—Quien tiene dinero —replicó el joven jurista— puede ahorrarse hasta el asesor jurídico.
—Cierto —lo secundó Aulo Hircio—. ¡Mi cuñado me ha escrito que, en Roma, los aspirantes a un cargo han llegado a disponer mesas a la vista de todos en las que pagan indecorosos sobornos a la población votante! ¡Imaginad! ¡En Roma un aspirante a un cargo puede sobornar sin decoro a los votantes a la vista de todos!
—¡Con Sila —gritó Úrsulo— eso no habría sido posible!
—Seguro —bromeó Aulo Hircio—, él no habría sobornado a sus adversarios. Los habría acuchillado.
Todos rieron y ordenaron a los esclavos que les llenaran los vasos.
—La ley del mercado —filosofó Labieno— se aplica también en la política. César, tras un año de guerra en la Galia, ya tiene suficiente oro para comprar a los próximos tribunos. Dentro de cuatro años ellos le salvarán el cuello al prorrogar una vez más su proconsulado a cinco años. Entonces tendrá la inmunidad que necesita.
—Eso sólo significa que habrá aplazado el problema otros cinco años. Luego estará otra vez al borde del abismo. ¿Y que sucederá entonces?
—Entonces licenciará a sus legionarios y cada uno de ellos será un pequeño Craso. ¡Para entonces no procesarán a César, sino que lo elevarán a la condición de un dios!
—Sí —caviló Labieno—, César ya se ha convertido en víctima de las circunstancias que él mismo ha creado. Sólo podrá acallar a Roma con el pago de tributos, botines, nuevos esclavos y cada vez más victorias. Pero sólo puede conseguir más victorias con más violaciones de derechos. A veces creo que César, en su pensamiento, ya ha pasado el Rubicón.
El Rubicón era el río fronterizo entre Italia y la provincia romana de la Galia cisalpina, en los Poebene. A un general le estaba prohibido pasar esa frontera con sus legiones; una infracción se consideraría una amenaza para Roma, así como el inicio de una tiranía.
—Sí —murmuraron algunos, meditabundos—, Labieno tiene razón. Para César el Rubicón no es más que un río.
También Aulo Hircio lo secundó:
—Verás, Labieno, Sila ya tenía razón cuando advirtió a los senadores de aquel jovencito de cinturón suelto. ¡En César se esconde mucho más que un Mario!
—¿Pero de qué pretendemos quejarnos? —soltó Marco Mamurra—. César goza del favor de los dioses y a su lado conseguiremos gloria y riqueza. ¿Qué nos importan sus infracciones de la ley? ¿Por qué no vamos a tener derecho a ponernos de su parte cuando hasta los dioses lo hacen?
—Tienes razón, Mamurra —asintió Cayo Oppio—. No olvidéis que César tenía deudas por más de veinte millones de sestercios cuando tomó posesión de la gobernación como propretor en la Hispania ulterior. ¡Sin el aval de Craso no habría escapado de sus acreedores! ¿Y cómo volvió de Hispania? ¡Hecho un ricachón! Con esto quiero decir que, si César abandona la Galia y regresa a Roma, será más rico que Craso.
—Así será —dijo Labieno—. Y, después de que hayamos derrotado a los helvecios y a los germanos, el resto de la Galia no nos llevará mayor esfuerzo que un agradable paseo por el
forum romanum
.
El ánimo entre los jóvenes tribunos y los oficiales se había transformado. Todos estaban convencidos de que la Galia se conquistaría y saquearía en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Cómo estás tan seguro de que aquí va a continuar la guerra? —preguntó un joven tribuno que ya hacía rato que quería hablar—. ¿Conoces los planes de César?
—Si os interesa saber mi opinión —especuló Lucio Esperato Úrsulo—, la guerra de la Galia durará cuatro años más. ¿Por qué entonces no ordena César que sus legiones regresen a la provincia? ¿Qué se nos ha perdido aquí arriba, sin enemigo alguno por ninguna parte? ¿Qué hacemos en estos parajes, fuera de la provincia romana? —Y el
primipilus
de la décima apretó aún más los delgados labios y se respondió él mismo—: Estamos aquí porque el invierno nos obliga a interrumpir la guerra. Pero en primavera volveremos a avanzar exactamente donde lo dejamos en otoño. Y ya no habrá más motines, puesto que no hay en todo el ejército un solo hombre capaz de afirmar que habría ganado sólo un sestercio más antes de esta guerra de la Galia. ¡Con César, hasta un legionario se convierte en un Craso! Sólo en el primer año, todos ganaron ya lo mismo que en cuatro años junto a Pompeyo.
El
primipilus
tenía toda la razón. A esas alturas ya no había nadie que cuestionase la legitimidad de la guerra privada de César. Todos los legionarios tenían claro que César seguiría con esa guerra sin la autorización del Senado. ¿Había algún otro motivo si no para permanecer en Vesontio?
* * *
La comida en el campamento de invierno era variada, ciertamente excelente. Durante las marchas se comía sobre todo
puls
, unas papillas de trigo parecidas a las gachas que se convertían en algo comestible al añadirles sal, especias y panceta ahumada; eran de preparación muy rápida. Pero también disponíamos de carne fresca, queso, huevos, leche y las verduras autóctonas que se encontraban en los mercados. César se ocupaba con esmero del bienestar físico de sus soldados. Un soldado en servicio debía sentirse más privilegiado que un auriga de Roma; eso era lo que tenía que decirse por ahí. Del miso modo, debía correr la voz de que en ningún otro lugar se hacía uno rico tan deprisa como al servicio de César. A pesar de que César, a causa de sus actos ilegales, había sido blanco de graves críticas políticas, cada semana llegaban cartas de senadores que le pedían que admitiera a sus hijos como tribunos en su plana mayor. Y todos ellos le ofrecían nuevos créditos al incorregible y endeudado César.
Igual que había sucedido en Genava, no obstante, el general volvía a tener un pequeño problema: él deseaba la guerra, mientras que ni una sola tribu gala se mostraba dispuesta a ello.
En enero llegó hasta nosotros, a caballo, uno de los estafetas de César. Sólo traía correspondencia para Labieno. El legado afirmó que había recibido noticia de que los belgas se preparaban para la guerra contra Roma. En cuanto nos lo comunicó en el despacho, supimos que no era cierto. Labieno tan sólo nos daba así la orden de comenzar una ofensiva informativa, puesto que César quería reclutar otras dos legiones en la Galia citerior y para ello volvía a necesitar la conformidad del Senado romano. Si todavía no tenía siquiera consentimiento para su privada guerra gala, menos aún lo tendría para reclutar de forma ilegal las legiones undécima y duodécima. Por eso los escribientes recibíamos la orden de mencionar el peligro belga en la redacción de las cartas de los soldados. Sin lugar a dudas escribíamos con exactitud lo que los legionarios nos dictaban, pero no dejábamos de darles consejos e indicarles que sus amigos de Roma los tendrían aún por más valientes y audaces si mencionaban el inminente peligro belga. La mención del peligro de los belgas era casi tan obligada como el «
valete semper
» del final de una carta. Y yo sabía algo por propia experiencia: cuanto más a menudo se narra una historia, mejor se vuelve. No se hace más real, pero sí mejor.
Entretanto, también los belgas empezaban a inquietarse. Se habían percatado de que a las puertas de casa tenían pasando el invierno un ejército de cuarenta mil soldados que no mostraba intención alguna de seguir su camino. Sus agentes informaban de que ese ejército no estaba precisamente en el norte de la Galia para investigar la fauna autóctona, y los belgas tenían claro que embestiría en cuanto las últimas nieves se hubiesen fundido y los caminos estuvieran secos.
Y así sucedió. La cuestión del avituallamiento estaba solucionada, César regresó con su ejército y, en dos semanas, llevó a ocho legiones romanas hasta la frontera belga. En el este, el Rin sería la frontera natural con Germania. Para César, por tanto, era lógico marchar hacia el norte, hasta la desembocadura del río, con ánimo de asegurarse la Galia.
También allí se encontró el procónsul con esa típica constelación celta de tribus enemistadas entre sí que tenían diferentes intereses económicos y de poder, y cuyos ambiciosos cabecillas estaban peleados incluso dentro de sus tribus, y sus clanes no cesaban de enfrentarse a intrigantes rivales.
De manera semejante a los eduos en la Galia media, los remos se distanciaron sin beligerancia de la coalición antirromanos y le ofrecieron a César rehenes, cereales, hospedaje en sus ciudades y soldados. De ese modo, el general dispuso en un abrir y cerrar de ojos de la infraestructura necesaria para avanzar por tierra enemiga contra los belgas, cuyas numerosas tribus se habían aunado bajo Galba, rey de los suessiones. Las legiones de César, unos cincuenta mil hombres con las tropas auxiliares, eran tres veces más numerosas.
—Debemos socavar el frente contrario —dijo César cuando convocó el primer consejo de guerra en la tierra de los belgas. Sorprendentemente, también había invitado a la conversación a Diviciaco, el cabecilla de las fuerzas combativas eduas—. El poder más fuerte de la alianza belga son los belovacos. Por eso tú, Diviciaco, devastarás sus campos con tus hombres. La alianza belga tendrá entonces sólo dos posibilidades: o correrán a auxiliar a los belovacos, o bien los belovacos se dispersarán para correr en auxilio de sus clanes.
Con todo, apenas habían partido los eduos a caballo cuando la alianza belga tomó Bíbrax, la ciudad de los remos. Querían castigar a esos traidores que se habían sometido a César sin presentar batalla. Como también es habitual entre los celtas, para los belgas era más importante castigar a los vecinos traidores que oponerse en conjunto al atacante extranjero del sur.
Cuando César supo del asedio de Bíbrax, envió tropas auxiliares númidas, arqueros cretenses y honderos baleares para respaldar a sus nuevos aliados. La alianza belga, al ver que sus posibilidades disminuían, se retiró, lo incendió todo y marchó entonces hacia César tras ese insensato ejercicio. A dos millas del campamento romano montaron sus tiendas y esperaron.
César dejó en el campamento a las dos legiones recién reclutadas y dispuso a las demás para una batalla que no se produjo. Lo cierto es que entre las líneas romanas y las belgas había un pantano y nadie quería ser el primero en atravesarlo. De modo que César hizo regresar a sus legiones al campamento. No obstante, los belgas no tenían mucho tiempo; sus alimentos ya escaseaban a pesar de que estaban en su propia tierra. La planificación y el abastecimiento, simplemente, no eran su punto fuerte. Además, los belovacos se habían enterado de que los eduos habían devastado sus campos y, por tanto, al día siguiente quisieron dejar la alianza belga para correr en ayuda de sus clanes. Por ese motivo la alianza belga se decidió, a pesar de su desfavorable posición de partida, por una batalla inmediata y corrió hacia su perdición. Esa misma noche, después de la derrota, se desperdigaron hacia todos los puntos cardinales y huyeron cada uno a la región de su tribu. César salió en su persecución; no había nada más fácil y menos peligroso que aplastar a los fugitivos.
No fue en la batalla donde cayó la mayor parte de los soldados, sino durante la huida. Ese mismo día César llevó a su ejército en una marcha forzada de catorce horas hacia la tierra de los suessiones y sitió la ciudad de Novioduno. Cuando los cercados vieron la rapidez con que los romanos excavaban terraplenes y construían estructuras para las torres delante de la ciudad, el valor los abandonó. Al fin César mandó trasladar torres y máquinas de asedio junto a las murallas, y entonces los suessiones capitularon sin resistencia. Una vez más, había vencido con la zapa, y la guerra gala de César se estaba convirtiendo en un paseo. Yo estaba enojado con los celtas y sentía una creciente admiración por los trabajos de zapa y las estrategias bélicas que desarrollaban los romanos.
Las legiones de César reanudaron la marcha. La máquina de guerra se deslizaba por las quebradas y los valles del paisaje belga igual que una serpiente acorazada. Al verlos, los belovacos se rindieron y ofrecieron seiscientos rehenes. Todos los santuarios que se encontraban por el camino eran profanados y saqueados. El frente belga se desmoronaba poco a poco. En su segundo año, César había vencido a las tribus belgas, menos a los nervios. Ellos representarían el trofeo del segundo año de guerra de César, aunque en este caso no se trataría de ningún paseo.
Íbamos de camino a la tierra de los legendarios nervios. En un alto, César convocó a los oficiales de su tropa de agentes.
—No sabemos prácticamente nada de los nervios —se lamentó uno de los exploradores con grado de oficial—. Dicen que ni siquiera toleran a los mercaderes extranjeros en su región. Incluso la importación de vino y otros estimulantes está prohibida. Es un pueblo impenetrable.
César me miró un instante con escepticismo y desconfianza.
—Pero ofrendan a los mismos dioses, ¿verdad, druida?
—Sí —respondí.
—¡Mandad a los exploradores a encontrar un lugar adecuado para el campamento!
El ejército se internó más en la región de los nervios. Por ningún lado se veía a persona alguna, sólo bosques espesos, suelos pantanosos, espinosos arbustos, abedules susurrantes y charcos de agua negra. A veces oíamos el grito de un animal, pero la comarca parecía muerta y, con todo, sabíamos que nos hallábamos en el territorio de la tribu nervia. Los mercaderes nos habían mostrado el camino, pero sus inquietantes descripciones no eran válidas ni para cartógrafos ni para generales. De súbito, los agentes comunicaron un descubrimiento algo extraño. César quiso verlo con sus propios ojos y lo acompañamos hasta un claro del bosque. El olor a carne y pelo quemado era repugnante. En el medio del claro había una pila de cadáveres carbonizados. César me miró en actitud interrogante; echaba en falta la pira.
—Cuando un pueblo celta se ve amenazado con la extinción, los druidas pueden ordenar un gran sacrificio para Taranis. Encerramos a los prisioneros de guerra en una gigantesca jaula de sauce, la elevamos y le prendemos fuego.
—¡Entonces todos esos cadáveres son legionarios romanos!
—Sí —contesté sin vacilar—. ¡Así lo quiere Taranis, nuestro dios del trueno!
—Estos nervios son peores que animales salvajes… —comentó César, asqueado.
—¿Cuántos miles de animales y personas matáis cada año en las arenas de Roma? Vosotros lo hacéis por diversión y los celtas lo hacemos para venerar a Taranis. A tu parecer, ¿qué es más honorable, procónsul?
César no respondió nada. Quería salir de aquel maldito bosque. Sin embargo, los agentes le comunicaban ya el siguiente descubrimiento: arriba, en lo alto de los árboles sagrados, colgaban tres druidas. César ordenó que bajaran los cadáveres. Todos presentaban las mismas marcas mortales; habían sido apaleados, acuchillados y ahorcados. De ese modo, los druidas de los nervios dejaban un mensaje muy claro: iban a luchar hasta la muerte. Habían convertido el próximo conflicto con los romanos en una lucha por la supervivencia de todos los pueblos celtas.