindicó Vercingetórix—. Debemos aprender de los romanos y unir a todos nuestros guerreros bajo un solo mando.
—¡Imposible! ¿Quién dirigiría esas fuerzas armadas? ¿Un eduo? Los arvernos y los secuanos no lo querrían. ¿Un secuano? Los eduos no lo tolerarían jamás. Si se lo propones, todos los celtas se pondrán a cortar cabezas hasta que sólo quede uno. ¡Un general sin ejército!
—¡Druida —evocó Vercingetórix—, tú mismo has dicho que lo que ayer fue puede ser distinto mañana! Tenemos que intercambiar rehenes y pagar tributos. Debemos alimentar año tras año al lobo romano. ¡Quién sabe si los dioses no nos han enviado esta úlcera para que nos unamos al fin en un solo pueblo de celtas!
—Me temo —dije despacio, sopesando con cuidado el discurso de Vercingetórix— que el problema no son los guerreros, sino los nobles. Para ellos se trata del poder, de las tribus clientes, de la supremacía sobre aranceles e impuestos. Si César les garantiza esos privilegios, no tienen motivo para ponerse en su contra. Mira a Diviciaco. Su hermano Dumnórix se lo había arrebatado todo y Diviciaco era más insignificante que un grano de arena en el desierto. Con la ayuda de César, y sólo así, Diviciaco ha vuelto a ser grande, poderoso y rico. ¿De veras crees que alguien como Diviciaco volvería a renunciar a todo eso? ¿Para qué? ¿Qué sacaría con ello?
—Una Galia libre y orgullosa —susurró Vercingetórix como para sus adentros.
No sé qué conclusión debía sacar de esa conversación. ¿Estaba Vercingetórix decepcionado con César porque aún no era rey de los arvernos? Yo no quería imputarle nada en falso. Quizá tuviera de veras una visión: la de una Galia libre y orgullosa. La de una gran nación celta. Tal vez sí, y tal vez no.
—¿Qué dicen de eso los arvernos?
—Me han expulsado del territorio de nuestra tribu. ¡Pero juro por los dioses que algún día regresaré con los que me son fieles! Mataré a mi tío y me haré proclamar rey de los arvernos. Entonces, druida, conquistaré la Galia con palabras o con armas, y lo haré para aniquilar a César.
Bien, hablando todos somos sin duda invencibles. Sin embargo, ¿qué podía objetar yo? ¿No soñaba también con mi gran comercio en Massilia? ¿No eran los cimientos de semejante logro una visión, un sueño? ¿Acaso no había sido también la travesía de los Alpes de Aníbal nada más que una fantasía en un principio? ¿Y no decían nuestros propios druidas que primero hay que hacer realidad en sueños las visiones para luego llevarlas a la práctica? Vercingetórix era un hombre joven e impetuoso que ambicionaba la gloria. Creo que no era diferente del Divicón que en su día hiciera pasar bajo el yugo a los romanos. Se notaba que él podía conseguir más que otras personas. Irradiaba una fuerza irresistible; tenía el carisma mágico que los dioses sólo otorgan a aquéllos elegidos para dirigir a un pueblo. Cuando hablaba, todos enmudecían y escuchaban. Entre nosotros, cuando alguien toma la palabra por lo general las conversaciones continúan con vivacidad y nadie presta la menor atención.
Ese día Vercingetórix parecía estar algo ausente. Llevaba el espeso pelo negro mucho más largo que los nobles arvernos y le caía en cascada sobre los hombros. Sus ojos negros eran grandes y oscuros, pero no fríos; despiadados tal vez, o más bien con cierto destello obsesivo. Desde la última vez que nos viéramos, tenía el rostro más enjuto todavía; la nariz delgada y larga y la barbilla huesuda y ancha sobresalían con más fuerza. Estando allí frente a él pensé que podía conseguir lo imposible. Ya había escuchado hablar así a muchos celtas, pero el orgullo y la voluntad no bastaban para derrotar a César: se necesitaban los conocimientos precisos de la táctica militar romana, la inteligencia para desarrollar una estrategia y la sabiduría para proceder con paciencia a veces. Y también creer en la propia visión. El mayor enemigo de cada persona se encuentra en su propia cabeza: es la eterna vacilación de los acobardados, el eterno pesimismo de los perdedores y la apatía de los fracasados, a quienes atormentan celos y envidia de los triunfadores.
—¡Vercingetórix! Los romanos revuelven nuestros pantanos sagrados y saquean nuestras aguas sagradas. Desvalijan a nuestros dioses. Si hay algo que pueda unirnos a los celtas es la obligación de castigar a esos blasfemos. Los mayores enemigos de César no son los guerreros, sino los druidas. Sólo entre éstos no tiene valor alguno la pertenencia a una tribu. Los druidas celtas escogen una vez al año a su jefe espiritual en el bosque de los carnutos, y si ese jefe ordenara la guerra sagrada contra Roma, todos transmitirían esa orden a sus tribus y se ocuparían de que se cumpliera. Vercingetórix, visitaré el bosque de los carnutos.
El arverno me miraba perplejo, como si ese instante tuviese para él un significado muy especial. Me tomó del brazo, igual que lo hiciera César cuando había buscado mi complicidad, y dijo en tono reflexivo:
—Sólo los druidas pueden ordenar a los príncipes de las tribus que renuncien a su soberanía en favor de un jefe militar reconocido por todos los celtas. —Emocionado, Vercingetórix me agarró de los hombros y me miró con insistencia—. Dime, druida, ¿puede lograrse?
—Sí —contesté con la más profunda convicción—, puede lograrse, Vercingetórix. Pero eso no significa que uno de nosotros vaya a lograrlo. Sólo significa que uno de nosotros podría lograrlo.
—Si puede lograrse, lo lograré —dijo el arverno, y se levantó.
Con la mirada vacía contemplaba a los dos equipos que daban patadas a la cabeza entre los dos yugos, de aquí para allá. Un celta le hizo una seña a Vercingetórix y éste le contestó con un ademán de cabeza. Con ello, los celtas que lo habían acompañado volvieron a montar en los caballos. El arverno me tendió la mano y me llevó junto a mis acompañantes. El suelo nevado era traicionero, ya que bajo la capa de polvo blanco había muchas placas heladas que te robaban el equilibrio con facilidad. Vercingetórix comentó sonriente que mis acompañantes habían sido afortunados al cabalgar por la zona desprovistos de mercancías. Por norma, sus hombres desplumaban a los mercaderes romanos como a gansos.
Después de dejarme sentado otra vez en un tronco entre Fufio Cita y Creto, se dirigió a su caballo y montó de un salto desde la grupa. Luego se despidió con la mano y se marchó cabalgando con sus hombres. Al parecer, por el otro extremo del bosque se aproximaban unos mercaderes no tan desprovistos de mercancías.
Fufio Cita y Creto me miraban con impaciencia, como si tuviera que explicarles algo enseguida. Apenas les sonreí y señalé al campo de juego, donde ambos equipos se empleaban a fondo. Habían dejado de darle con el pie a la cabeza cortada; eso era demasiado difícil, así que ahora se la lanzaban e intentaban abalanzarse hasta delante del yugo contrario.
—El juego no está mal —comenté—, pero habría que sustituir la cabeza por algo más ligero. Se podría rellenar con musgo o paja un trozo de piel y luego coserlo de modo que fuese más o menos redondo.
Fufio Cita desestimó la idea con la mano, divertido.
—Nunca has estado en Roma, druida. Todos los jóvenes juegan allí con
pilae
, que son bolas de tela, pequeñas y grandes, o vejigas de cerdo infladas. No, druida, el problema no son las bolas, sino las reglas del juego. Lo que falta es una especie de pax romana del juego de la bola, así como alguien que supervise el cumplimiento de las reglas del juego y que imponga castigos a los infractores.
Creto hizo gesto de disentir.
—Los romanos sólo sabéis jugar a los dados. Con vuestras reglas estropeáis cualquier juego —criticó, y volvió a frotarse atormentado su hinchado carrillo.
—¡Y los massilienses no entendéis nada de deportes! ¡Aún no he visto a ninguno encima del podio de los vencedores en Roma! Ese juego de pelota celta no está mal, pero como bien dice el druida, habría que sustituir la cabeza por una pelota de cuero. Debería estar prohibido dar puñetazos al contrario o agarrarle de los testículos. Y para que también sea entretenido para los espectadores, ambas partes deberían llevar colores diferentes, como los aurigas de Roma.
Asentí, dándole la razón a Fufio Cita. Ahí se apreciaba de nuevo la típica cualidad romana de examinar todo lo extranjero en busca de algo útil para presentarlo después en Roma como invención romana con un envoltorio nuevo y distinto.
—Y de algún modo —añadí— también hay demasiados jugadores en el campo.
—No, no —exclamó Fufio Cita, entusiasmado por que yo también hiciera reflexiones constructivas—. No es que haya demasiados jugadores en el campo, sino que el campo es demasiado pequeño. Lo adecuado sería una arena romana; así cada equipo podría componerse de veinte jugadores. Eso funcionaría.
—¡Pero el yugo es demasiado pequeño!
Cita meditó la objeción un instante.
—Tienes toda la razón, druida. Necesitamos un yugo tan grande como la puerta de un campamento de invierno romano. Y para que la pelota no rebote contra la pared de la arena, esa puerta debe tener una red de pescador.
—¡Entonces cada tiro será un tanto! —protesté.
—¡Exacto, druida! Tenemos que cambiar las reglas del juego. En cada equipo sólo un hombre tiene derecho a tocar la pelota con las manos; el resto sólo pueden tocarla con los pies.
Fufio Cita estaba entusiasmado con nuestras nuevas reglas de juego. Creto, por el contrario, perdió todo entusiasmo cuando la cabeza cortada le cayó entre las piernas. Gritó, asqueado; la cabeza apestaba un horror y los ojos ya se le habían caído de las órbitas.
—Casi se me había olvidado —dije, como si nada—, pero es muy posible que pronto necesiten remplazar la pelota. Deberíamos despedirnos mientras todavía nos aprecian.
Todos dieron un salto, apretaron las cinchas de las acémilas y montaron en los caballos. Era terriblemente gracioso ver cómo les sonreían Cita y Creto a los celtas. A punto estuvieron de provocarse una distensión de la musculatura facial. Se despidieron con la mano mientras incitaban a los caballos para alejarse por fin de esos salteadores arvernos.
* * *
Por la tarde llegamos al campamento romano. Creto le tenía tanto pánico al médico de la legión que ya no sentía ningún tipo de dolor. No obstante, poco después de haber decidido no visitar al dentista, el dolor regresó y Creto entró con la cabeza gacha en la tienda del
medicus
Antonio.
A la mañana siguiente, Crixo sacó nuestras cajas de ámbar frente a la tienda. Creto no se hizo esperar mucho; estaba de muy mal humor y tenía resaca, ya que el
medicus
le había dado vino sin diluir antes de sacarle la muela. Le dije al griego cuánto valían las cajas de ámbar, más o menos tanto como lo que yo había pagado por ellas.
—¿Y dónde está el loco que exige semejante precio?
—Se ha marchado temprano esta mañana —mentí.
—Aja, ¿y te ha dejado a ti la mercancía sin más? —se burló Creto al tiempo que guiñaba el ojo izquierdo.
—No —dije—, le he dado un adelanto en tu nombre…
En ese mismo instante advertí que había incurrido en un grave error. Hubiera dado lo mismo explicar a Creto que yo había comprado la mercancía en tierras belgas.
—¿Y con qué has pagado? —dijo Creto riendo, para luego añadir—: Ten cuidado, Corisio, te sacudes como un pez en la red. Si de veras lo has pagado con tu dinero, supongo que ahora querrás sacarme el doble. Pero conmigo no puedes hacer negocios, Corisio. Eres mi empleado, mío en exclusiva. Según el contrato te está expresamente prohibido hacer negocios para otras personas. Ni siquiera tienes derecho a hacer negocios para ti mismo.
Sentí que acababan de aplastarme como a una garrapata henchida a punto de explotar. Creto vio mi turbación. Ya se sentía del todo recuperado.