El druida del César (50 page)

Read El druida del César Online

Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
13.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

Wanda dio una patada al vacío por debajo de la mesa. «¡Aprendo deprisa!»

—En estos parajes sólo se encuentran dentistas de verdad en la legión —dijo Fufio Cita.

Creto asintió, frotándose nervioso el carrillo izquierdo. Después se dirigió a mí:

—Estás haciendo un valeroso trabajo, Corisio, pero dime, ¿de dónde sale el ámbar que vende tu esclavo? He estado mucho más al norte y he perdido todo lo que llevaba conmigo. Ariovisto ha escapado al otro lado del Rin; no volverá en mucho tiempo. ¿Y qué es lo que ha dejado? Bandas de merodeadores, legionarios romanos huidos y tropas auxiliares celtas. Me lo han quitado todo, incluso los porteadores y los esclavos. ¡Uno sabía incluso contar!

—¿Necesitas ámbar? —le pregunté a Creto.

—Sí —respondió—, en grandes cantidades. La gente de Roma está loca por el ámbar.

—Vaya, vaya —murmuré—, lo del ámbar es difícil, muy difícil…

—Tu esclavo afirma que a lo mejor podría hacerse algo —insistió el griego.

Me rasqué la cabeza para ganar algo de tiempo y después miré despacio hacia Crixo. Ese hombre tendría que haber sido actor: roía una espina de pescado perfectamente limpia, absorto en sus pensamientos, y evitaba cualquier encuentro visual.

—Tengo un contacto… A lo mejor se puede hacer algo… —mentí.

Creto asintió distraído y volvió a palparse la muela con la lengua.

—Claro que… el ámbar es muy caro… —¿Y dónde puedo conseguirlo?

—¿Pero tienes dinero? —pregunté con el fin de ganar un poco de tiempo.

—Fufio Cita me prestará el dinero —dijo Creto, y miró al proveedor de cereales de César con insistencia.

Fufio Cita asintió.

—Lo que falta no es dinero, sino cereales. Tendrías que saldar tu deuda en cereales.

Creto aceptó haciendo un gesto con la cabeza.

—Cuando regreses a Massilia, consígueme cereales para el campamento de provisiones de la Narbonense.

—En la Narbonense —suspiró Creto—, César nos lo devora todo, y lo que no consigue devorar se lo lleva a sus campamentos de provisiones del norte.

—Todavía no te has acostumbrado a César —apuntó Fufio Cita riendo.

—¿Cómo voy a acostumbrarme a que César abra a los mercaderes romanos las rutas comerciales hacia Britania y el mar del Norte?

—Es que los massilienses tenéis que dejar de frustrar los planes de César. Ahora que Ariovisto ha huido al otro lado del Rin con todo el dinero de vuestros sobornos, no os queda más remedio que acomodaros a las nuevas circunstancias. —Fufio Cita rió—. Lo que César ha movilizado y conseguido en la Galia escapa a toda comprensión. El Senado lo honró con quince días de festejos en agradecimiento por ello. Resulta sencillamente increíble. ¡La plusmarca, bis dato, la tenía el gran Pompeyo, nuestro gran Alejandro! ¡Diez días le otorgaron por su victoria sobre Mitrídates, y César ha recibido quince!

Fufio Cita desplazó el torso a un lado para que le sirvieran la espalda de jabalí jugosa y rojiza que ya habían partido en trozos.

—En César se hace patente la voluntad de los dioses. Incluso sus maldades son dignas de admiración. Sus cómplices de Roma maquinaron el asunto de tal forma que fue justo su aliado y eterno rival, Pompeyo, quien hubo de presentar en el Senado la solicitud para la celebración. ¿Existe forma más bella de mortificar en público a un rival? Por no hablar de Cicerón, que ha pasado dieciséis meses en el exilio suplicando permiso para regresar de una manera lamentable. Ahora vuelve a estar en Roma y le lame a César el sudor de los pies. El hombre ya no es más que una sombra de lo que fue. ¿Y los enemigos de César? Le piden créditos y le imploran que traiga a sus hijos a la Galia para que también ellos puedan enriquecerse aquí. Creto, no tiene ningún sentido intentar frustrar los planes de César. Con la victoria en la Galia, César es más poderoso que nunca; tiene a Roma a sus pies. Con la Galia, que es el doble de grande que Italia, el poder de Roma ha crecido tremendamente en dos cortos veranos. Gloria, oro y más esclavos, nuevas rutas comerciales y aranceles, tributos e impuestos suplementarios llegan cada día a la capital. Por eso hemos honrado durante quince días a nuestro famoso infractor de la ley, Cayo Julio César.

Fufio Cita levantó el vaso.

—¡
Ave, Caesar, Ave, imperator
!


Déficit omne, quod nascitur
—repliqué con sequedad, lo cual significaba: «Todo lo que nace se extingue otra vez.»

Creto sonrió, cansado, y levantó su vaso:

—Por el ámbar, el oro de Oriente.

Aún estuvimos charlando un rato más, hasta que tuvimos el estómago lleno a reventar. Por la noche se nos unieron otros mercaderes, que intercambiaban con avidez las noticias acerca del estado de los caminos y los mercados cercanos. El conjunto del comercio en la Galia estaba cambiando. Nadie deseaba otra cosa que hacer negocios con César, con su ciudad itinerante de cincuenta mil hombres. Donde habían descansado los hombres de César, los campamentos de provisiones quedaban vacíos en veinte leguas a la redonda.

Al principio de la tercera guardia nocturna, Fufio Cita enmudeció de pronto. Simplemente se cayó de la silla, y sus esclavos se lo llevaron al dormitorio. El vino ofrecido por Creto, que debería haberlo puesto parlanchín, lo había dejado del todo silencioso.

* * *

La esclava de la cocina nos acompañó al primer piso portando una lámpara de aceite. La habitación desprendía un horrible olor a sudor rancio y orines. Las paredes estaban cubiertas de garabatos y unos profundos armazones de madera, forrados de paja ya putrefacta, servían de lecho. Encima había pieles grasientas. Sobre el mío se leía aún la inscripción: «Nos hemos meado en la cama. Lo admito, posadero, no ha estado bien. ¿Preguntas por qué? ¡No había orinal!»

El texto no era tan sorprendente como el hecho de que allí hubiese dormido alguien que supiera escribir. Me dormí acompañado de todo tipo de parásitos que me picaban mientras algún cliente se divertía en la oscuridad con una de las mujeres que trabajaban en la posada; jadeaba con tanta fuerza que había que temer por su vida. Me tapé la cabeza con la capucha de mi tupida capa de invierno y me tumbé de lado. Así veía por la pequeña ventana el bosque y la luna, que descansaba mágica y celestial entre los astros.
Lucía
se había metido bajo mi brazo doblado, hecha un ovillo; me encantaba su olor y el calor que despedía su cuerpo. También ella tardó en dormirse. Lo que nos impedía conciliar el sueño no eran tanto los molestos e irregulares ronquidos de los borrachos que estaban tumbados en sus lechos de madera, derrotados, como los inquietantes chillidos y ruidos provenientes de los innumerables ratones y ratas. En algún momento Wanda me preguntó si ya dormía. Cada vez hacía más frío, y se vino a mi lado con sus pieles.
Lucía
saltó de la cama y se entregó con determinación a la caza de ratones.

—Amo, ¿no habías pedido una muchacha? —bromeó Wanda mientras se me arrimaba con cariño.

—Sí —cuchicheé—, pero a mi esclava no le parece bien y ya no tengo dinero.

—No importa —me susurró Wanda al oído mientras buscaba mis labios con la punta de la lengua.

* * *

Al día siguiente regresamos al campamento. Fufio Cita estaba poco hablador; de vez en cuando paraba y arrojaba al borde del camino. Sentí mucha lástima. Más o menos al mediodía encendimos un fuego a cubierto del viento bajo un saliente de piedra y hervimos agua. Preparé una decocción y le añadí, poco antes de que el agua hirviera, unas cuantas hierbas secas. Cuando se hubo enfriado, vertí un poco en un vaso y se lo di a beber a Fufio Cita.

—Tranquiliza el estómago —dije.

—¿Tienes también algo para el dolor de muelas? —preguntó Creto. Estaba de bastante mal humor y no hacía más que quejarse y criticarlo todo. Le dije que la decocción adormecía el cuerpo sin que la cabeza se quedase dormida. Creto no entendió ni una palabra. El dolor de muelas era tan fuerte, no obstante, que metió el vaso en la decocción y bebió.

Crixo volvió a hervir agua y preparó un puré de cereales molidos y tocino ahumado. Creto se quejó de que la comida estaba muy salada. Wanda y Crixo sonrieron; de alguna forma tenía yo que deshacerme de la sal.

—El cuerpo necesita sal —murmuré.

—Si lo dice un druida, será verdad —dijo Fufio Cita con voz débil.

Cabalgamos de nuevo por el paisaje nevado. Los cansados árboles dejaban colgar las ramas bajo la pesada carga de la nieve. Los caminos estaban cubiertos por una profunda y espesa capa de nieve suelta. Adoraba el ruido crujiente que se produce cuando los cascos pisan sobre capas de nieve muy compactas. Wanda y yo cabalgábamos uno junto al otro como dos enamorados y nos acariciábamos con la mirada. Ella era un auténtico regalo de los dioses.

Fufio Cita iba en cabeza con algunos de sus esclavos. A veces volvía la vista hacia mí, escéptico, casi con desconfianza. Seguro que nunca había dejado que lo tratara un druida.

—Druida —dijo al cabo de una hora larga—, en Roma podrías ganar mucho dinero. ¡De pronto me encuentro de maravilla!

—¡Es porque ya has vomitado bastante! —soltó Creto detrás de nosotros, con ánimo pendenciero—. Si el estómago está vacío, ¿qué más quieres vomitar?

—¡Bilis! —dije riendo—. Nunca es demasiado tarde para vomitar un poco de bilis. Pero dime, Creto, ¿qué tal van tus muelas?

—El dolor ha pasado, aunque seguramente es por el frío.

Cita rió para sus adentros y luego gritó en dirección a nosotros:

—Druida, ¿conoces algún remedio que haga comestibles a los viejos avinagrados como Creto?

—Sí —bromeé—, la espada.

Cabalgamos hasta lo alto de una colina que había junto a un espeso bosque. A lo lejos vimos humo. Fufio Cita le ordenó a uno de sus acompañantes que se adelantara. Al cabo de un rato, el hombre regresó para informar de que unos celtas estaban asando un cerdo y nos invitaban a comer.

Consideramos un breve instante los pros y los contras y decidimos acompañarlos. Lo cierto es que no poseíamos nada que justificara un asalto. Los celtas nos recibieron amistosamente, ofreciéndonos vino y carne. Fufio Cita ordenó a sus esclavos repartir pan y nueces. Eran celtas jóvenes, ninguno tenía más de veinticinco años; parecían estar esperando a alguien y no tenían prisa por marchar. Conversaron conmigo acerca del tiempo y del vuelo de los pájaros. Los celtas, igual que el resto de pueblos alrededor del Mediterráneo, siempre estamos a la espera de alguna señal de los dioses. Fufio Cita y Creto guardaban silencio. Al parecer no querían darse a conocer como romanos, aunque no era difícil identificarlos por su vestimenta. No obstante, me parece que no querían provocar sin necesidad. De modo que se limitaron a esbozar una sonrisa cortés cuando un celta les dedicaba su atención. Al cabo de un rato, una buena docena de celtas se alejó para clavar dos lanzas en el suelo a unos cincuenta pasos de nosotros. Ambas lanzas estaban más o menos separadas por la longitud de otra lanza y por encima atravesaron una tercera lanza sujeta con cintas de cuero. ¡Un yugo! No me cabe duda de que el remedio que le había dado a Fufio Cita para calmarle el estómago perdió de repente su efecto y que Creto volvía a sufrir un palpitante dolor de muelas. Ambos intercambiaron miradas nerviosas. También los esclavos y porteadores de Fufio Cita empalidecieron y se pusieron a examinar la zona en busca de una posible escapatoria. Los celtas de la hoguera sonreían satisfechos y contemplaban divertidos cómo sus camaradas levantaban otro yugo a más o menos cien pasos del primero.

—¿Quién se anima? —exclamó uno que llevaba una túnica de pieles ceñida sobre la vestimenta de lana.

Delante de sendos yugos se había reunido un pequeño grupo de fuertes celtas. En uno de los yugos había seis, en el otro siete.

—Nos hace falta otro hombre —exclamó alguien.

Un tipo algo gordezuelo y con la cara enrojecida por la bebida se levantó de la hoguera tambaleándose y avanzó por la nieve espesa. Ya había siete celtas ante cada yugo.

—¿Dónde está el romano? —gritaron algunos.

Fufio Cita hizo una mueca, como si se hubiese intoxicado con pescado. El de la túnica de pieles hurgó en la nieve con el pie y al final encontró algo que desde la hoguera apenas podíamos distinguir. Se trataba de algo redondo y peludo. Entonces empezaron.

Los dos grupos se abalanzaron sobre aquello e intentaron hacerlo avanzar a patadas. Se empujaban, se daban tirones de los mantos y las túnicas, y le daban patadas a aquella cosa como locos. Un tipo joven y larguirucho corrió deprisa hacia delante, consiguiendo colocar el pie debajo de la cosa para a continuación lanzarla con elegancia por encima de los demás jugadores hasta justo delante de los pies del tipo gordezuelo, que se mantenía algo apartado. Éste empujó la cosa hacia delante con la parte interior del pie y se precipitó hacia el yugo contrario. El celta de la túnica de pieles salió disparado hacia él desde un lado y deslizó los pies entre las piernas del otro. El gordo cayó en la nieve dando alaridos mientras aquella cosa rodaba en dirección a nosotros.

La cosa era una cabeza; una cabeza cortada.

Rodó en línea recta hasta nuestra hoguera y se quedó atascada en la honda nieve. Un celta que estaba echando más leña agarró la cabeza por el pelo, la balanceó en el aire y la devolvió al campo de juego. El celta delgaducho se separó de su grupo de jugadores y, con una excelente recepción directa, lanzó la cabeza mientras estaba aún en vuelo directamente a través del yugo contrario; cayó de rodillas al tiempo que daba un alarido y alzaba los puños cerrados hacia el cielo. Sus compañeros de equipo corrieron hacia él, cayeron también de rodillas y abrazaron al tirador victorioso mientras los jugadores del otro grupo daban fuertes puntapiés a la cabeza y se precipitaban hacia el vacío yugo contrario. Uno había asido la cabeza bajo el brazo mientras los demás lo protegían por todos los costados. Como no había nadie allí delante, les fue fácil pasar la cabeza entre las dos lanzas. Pero, eso no gustó nada al otro grupo, que de la enorme alegría había hundido en la nieve al goleador flacucho. Consideraron ese procedimiento poco noble, y se desencadenó una fuerte discusión. Al final la disputa desembocó en una horrible pelea. En ese momento llegaron unos jinetes; jinetes celtas, encabezados por un hombre joven a quien yo ya había visto en algún lugar. Cuando desmontó junto a la hoguera, un joven celta vino corriendo y se llevó su caballo. Los gallos de pelea del campo de juego detuvieron la riña de inmediato.

Other books

Breve Historia De La Incompetencia Militar by Edward Strosser & Michael Prince
Ting-A-Ling by Faricy, Mike
Crow Bait by Douglas Skelton
Una voz en la niebla by Laurent Botti
The Memory of Snow by Kirsty Ferry
Call After Midnight by Tess Gerritsen