En nuestro carro, entretanto, algunos intentaban arrancar las cadenas de los tablones de madera, pero los jinetes germanos que nos adelantaron los abatieron a golpes de espada. Yo me tendí sobre la superficie del carro y apreté la cara contra la madera como si quisiera analizar la calidad de los clavos de hierro que unían las tablas a los travesaños. Sólo cabía esperar que el carro se rompiera pronto o que volcara a causa de los numerosos baches del camino. Sin embargo, de repente escuchamos muy cerca la señal de ataque de la caballería romana. Me incorporé un poco y vi que los jinetes germanos que estaban a nuestra misma altura caían uno tras otro de los caballos. Al instante nos adelantaron jinetes romanos y eduos, entre los que distinguí también a César con su ondeante manto rojo de general. Entonces vio a Procilo y se precipitó hacia nuestro carro. El carretero intentó saltar para salvarse, siendo aplastado por los jinetes que venían detrás. César asió las riendas de los caballos e hizo parar el carro. Se volvió hacia nosotros y observamos que para él representaba una gran satisfacción habernos liberado personalmente. Ordenó a un jefe de caballería que nos quitara las cadenas y nos llevara al campamento mayor. Un jinete eduo nos trajo unos caballos mostrencos; sin decir palabra, trotamos por los márgenes del campo de batalla de vuelta al campamento entre cadáveres y gemidos de los moribundos. Aun así, lo que había sucedido allí no era comparable a Bibracte; esta vez les habían rajado las tripas incluso a animales y niños, e incluso había perros tirados a los que les habían cortado las patas.
* * *
Me sentí feliz al volver a estrechar a Wanda entre mis brazos y sentí vergüenza de haber dudado de los dioses.
Al día siguiente, Wanda y yo salimos a caballo y nos lavamos en un riachuelo. Junto a un manantial ofrendé a los dioses los denarios de plata que recibiera por la copia de los testamentos e intenté escuchar con atención las voces sagradas. ¿Dónde estaba Creto? ¿Llegaría yo a ver Massilia? ¿Llegaría a vivir en un comercio massiliense dejándome mimar por esclavas nubias, tal como soñara siempre de joven en nuestra granja rauraca? ¿O acaso tenía aquí una misión más elevada, divina, que cumplir? ¿Dependía de mí firmar la sentencia de César? No obstante, ya no sentía odio alguno por aquel hombre al que todas las tribus celtas deseaban ganar como amigo para hostigar a su vecino. ¿No me había ayudado él a alcanzar una posición social que siempre se me habría negado en una comunidad celta? ¿Acaso no me había salvado la vida ese día, poniendo la suya en peligro? Mis sentimientos hacia él eran veleidosos y contradictorios. En cierto sentido quizá me había convertido incluso en su cómplice. Cada atención que me procuraba me llenaba de orgullo, y cada vez con mayor frecuencia me sorprendía a mí mismo intentando ayudarlo, apoyarlo, mostrándole mi lealtad, sólo para recibir su reconocimiento. Otros días, por el contrario, me resultaba inquietante, y en silencio yo celebraba las incongruencias de sus informes exculpatorios, porque esperaba que algún día la posteridad lo desenmascarase. Sin embargo, esos días cada vez eran menos. El destino nos unía cada vez más. Si César hubiese perdido contra Ariovisto, con toda probabilidad yo no habría vuelto a ver a Wanda. De modo que guardaba en mi interior un asombroso dilema, que tal vez fuera asimismo el dilema de los dioses. Los dioses me favorecían, pero a César también.
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Al día siguiente me interné en la oscuridad de los bosques. El ramaje agostado cubría el seco suelo. A cada paso se quebraban ramas secas bajo mis pies. Ni un solo rayo de luz penetraba entre las espesas copas de los árboles. Sentí una corriente de aire seco; eran vientos del otro mundo. Sabía que ya no estaba solo, a pesar de que todo lo que me rodeaba parecía estar muerto desde hacía siglos. Iba en busca de hierbas y raíces cuando, de improviso, oí unas voces que no pertenecían al otro mundo. No eran voces sagradas, puesto que sonaban fuertes, irrespetuosas y roncas. Avancé despacio en dirección a ellas; me apoyaba en ramas y arbustos e intentaba levantar los pies lo máximo posible para no tropezar de continuo con raíces y maleza. Por fin llegué a una elevación rocosa desde donde se divisaba una estrecha quebrada por la que discurría un arroyo. En ese arroyo había legionarios romanos; todos recogían las espadas torcidas y torques de oro que nuestros ancestros ofrendaron en su momento a los dioses en aquel lugar. Me estremecí ante el espectáculo: ¿Cómo podía alguien atreverse a desafiar a los dioses de aquella forma?
* * *
Al día siguiente, César me hizo ir a su tienda. Tenía dolores de cabeza.
—¿Qué hacéis vosotros, druida, cuando os duele la cabeza?
César estaba tumbado sobre el triclinio y tenía un brazo apoyado sobre el rostro.
—Si el dolor procede del vino, aconsejamos cambiar de mercader. Si el dolor procede de los vientos cálidos, aconsejamos un vaso de tinto diluido. No obstante, si el dolor procede de haber saqueado objetos sagrados celtas…
César quiso incorporarse pero interrumpió su acción torciendo el gesto lleno de dolor.
—¿Qué quieres decir con eso, druida?
—¡Desafías a los dioses, César!
—¡Gozo de la protección de los dioses inmortales! Con suerte vencí a los helvecios, con suerte he vencido a Ariovisto, y con la misma suerte someteré toda la Galia. ¡No necesito la protección de tus dioses, druida! ¡Para conquistar la Galia necesito legionarios! ¡Y los legionarios necesitan dinero, muchísimo dinero! ¡A todos mis enemigos de Roma les cerraré la boca con oro celta y cada año les enviaré más esclavos de los que han visto en los últimos diez! ¡Siéntate, druida!
Me senté en una silla frente a César. Él se había sentado en su triclinio y se aguantaba la cabeza con ambas manos. Tenía los ojos cerrados.
—¿Qué me pasa, druida? —se lamentó César—. ¿Es que no hay ningún remedio para esto?
—Puedo intentarlo —dije al fin y, todo el cuerpo me tembló, disminuyendo así la tensión que me había endurecido los músculos todo ese rato.
—Inténtalo, druida —murmuró César, y se volvió a estirar en el triclinio.
Salí de la tienda y ordené a los pretorianos que aguardaban allí que hirvieran agua. Yo fui a buscar las hierbas necesarias a mi tienda mientras reflexionaba: ¿Habían dejado los dioses en mis manos la decisión sobre la vida de César?
Intenté recordar la mezcla de hierbas que le preparé a Fumix en su día. ¿A Fumix? Sí, al mismo. No era en modo alguno tan fácil, ya que no sólo era decisiva la cantidad de cada hierba, sino también el tiempo que precisaba de cocción. También era de vital importancia si una hierba se metía en agua fría, caliente o hirviendo. Según la dosis y la preparación, una hierba curativa podía matar; y una mortal, curar. Para ser sincero, debo admitir que ya no recordaba la fórmula exacta. Tal vez sorprenda que, después de todos mis fracasos druídicos de los últimos meses, volviera a dármelas de aprendiz de mago. Reconozco que resulta difícil de entender. Sin embargo había algo en mí que me empujaba a hacerlo y, en mi fuero interno tenía la certeza de que eran los dioses quienes me empujaban, y que ellos guiarían mis manos. Los dioses decidirían si César debía vivir o morir.
Eché las hierbas en el agua hirviendo y les pedí a los pretorianos que esperasen mi regreso. Persuadí a Wanda para que vigilara el caldero con las hierbas; no quería que nadie se entrometiera en mi trabajo.
Cabalgué en solitario hasta los ancestrales bosques que se extendían sobre las colinas al oeste de nuestro campamento. En un río me lavé las manos y los pies, y avancé luego despacio y con devoción sobre el caballo hacia el corazón del bosque, pasando por delante de rocas de extrañas formas y viejos árboles nudosos. Oí la llamada de la urraca, el aleteo del halcón negro y el grito de la lechuza. Entre los matorrales aguardaban tres ciervos; no sé si fue una alucinación, ya que cuando volví a mirar habían desaparecido. Este bosque era distinto de aquel otro adormecido y con ramas muertas en el suelo. Éste era un bosque lleno de vida, que me recibía como a un triunfador, alegre y feliz. Cuando volví a ver a los tres ciervos, oí el murmullo de un manantial. Desmonté y me acerqué con la cabeza gacha en señal de humildad al lugar sagrado. Sentí que un poder cálido me recorría el cuerpo y me arrodillé sobre el musgo verde claro, alargando las manos hasta tocar el agua de manantial, fresca y transparente, que brotaba del suelo para recibir la luz del sol. Entonces hice algo que sólo unos pocos habían hecho antes. Yo, Corisio, aprendiz de druida de la tribu de los rauracos, imploré la ayuda de la diosa madre Naturaleza.
—Tú, madre Naturaleza, señora de los elementos, primogénita del tiempo, divinidad suprema, reina de los espíritus, primera de entre los celestiales; tú, reunión de las imágenes de todos los dioses y diosas, toma mis manos para que sellen el destino de nuestro pueblo.
Y mientras imploraba su ayuda, más con el pensamiento que con las palabras, cerré los ojos y abrí la boca para beber de la sagrada agua de manantial que brotaba de su pubis. ¡Le ofrecí mi vida a cambio de la muerte de César! Entre los celtas, el principio de reciprocidad se aplica también en la religión: quien desea hacer un trueque con los dioses debe ser justo; quien desea salvar a un moribundo debe ofrendar a alguien rebosante de salud. No obstante, ese intercambio no iba a producirse entre un hombre y un dios, sino entre los dioses que protegían a César y los que se habían unido a mi favor. Por eso ofrecía mi vida, para que ambas partes tuvieran el mismo compromiso. No pude evitar una leve sonrisa al ver las pequeñas setas que crecían sobre el húmedo musgo del borde del manantial; Santónix me había hablado de ellas. Si los dioses entablan el diálogo, de pronto todo tiene razón de ser. Con la mano izquierda arranqué una seta y me la comí; después bebí otro sorbo del agua sagrada y agradecí su amor. Sentí cómo la diosa me estrechaba entre sus brazos y oí su risa mientras me sumergía en el estanque que se había formado bajo el manantial.
Cuando regresé al campamento me sentía como si hubiese bebido demasiado vino tinto, sólo que la boca y el paladar no estaban ni secos ni ásperos, ni tampoco tenía sed. En la mano llevaba hierbas frescas. No sé de dónde las habría sacado. Los druidas afirman que los dioses nublan por medio de las setas los sentidos de los elegidos antes de mostrarles los lugares donde crecen las hierbas sagradas. Los centinelas de la puerta del campamento estaban extrañamente cambiados, y me parecieron ranas rechonchas de hinchados mofletes cuyas palabras sonaban como el arrullo de una paloma. No pude evitar reír. También Wanda se había transformado: tenía los pechos tan grandes como las colinas que viera aquel día que me encontró el príncipe arverno Vercingetórix y su cabeza era tan pequeña que sólo se le veía melena. Por un instante me pregunté si no estaría quizá patas arriba, pero debajo de los pechos vi luego la gran tripa, tan gorda y redonda como si esa misma noche fuera a parir seis legiones celtas. Me oí preguntar si en mi ausencia todo había transcurrido según mis deseos; ella asintió mientras las ranas acorazadas conversaban con suaves arrullos delante de la tienda. Vi cómo mi mano desmenuzaba el muérdago seco entre el pulgar y el índice y lo echaba al agua caliente. En cuanto a las otras hierbas que los dioses me habían dado del bosque, no estaba seguro de si sólo servirían a la mejora del sabor o también a la salud. ¡A pesar de que mi percepción estaba muy enturbiada, mis pensamientos gozaban de una claridad asombrosa! Sentía que los dioses guiaban mis manos. No era yo quien preparaba la bebida; yo sólo era la herramienta de los dioses. Casi admirado, me di cuenta de que también añadía hierbas que ya había echado al agua hirviente antes de mi paseo por el bosque; por lo visto me había equivocado y los dioses corregían mis fallos. Había una hierba muy especial, que ahora volvía a añadir en grandes cantidades. De ella decían que dilataba los vasos sanguíneos; la contracción de los vasos sanguíneos era, según Santónix, uno de los motivos desencadenantes de la presión que se produce a veces en las sienes. Llamé al mozo de la cocina y le ordené que me trajera diferentes vinos tintos y recipientes para beber. Vertí la decocción divina en una fuente llana que se utilizaba sobre todo para fines de culto; ahí era donde se enfriaría más deprisa. Mandé que me trajeran agua en una copa fina y plateada, de pie alto, que iba a necesitar para diluir los vinos.
Entretanto, los esclavos habían depositado las diferentes ánforas de vino frente a la tienda de César; allí estaban, delante de mí, como una fila de combate romana que esperara entre la niebla matutina. Comencé con un albanés de veinte años. Con el cuidado y la majestuosidad de un sacerdote, el jefe de cocina partió el tapón de pez y le dio instrucciones al esclavo para que empezara a servir. Mientras él mismo sostenía un filtro de lino sobre el recipiente, el esclavo vertía lentamente el vino casi negro, de un olor repugnante. Tomé un pequeño sorbo y lo escupí de inmediato. Añadí agua fresca y lo probé con suprema concentración; el vino ya se había transformado en una miel fuerte. Me erguí y contemplé las inscripciones que figuraban en las diferentes ánforas con más precisión: los mejores vinos exhibían una etiqueta de papiro con la cosecha y el productor, en tanto que los más sencillos mostraban los datos marcados con tiza. Sin embargo, en ese momento caí en la cuenta de algo inverosímil: mi equilibrio era excelente, incluso podría afirmar que mis músculos nunca se habían movido con tanta suavidad y elasticidad como después de consumir esa seta divina. Me arrodillé ante las ánforas y leí las etiquetas, decidiéndome al fin por un sabino de cuatro años que era algo amargo y seco, y que seguramente se había mezclado con polvo de mármol y lejía de ceniza; sin embargo demostró aptitud en la cata. Mucho mejores resultaron un cécubo oscuro del Lacio y un
mamertinus
de la siciliana Messina. Creo que se podía sobrevivir por completo a esos vinos, incluso tras un consumo desmesurado. También esa vez intenté descubrir la proporción óptima de la mezcla con la escrupulosidad de un druida celta. Mientras que unos preferían tres partes de agua y una de vino, otros se decantaban por dos partes de agua y una parte de vino; algunos querían el vino frío o incluso mezclado con nieve, y otros por el contrario hervido y estropeado con menta, anís o violetas. Yo, en cambio, necesitaba una mezcla que dilatara los vasos sanguíneos antes de ser vomitada. Cada vez resultaba más difícil tomar una decisión ya que con cada vaso de vino que vaciaba a modo de prueba, mi poder y mi sabiduría divinos parecían disminuir. Creo que la diosa madre Naturaleza no había contado con que, después del consumo de la seta, me entregara al vino de forma tan abnegada. De modo que el efecto del vino pronto superó al efecto de la seta y me tambaleé balbuciendo entre los esclavos y las ánforas, y ya no supe qué vino había probado y en qué concentración. Al final exigí un colador de bronce y me hice servir un auténtico falerno. ¡Gran regalo de los dioses! ¡Era como si Baco en persona hubiese supervisado el proceso de prensado! Ni rastro de trementina, greda, resina, azufre, sal, polvo de mármol ni lejía de ceniza. Ése era un vino de verdad, con cuerpo y de color rojo oscuro pero aterciopelado, con un lisonjero y delicado sabor a vieja madera de tonel y a nueces. El falerno me lo bebí sin diluir. Luego me tumbé en el triclinio y disfruté de la embriaguez que me liberaba de todas las preocupaciones y los temores, proporcionándome el sentimiento eufórico de un imperator. Me sentí capaz de levantarme, cabalgar hasta Roma y hacer que me nombraran cónsul, aunque al tender la copa para que la volvieran a llenar perdí el equilibrio y me caí del diván.