El druida del César (52 page)

Read El druida del César Online

Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
13.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y bien, Corisio, ¿dónde está tu mercader?

—Bueno —respondí de mala gana—, al término del segundo verano de guerra César recompensó mis servicios con generosidad. Con ese dinero le compré las cajas a un mercader del este. Pensé que si nos dirigíamos hacia el sur…

Creto hizo un gesto negativo con la mano.

—Pero las legiones fueron más rápidas. Nos han fastidiado todo el negocio. Verás, Corisio, jamás en la vida deberías haber comprado nada a un mercader del este. Le pagaste demasiado; con la mitad habría sido suficiente. Y a mí me has pedido cuatro veces más. Por otra parte, como ya he dicho, tienes prohibido hacer negocios por tu cuenta; de modo que has comprado este ámbar para mí. Sin embargo has pagado demasiado, y por eso sólo te daré la mitad de lo que pagaste en realidad.

Crixo y Wanda estaban muy molestos. Hasta
Lucía
gruñía. ¡Por Mercurio, cómo había cambiado ese usurero massiliense!

—Ahora no digas nada, Corisio, y alégrate de que no me querelle por incumplimiento de contrato. Imagina que te impusieran una amonestación económica. Tendrías que venderte como esclavo para pagar la multa. Así que déjame ese ámbar y date por satisfecho con haber perdido sólo la mitad.

Guardé silencio. Me había quedado sin habla. No era demasiado experto en asuntos jurídicos, pero lo poco que sabía por Trebacio Testa hablaba más en favor de las afirmaciones de Creto que de mí. Creto dijo que pediría dinero prestado, compraría esclavos y animales de tiro y luego me compraría el ámbar. Y, en efecto, lo hizo por la mitad del precio que yo había pagado por él.

—Enfádate conmigo si te apetece —dijo Creto riendo—, ¡así al menos aprenderás algo! Algún día llegarás a ser un buen mercader, Corisio, pero aún te falta mucho que aprender. Espero que jamás en la vida vuelvas a comprar ámbar, pues es la mayor de las estupideces que se pueden cometer. ¿De veras que nunca habías oído hablar de la Ruta del Ámbar? Contra eso no hay nada que hacer.

Todo palabras, nada más que necias palabras. Yo estaba hecho una furia.

—Espero que el ámbar te traiga suerte, Creto —dije, serio.

Creto quedó desconcertado por un instante.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te acuerdas del tío Celtilo?

—Por supuesto —dijo Creto, confundido.

—¿Qué crees tú que diría Celtilo de nuestro trato?

—Bueno —dijo Creto, vacilante—, se alegraría de que me preocupe por ti.

—Sí —murmuré, e intenté cargar mi voz de ambigüedad—, se alegraría y se ocuparía de que este ámbar te traiga mucha suerte.

—¡Malditos celtas y vuestras sentencias ambiguas que lo dicen todo y no significan nada! ¿Qué es este disparate? ¿Acaso pretendes atemorizarme? ¡Para mí no eres ningún druida, Corisio! ¡Date por satisfecho con que alguien se preocupe por ti! ¡Para mí eres un soñador! Sólo eso. ¡Y esas hierbas que llevas en la bolsa no te hacen más druida!

—¡Me has insultado, Creto! ¡Te acordarás de mí la próxima vez que te torture el dolor de muelas!

Me alejé furioso con pesados trancos mientras gritaba:

—¡Wanda, llévame el contrato que firmé con esta sabandija a la tienda de Trebacio Testa! Y tú, Crixo, quédate encima de las cajas de ámbar hasta que vuelva.

* * *

Poco después estaba sentado con Wanda en la tienda de Trebacio Testa y le pedía consejo. Tras leer el contrato, mandó llamar a Creto. Dos oficiales lo trajeron a la tienda. Estaba bastante alterado; a buen seguro no había creído posible que yo recurriera a la ayuda romana.

—Creto —comenzó el joven Trebacio Testa mientras se limpiaba desenfadadamente las uñas con una aguja de cuerno—, según el contrato, Corisio es tu empleado y sólo puede trabajar para ti.

—Así es —exclamó Creto entusiasmado, suponiendo ya cercana la victoria.

—Muy bien, Creto. Corisio ha comprado ámbar. Eso no le está prohibido por contrato…

—No puede comerciar por cuenta propia… —protestó Creto.

—La transacción comercial sólo culmina cuando los productos comprados vuelven a venderse. Sin embargo Corisio aún no ha vendido el ámbar, de modo que aún no ha realizado ningún negocio. Las cajas son aún de su propiedad personal.

Creto estaba enfadadísimo y agitaba la mano en señal de negación.

—Pero ¿qué es esto?, ¡si ya me ha vendido las cajas!

—No, Creto, el negocio no es válido porque se fundamenta en falsedades. Le has explicado a Corisio que está obligado a cederte la mercancía, y eso no es cierto. De ese modo, tú, Creto, has intentado obtener un beneficio mediante una falsedad y de ese modo, tú, Creto, has incurrido en una estafa. ¡Además, de este contrato deduzco que exigiste un precio abusivo por el tonel que le entregaste a Corisio en Genava!

—¡Estoy en todo mi derecho!

—Sí, si vendes el vino, pero no cuando tienes que establecer un contravalor por una mercancía perdida. ¡Eso es diferente!

—¿A qué vienen todas estas sutilezas? Corisio estuvo de acuerdo. ¡Donde no hay demandante, no hay juez!

Trebacio Testa se levantó de golpe y me señaló con el dedo.

—Aquí está el demandante, tú eres el demandado y yo, Trebacio Testa, soy tu juez.

Creto se abalanzó sobre Trebacio Testa cegado de ira y lo agarró del pescuezo.

—Rata miserable y engreída…

Casi en el mismo instante los guardias le hundieron en las costillas el asta de madera de los
pila
. Creto cayó gritando al suelo y allí se quedó, gimiendo. Los guardias lo arrastraron afuera.

—Enviadlo a prisión. El prefecto del campamento decidirá sobre él.

A mí aquello no me parecía bien; no era ésa mi intención. Como si me hubiese leído el pensamiento, Trebacio Testa dijo:

—Que no te importe, druida. De haber tenido ocasión, él te habría pisoteado como a un trapo sucio.

Al día siguiente, Creto fue condenado por el prefecto del campamento, Rusticano, en presencia de algunos oficiales. Mi contrato con Creto fue declarado nulo y sin efecto. El prefecto del campamento estableció la cantidad que tenía que abonarle a Creto por el vino perdido en Genava. Aulo Hircio me adelantó el dinero. La sentencia fue puesta por escrito y se enviaron copias a Roma, Massilia y Genava. Disfrutaba de la protección de las leyes romanas, disfrutaba de la protección de la República Romana.

Me encontraba de pie sobre el terraplén occidental, apoyado contra la empalizada de madera, mientras la silueta de Creto desaparecía poco a poco en el horizonte a lomos de un cansado burro. Luego se perdió como una línea en el blanco paisaje. Sentí gran alivio pese a saber que me había ganado un enemigo acérrimo. Era poco probable que nuestros caminos volvieran a cruzarse, y aun así… Con Roma de mi lado no tendría que temer a alguien como Creto. Estaba impresionado por el apoyo que me habían brindado los romanos. No era un celta el que me había sacado de la ciénaga, ni Vercingetórix ni Dumnórix, sino los juristas de César, los prefectos de César y los oficiales de César.

A pesar de que el día anterior aún barajaba la idea de asistir a la reunión anual de los druidas galos en el bosque de los carnutos para propugnar la cuestión celta, ya no veía motivo para hacerlo. ¿Qué me importaba a mí la cuestión de las tribus celtas si sólo contaban los intereses personales de los nobles? No tenía ganas de luchar por ningún noble celta. ¿Acaso se había esforzado alguno nunca por mí? ¿Había intentado jamás un noble celta convertirme en druida? Santónix, tal vez. Pero un noble celta sólo se ama a sí mismo. En ese sentido apenas se diferencia de un patricio o un caballero romano. El hecho de que no tuviera intención de proseguir con mi formación druídica, por supuesto, no dependía sólo de la resistencia de la nobleza celta. Seré justo: probablemente el vino me gustaba demasiado, y siempre preferiría la compañía de Wanda a los versos sagrados. Ella, además, estaba junto a mí mientras yo emborrachaba los dilemas y disgustos con un tinto de Campania sin diluir. Crixo me escuchaba con avidez, tal vez dispuesto a aprender algo de cada palabra.

—Sí —dije con un suspiro—, ¿qué habría sido de mí en la comunidad celta? ¿Acaso debo estar eternamente agradecido por que no me ahogaran al nacer? Eso no fue caridad. Seguro que les dio miedo arrojar al agua la morada de algún dios. Roma me ha abierto los ojos. Roma me ha abierto las puertas al universo del saber. Roma, no nuestros druidas. ¡Aquí, en este campamento, soy el druida de César! ¡Aquí gozo de prestigio y respeto!

Vi que Wanda y Crixo intercambiaban miradas de preocupación.

—¿Y a vosotros qué os pasa? —le grité a Crixo.

—Amo, creo que ya es suficiente —susurró.

Sí, tenía el convencimiento de que todos mis amigos estaban en ese campamento romano: Wanda,
Lucía
, Crixo y todos los romanos. Romanos. Me alegraba por ello y a la vez me entristecía, puesto que en lo más hondo de mi corazón seguía siendo… un celta rauraco. Sin embargo, aquella noche me adherí al mundo romano, ya más que harto de los celtas.

Al día siguiente firmé un contrato que me obligaba a permanecer al servicio de César hasta el término de su proconsulado en la Galia. Definitivamente me había decidido por Roma. Igual que millares de galos más.

* * *

El invierno transcurrió tranquilo. Al menos para nosotros, ya que en la Galia no hay inviernos tranquilos. En las regiones pacificadas vivían unas doscientas tribus celtas; y en invierno ocho legiones no pueden hacer nada contra ellas. A los romanos les costaba comprender por qué un pueblo que se había sometido a Roma volvía a revelarse de improviso. Tal vez se deba a que amamos sobremanera la libertad y odiamos la servidumbre. Para provocar una guerra basta con que un celta de prestigio se lamente en público durante una borrachera colectiva de que la idea de que sus propios hijos sean rehenes de los romanos le hace perder el juicio. Entonces todos se echarán a llorar como si quisieran inundar la tierra con sus lágrimas y a eso le sigue la cólera, el agarrar las armas y la partida inmediata, siempre que aún puedan caminar. Así empiezan muchas guerras en la Galia. Cambiamos de opinión igual que los dioses con el tiempo en primavera. Mientras César aplacaba el alzamiento de los vénetos, que controlaban el comercio marino con Britania, me trasladé con Fufio Cita al
oppidum
de los carnutos, a Cenabo, donde Fufio Cita había instalado una oficina central de comercio que debía regular la compra de cereales en la Galia. Fufio Cita seguía abasteciendo a los ejércitos de César. A pesar de que jurídicamente era, igual que antes, un empresario particular, hacía tiempo que pertenecía a la plantilla de proveedores del ejército del procónsul. Por consiguiente, era comprensible que la secretaría de César me encargara crear de forma temporal una oficina externa encargada de la correspondencia del despacho de Fufio Cita, puesto que Cenabo se encontraba fuera de la zona de operaciones establecida.

Más adelante me reuniría con César o con Labieno. De modo que toda noticia de los escenarios bélicos me llegó a partir de entonces siempre con gran retraso. César sofocó los levantamientos y, tras ese tercer verano de guerra, parecía tener la Galia dominada por completo. Volvió a pasar el invierno en sus otras dos provincias, Iliria y la Italia superior.

Permanecí en el
oppidum
de los carnutos e intenté sobrevivir a los meses de frío en mi escritorio romano. Allí luchaba con mis cálamos contra montañas cada vez mayores de rollos de papiro. Estafetas romanos a caballo llegaban y se iban, sus alforjas estaban llenas a reventar con noticias de Roma y las otras regiones de la Galia. Cornelio Balbo dirigía el servicio secreto de César en Roma. ¿De qué servía conquistar la Galia si luego se perdía Roma? Uno de los personajes más útiles era el cobista Cicerón. César admitía en su estado mayor a todo joven jurista que éste le recomendaba.

César, uno de los hombres más endeudados de Roma al comienzo de la guerra, se había convertido en un potentado gracias al oro celta sustraído y concedía créditos gigantescos incluso al mismo Cicerón, quien de todas formas ya poseía una gran fortuna. Cicerón no era el mismo desde su regreso del exilio. El antiguo republicano defendía en Roma los intereses del anárquico Cayo Julio César; tal vez pensara ganar una gran influencia gracias a éste, ya que en el pasado la nobleza senatorial siempre había hecho caso omiso de él, pese a sus grandes méritos iniciales. Era y sería siempre un
homo novus
, un recién llegado que no pertenecía a los suyos. Ya podía cavar en la tierra donde quisiera, que jamás desenterraría a un buen antepasado que permitiera relacionarlo con los antiguos reyes de Roma. Cuando Cicerón no estaba ocupado con las peticiones de César o con la administración de sus numerosas y ostentosas propiedades, se dedicaba a arrastrarse tras el culo de los grandes historiadores contemporáneos y a suplicarles que no sólo le concedieran un lugar adecuado en la historiografía romana, sino que presentaran su papel de una forma más favorecedora de lo que había sido en esos tiempos turbulentos. Puesto que por doquier acechaban espías y agentes para hacer público de inmediato todo paso en falso del adversario político, hasta un escrito confidencial era tan secreto como los juegos de Roma… El mundo romano por entero se reía de las mendicantes cartas de Cicerón. Algunas copias llegaban incluso a la lejana Galia. Ahora nos partíamos de risa con la copia de uno de esos escritos, dirigido al historiador Luceyo:

Bastante a menudo he hecho preparativos para exponerte verbalmente lo que ahora voy a decirte, pero me daba reparo, lo cual sin duda mal no corresponde a un hombre de mundo. Ahora deseo decirlo con descaro desde la lejanía, puesto que la carta no se sonrojará
.

Del mismo modo que le gustaba escucharse, a Cicerón también le gustaba escribir cartas larguísimas. Tardó un par de rollos en entrar en materia y exponerle sus peticiones al historiador Luceyo:

Presenta mis méritos con un afecto algo mayor incluso del que corresponda quizás a tu convencimiento, y deja que a ese respecto duerman un poco las leyes de la historiografía. En un proemio dijiste de forma muy bella que la amistad puede apartarte del buen camino tan poco como a Hércules el vicio, según cuenta Jenofonte. Ahora yo le hago entrega a tu corazón de la cálida amistad de mi persona, de modo que no la rechaces y concédele a mi amor aunque sólo sea una pequeña pizca más de lo que la verdad consiente.

En fin, después de haberle pedido prestadas enormes cantidades a César, al acaudalado Cicerón no le debió de resultar muy penoso conferir esa insistencia a sus peticiones. En realidad no es sólo el vencedor quien escribe la historia; en Roma también la escribe el que más puede pagar. De manera que no me sorprendería que Cicerón figurase en ella dentro de dos mil años como encarnación del genial orador retórico y el político sabio. Con todo, es y era una figura lamentable, un gusano miserable y cobarde sin temperamento ni grandeza humana.

Other books

Armored Hearts by Angela Knight
Pit Bulls vs Aliens by Neal Wooten
Salt River by James Sallis
Mistletoe and Holly by Janet Dailey
The Red Planet by Charles Chilton
Must Like Kids by Jackie Braun