—Si los nervios sacrifican tres druidas a Eso, nuestro amo y señor, en cierto sentido está en juego la supervivencia de los dioses celtas. Aléjate de esta tierra, César. ¡Te traerá mala suerte!
En ese momento unos oficiales comunicaron que habían encontrado armas de oro en un estanque. Los romanos se lanzaron como locos al estanque, metieron los brazos en el agua oscura y rescataron de ella espadas y escudos de oro, así como algunas joyas.
—Con eso podríais pagaros los mejores mercenarios del mundo —murmuró César sacudiendo la cabeza—, y lo que hacéis es tirarlo.
—César —sonreí—, nunca lo entenderás. Los romanos tiráis un sestercio a un pozo; los celtas, por el contrario, tiramos todas nuestras posesiones a un estanque puesto que todo cuanto poseemos les pertenece a los dioses. No hay victoria sin la ayuda de los dioses, por eso el botín es para ellos. No hay enemigo muerto sin la ayuda, de los dioses; por eso su cabeza, su caballo y todas sus posesiones son para ellos. Y todo ese oro que tiramos lo hemos obtenido de los ríos, que pertenecen a los dioses. De modo que siempre les devolvemos lo que nos han prestado. Es el ciclo eterno de la vida y la muerte.
César contemplaba el trajín que se desarrollaba en el agua. Al cabo de un rato dio orden de recoger todo el botín. Cuanto menos supieran sus hombres del hallazgo, mejor, pues de lo contrario acabarían buscando oro en estanques y ríos por cuenta propia.
—A aquel que pone sus manos en las riquezas de los dioses, Teutates lo estrechará entre sus húmedos brazos —puntualicé con serenidad.
César me sonrió. Lo había desafiado. Se apeó del caballo y tomó unas cuantas monedas de oro de las que tiraban a la orilla los legionarios que las rescataban del agua. Las alzó con gesto bien visible y luego se las guardó.
—También yo gozo de la protección de los dioses inmortales, druida. Y como
pontifex maximus
, como sacerdote supremo de Roma, todo tesoro de los templos en territorio romano me pertenece.
—Pero la Galia no es romana todavía.
—En la Galia estoy ejecutando lo que los dioses han decidido para la Galia. Poca importancia tiene el que lo consiga este verano o el siguiente. Puesto que los dioses ya han decidido regalar la Galia al pueblo romano, ya soy
pontifex maximus
de la Galia. Lo soy ya, druida, y no cuando los burócratas de Roma hayan sellado el acta judicial.
¿Qué debía responder yo a eso? ¿Cómo iba a saber César lo que habían decidido los dioses? En fin, lo cierto es que era
pontifex maximus
de Roma, el sacerdote supremo de la República Romana.
Regresamos junto a la tropa y, de camino, César cambió de opinión. No quería ocultar el oro encontrado en el estanque sagrado, sino mostrárselo a algunos centuriones. Deseaba extender el rumor de que los nervios ya se habían dado a la fuga, abandonando todas sus riquezas y propiedades, y de que asimismo estaban hasta tal punto desesperados que incluso sus druidas se habían colgado ya de las copas de los árboles.
La información surtió efecto. Los legionarios marchaban como si, entretanto, hubiesen descansado horas enteras y comido en abundancia. Todos se morían por abatir a los nervios que huían y saquear los santuarios.
Al cabo de pocas horas llegamos al Sabis. A la izquierda del río había una colina muy poblada de árboles, a su derecha una elevación pelada que nuestros exploradores habían determinado como plaza para el campamento. César envió a la caballería con los honderos y los arqueros a inspeccionar mejor la zona. No obstante, también esa región ofrecía la visión de un vacío irreal, como si perteneciera al otro mundo. Sólo el temperado viento que soplaba hacia el valle entre las elevaciones y que agitaba los abedules y los arbustos simulaba cierta vida. Sin embargo, de repente salieron del bosque jinetes celtas al galope, que se precipitaron sobre la caballería romana con un griterío inimaginable. No obstante, en cuanto los hombres se dispusieron en formación, los nervios emprendieron la retirada y desaparecieron en la oscuridad del bosque tan deprisa como habían llegado. Pero pocos instantes después volvieron a abalanzarse en otro punto; atacaron, abatieron a los perplejos jinetes romanos y eduos, y volvieron a desaparecer en los bosques protectores. Nadie se atrevió a perseguirlos. César dio de inmediato orden de cambiar la formación de la marcha. Las seis legiones aguerridas, más de treinta mil hombres, dejaron los fardos y marcharon a la cabeza de la columna en formación de ataque.
Yo cabalgaba junto a César. Había expresado su deseo de que lo acompañara. Para él yo era como un libro que se toma de vez en cuando para dejarlo de lado cuando ya se tiene bastante. Asimismo creo que en ese segundo verano de guerra César ya me tenía una gran confianza: valoraba mis conocimientos, se divertía con mis frecuentes comentarios burlones y toleraba mis críticas, puesto que había llegado a convencerse profundamente de mi lealtad. Y no sin razón. Ya ni siquiera me enojaba el hecho de que montase a
Luna
, la yegua blanca y maravillosa del asesinado Niger Fabio. César no era culpable de su muerte, y si el responsable de ese infame asesinato había sido Creto, Silvano o el tal Mahes, a buen seguro nunca llegaría a saberlo.
—Druida, si le ordenaras a alguien que se metiera en la boca una puerca gala entera, no lo conseguirías en la vida. En cambio, si descuartizas el animal en pequeños bocados y se lo das a lo largo de un par de semanas, lo conseguirá con facilidad —deliberó César—. Tal vez los celtas seáis más numerosos, quizá también más valientes y audaces, a lo mejor incluso más fuertes; como puerca gala quizá seáis de hecho invencibles, pero vosotros mismos sois vuestro mayor enemigo.
—No, César —lo contradije—, somos un pueblo que ama la libertad. No tenemos una Roma que nos ordene lo que debemos hacer o dejar de hacer. Un gobierno central a imagen del de Roma no se concibe en la Galia. ¿O crees acaso que podrías conseguir que una manada de jabalíes galos se dispusiera en formación de cuña?
—Quizás tengas razón, druida, y sin embargo te equivocas. No queréis someteros a un gobierno central, por eso tampoco tenéis un ejército permanente. Y precisamente por eso, porque no toleráis una Roma en la Galia, Roma os someterá. El gobierno central que nunca quisisteis en la Galia os será impuesto por Roma. Y será romano. Al final tendréis un gobierno central romano por haberos negado a aceptar un gobierno central galo.
César tenía toda la razón. No obstante, se lo rebatí con el único objeto de molestarlo.
—¿Qué te da la certeza de que tus enemigos no aprenderán de ti, César? —pregunté después de haber cabalgado un buen rato en silencio, uno junto al otro.
César sonrió con aire de suficiencia y apoyó ambas manos detrás de la silla. Así era como más le gustaba montar: los brazos hacia atrás, las palmas apoyadas sobre el borde de la silla de cuero, erguido y orgulloso, con la mirada dirigida al frente sin dejar por ello de observar los bosques y las colinas que discurrían a la izquierda del camino. Los nervios del bosque ya no le daban miedo. Hacía tiempo que sospechaba que temían la batalla a campo abierto y que la evitaban.
—Desde luego, un pueblo sometido por César puede aprender de él, pero lo único que aprenderá siempre es lo que César ya sabía ayer. Y eso es demasiado poco para ganar la batalla mañana.
¿Qué podía yo replicar a eso? ¿Acaso hay algo más convincente que el éxito?
Mientras, algunas cohortes ya habían llegado a la plaza del campamento y demarcaban la superficie bajo la dirección de un tribuno y algunos centuriones para que las siguientes cohortes pudieran comenzar de inmediato las obras de fortificación. No obstante, en cuanto los nervios ocultos en el bosque divisaron la caravana de fardos que aparecía entre las dos colinas, abajo, junto al río, se lanzaron como fieras pendiente abajo mientras la caballería nervia volvía a salir del bosque en desbandada y la caballería de los romanos se dispersaba en todas direcciones, ahuyentada como una bandada de pájaros. Con la misma rapidez, otras unidades nervias se lanzaron pendiente abajo, cruzaron el río como el rayo y subieron por el otro lado a la colina pelada para impedir los trabajos de zapa de los legionarios en su cima. César mandó enarbolar de inmediato el
vexillum
, la bandera encarnada del general. La batalla había comenzado.
Intensos toques de trompeta dirigieron a la columna de marcha que revoloteaba de forma caótica y la transformaron en pequeñas células preparadas para la lucha, que se integraron con agilidad y presteza formando una colosal obra de ingeniería estratégica. Los legionarios que ya habían comenzado con los trabajos de fortificación tiraron la pala y asieron el
gladius
, y los que ya se habían alejado un buen trecho con el fin de recoger la madera necesaria para la construcción de terraplenes dejaron todo en el suelo y regresaron corriendo con el arma empuñada, a pesar de que no llevaban las cotas de malla. Igual que un ejército de hormigas, los nervios carcomieron las líneas de combate que iban formando los romanos y con flechas certeras tiraron del caballo a los portadores de las tubas. César espoleó su cabalgadura y galopó hacia la legión décima, que se hallaba en graves apuros. Vi cómo arengaba a sus soldados a voz en grito mientras una lanza casi le rozaba. Volví grupas, deshaciendo el trayecto al galope entre acémilas muertas y fardos incendiados, y sólo con los gritos, los chillidos y los bramidos de los hombres casi llego a enloquecer. Alcancé ileso la parte de atrás de la caravana, que aún no intervenía en el combate. Los arqueros abatieron a algunos rehenes que se habían dado a la fuga, presas del pánico. Divisé a Crixo, que se alejaba con Wanda del tumulto, y les di alcance. Juntos cabalgamos hasta una pequeña elevación y esperamos el término del conflicto.
A pesar de que algunas legiones ya no podían recibir más órdenes, se entregaron a la lucha por su cuenta. Esa era la ventaja incalculable de un ejército profesional experimentado en la batalla. Todos sabían lo que tenían que hacer aun sin la orden expresa del general. Por el ala izquierda, las legiones novena y décima se impusieron de una forma asombrosa; después de arrojar los
pila
a los enemigos que se les echaban encima, se lanzaron al ataque, haciendo retroceder a los que huían cruzando el río para luego perseguirlos. De ese modo, el flanco derecho quedó completamente al descubierto. Los nervios aprovecharon ese punto débil y avanzaron en formación más compacta bajo el mando supremo de su cabecilla, Boduognato. De esta forma le cortaron el camino a la caballería romana dispersa, que pretendía huir hacia el campamento inacabado, y volvieron a darse a la fuga. Los celtas entonaron un canto conmovedor que se propagó como el fuego. Cientos de mozos y muchachos perdieron con eso el control de sí mismos y salieron corriendo a la desbandada. Los nervios cayeron sobre el campamento y la caravana de fardos, ensañándose con todo el que aún se defendía. La caballería ligera númida al servicio de César emprendió la huida. Tras ellos corrieron también los honderos baleares y los arqueros cretenses al servicio del procónsul. Los legionarios eran reunidos como reses de matadero. La mayoría de los tubas y portaestandartes romanos yacían muertos sobre su propia sangre. Sin tubas ni portaestandartes, las legiones estaban ciegas. César había perdido control. Cada cual tenía que componérselas solo. El ensordecedor griterío de la batalla era comparable al grito de un herido dragón marino del otro mundo. César estaba acabado. Como un lienzo hecho jirones, sus filas de combate revoloteaban unas contra otras. Era el fin de la guerra de la Galia, ésa que habría tenido que ser un paseo. Toda la caballería celta de César abandonó el escenario. ¡El general estaba vencido! Los caballos no tardarían en arrastrar por el suelo su cuerpo mutilado.
No obstante, la batalla aún arreciaba.
Casi sin poder dar crédito a mis ojos, yo contemplaba la horrible escena a una distancia prudencial. Supliqué a los dioses que estuvieran junto a César una última vez, pues si caía en esa jornada, los nervios esclavizarían a todos los supervivientes. Mi destino se hallaba inseparablemente ligado a la suerte que corriera César. ¡A los nervios les daba lo mismo que yo fuera un celta rauraco o un romano!
De pronto divisé al procónsul en el tumulto de la batalla; lo reconocí por su manto de general rojo púrpura. Le arrebató el escudo a un legionario y se precipitó hacia la primera línea gesticulando como un loco. Al parecer arengaba a sus hombres; de hecho, era como si César les confiriese nuevas fuerzas a sus legionarios. Allá donde aparecía el ondeante manto rojo del general se estabilizaban las filas, volvían a formarse unidades de combate y empezaban a hacer retroceder al enemigo, aunque todo ello muy despacio. Mientras, numerosos rehenes de los que iban en la caravana mataron a palos a los pocos centinelas que todavía quedaban, se hicieron con los caballos de refresco y se dieron a la fuga. Allí donde el campo de batalla estaba lleno de cadáveres pero había cesado la lucha, aparecían cada vez más mozos de caravana y esclavos que se abalanzaban como buitres sobre los cadáveres. Sin embargo, alguno que otro de los que arrebataban torques de oro del cuello de los muertos acababa abatido por una flecha o seccionado a golpes de hacha.
De repente aparecieron a paso ligero las dos legiones que habían conformado la retaguardia de la caravana. Al parecer habían visto a los numerosos desertores, sacando las pertinentes conclusiones. Su aparición infundió nuevos ánimos a aquellos legionarios desmoronados y, de súbito, los nervios tenían encima a doce mil soldados que rebosaban energía. De inmediato comprendieron que ya no tenían posibilidad alguna, aunque siguieron luchando y, cuando un hombre de primera línea caía herido de muerte, el celta de atrás avanzaba para seguir la lucha. Entretanto, miles de cadáveres se constituyeron en auténticos terraplenes sobre los que los celtas seguían luchando. Ninguno abandonó el campo de batalla. Los romanos habían logrado volver a formar siguiendo un orden. El hecho de que incluso los mozos de caravana y los esclavos se apresuraran en regresar y unirse al combate indicaba que de pronto todos volvían a creer en una victoria romana.
Y Roma venció. Una vez más, los dioses habían favorecido a César.
* * *
César deambulaba por la tienda que hacía las veces de secretaría y me observaba meditabundo. Las cuentas sobre el campo de batalla y los interrogatorios a los pocos supervivientes nervios habían dado como resultado que, de seiscientos nobles, sólo tres habían sobrevivido; de sesenta mil guerreros, sólo cinco mil podían venderse todavía como esclavos. Las cifras no le gustaron a César.