—¡Romanos! —gritó César colina abajo—. ¡Soldados! Ante vosotros se encuentran los descendientes de aquellos bárbaros que ya derrotamos ante Massilia. Son ladrones que sólo traen la guerra y la destrucción y que nunca se cansan de vanagloriarse de sus hazañas. Si hoy nos enfrentamos a ellos es porque los dioses inmortales desean que castiguemos de una vez a estos bárbaros. ¡Romanos, legionarios, los dioses nos han elegido para cumplir el destino de los helvecios! ¡A vosotros os corresponde! ¡Luchad, legionarios! Ganaos el respeto de vuestros centuriones. Ganaos el respeto de César. Roma os contempla. ¡Que empiece la lucha!
Los legionarios expulsaron a gritos todo el miedo de sus entrañas, con rítmicos versos le daban vivas a Roma y a César, y se infundían coraje unos a otros mientras los celtas ofrecían un extraño espectáculo al pie de la colina. Un noble celta desnudo estaba entre las filas helvecias y romanas, y a gritos retaba a un duelo al
primipilus
. Si hubiese anotado todas sus palabras, que eran coreadas por escandalosas risas guasonas de los guerreros celtas, se habría podido publicar una pequeña enciclopedia del lenguaje escatológico celta. No obstante, ni un solo centurión se dejó provocar. Cuatro legiones se erguían frente al celta desnudo; cuatro legiones que en aquel momento conformaban tres filas, una detrás de otra. La caballería edua había sido retirada. César ya no confiaba en ellos. El celta desnudo se golpeteaba el pecho y vociferaba más maldiciones a las legiones. Al final se meó con desdén en dirección a ellos. Luego, cuando les mostró el trasero desnudo y se puso en cuclillas, una flecha certera le dio entre los hombros. Furiosos, algunos nobles celtas se quitaron de encima armaduras y vestimentas, y avanzaron desnudos haciendo salvajes aspavientos. La cobardía de los romanos les era completamente inconcebible. ¿De qué servía una victoria conseguida a traición? ¡Los romanos rehuían la lucha honorable! ¡Lo único que deseaban era la victoria! Los príncipes desnudos se hallaban fuera de sí debido a la rabia. Al cabo, un centurión de la segunda fila perdió los nervios y salió corriendo hacia delante. Su valor fue jaleado por los celtas con un huracanado griterío de aprobación. Los celtas desnudos iban a pelearse por quién debía luchar con el romano cuando otro celta desnudo entró en el amplio pasillo que separaba las líneas de batalla celtas de las filas romanas. El centurión se puso de inmediato en posición de defensa y sacó el
gladius
. El celta desnudo era muy grande y sólo iba armado con una larga espada y un hacha. Mientras el centurión movía sin cesar la posición del escudo y el brazo que empuñaba la espada, el gigante desnudo se tiró sin temor sobre el romano, que más bien era menudo. Éste brincaba sobre uno y otro pie con agilidad y agudeza táctica para evadirse rápidamente en caso necesario. No obstante, el hacha del celta desnudo salió silbando por el aire, golpeó el
scutum
pintado de rojo del centurión, le partió la cota de malla y se le quedó clavada en el esternón. El gigante desnudo llegó en dos pasos frente al centurión jadeante y le rebanó la cabeza con un corte limpio. Las filas de batalla celtas lanzaron las espadas al aire entre un griterío. El gigante se agachó hacia la cabeza cortada y la sostuvo en alto; con movimientos circulares la agitó por los aires mientras chorreaba sangre. Una lluvia de flechas abatió al celta. ¡Un acontecimiento escandaloso! ¡Costaba creer la poca nobleza que demostraban esos romanos! Allí estaban, como cobardes. A eso le llamaban disciplina. Esperaban intranquilos la señal de ataque del
cornu
. Abajo, junto a la colina, cada vez más celtas se abrían paso entre las primeras filas, como si todos quisieran ser el primero en morir. Se habían apiñado de tal forma que los escudos se solapaban. De pronto sonaron desde todas direcciones los ensordecedores toques de los
cornua
. Los legionarios lanzaron sus
pila
y se abalanzaron colina abajo. Igual que una red de hierro, miles de proyectiles silbaron por el aire y ocultaron un breve instante la visión de las filas de batalla celtas. Como los helvecios se mantenían tan apretados, los
pila
atravesaban a menudo dos escudos y los dejaban clavados entre sí. En vano intentaban los celtas deshacerse de los
pila
, cuyas débiles puntas de hierro se encorvaban después del impacto. Crispados, muchos dejaron caer los escudos y fueron atravesados por las siguientes lanzas arrojadizas que tiraban los legionarios de la segunda fila y la tercera. Cuando los legionarios que bajaban corriendo con el
gladius
empuñado alcanzaron las filas de combate helvecias, ya se habían abierto enormes huecos y a los romanos curtidos en la batalla les resultó fácil golpear con el escudo la cara de los celtas aturdidos mientras hincaban el
gladius
y atravesaban certeramente axilas o abdómenes. Puesto que los romanos luchaban en una formación estrecha pero no apretada, y utilizaban una espada corta diseñada sobre todo para hundirla, eran muy superiores a los aturdidos celtas, que usaban unas espadas demasiado largas y, por tanto, poco prácticas. De improviso, los helvecios se retiraron con rapidez a una montaña que estaba apenas a unos mil pasos de distancia. Los legionarios, seguros de su triunfo, avanzaban inexorables. No obstante, de pronto aparecieron unos quince mil boyos y tigurinos sobre el campo de batalla. Éstos habían constituido la retaguardia de la caravana helvecia. Intervinieron de inmediato en la lucha y se precipitaron hacia el flanco derecho de los legionarios, que estaba desprotegido. Cuando los helvecios que se habían retirado a lo alto de la montaña vieron que llegaban enérgicos refuerzos, se lanzaron de nuevo al ataque y corrieron una vez más montaña abajo. Con todas sus fuerzas cayeron sobre sus perseguidores, que ya se veían acosados con dureza por dos flancos. César ordenó de inmediato que las dos primeras filas de las cuatro legiones hicieran frente a los helvecios en la montaña, mientras que las filas tercera y última debían detener la avalancha de boyos y tigurinos. En ambas partes se luchó con crudeza. Los helvecios sabían que una derrota sería el final de su sueño atlántico, y todos los legionarios eran conscientes de que la derrota en esos parajes significaba una muerte segura. En ninguno de los dos bandos se vio huir a nadie. Sólo los esclavos romanos que seguían el espectáculo desde la colina, cautivados, escudados tras la impedimenta, creyeron de pronto ver a los romanos bajo gran presión. En un principio se limitaron a sonreír con descaro. Poco a poco iba desapareciendo alguno que otro por la parte de atrás de la colina y, de repente, salieron corriendo a centenares, entre gritos y burlas. Los centuriones prohibieron a los reclutas que fueran tras ellos, pues necesitaban toda la reserva de hombres. La lucha a los pies de la colina estaba degenerando en una auténtica masacre que duró desde el mediodía hasta bien entrada la noche. En ambas partes las bajas que se produjeron eran enormes, el número de heridos imponderable. No obstante, incluso aquellos que se habían retirado de forma momentánea de la lucha con tremendas heridas se volvían a levantar al cabo de un rato para seguir luchando. Cada bando intentaba precipitar el desenlace con una última acometida. Los hombres caían y morían, yaciendo a millares sobre la tierra empapada de sangre. Un centurión corría como un loco con los brazos cortados por el inabarcable campo de cadáveres, hasta que resbaló en un amasijo de tripas húmedas y cayó cuan largo era; un celta se tambaleaba entre las líneas enemigas mientras intentaba sacarse del cuello un
pilum
torcido, y un mandoble de espada le partió la cabeza; un gran ojo rodaba sobre la coraza de bronce de un joven tribuno, que escudriñaba el cielo inmóvil pero con los ojos desorbitados; un celta se derrumbó muerto sobre él, con el
gladius
todavía sobresaliéndole de la axila. Y poco a poco los gritos de los celtas se hicieron más débiles. Los boyos y los tigurinos fueron retirándose de forma tan ordenada y tranquila que bien podía dar la impresión de que se habían hartado de la batalla. Las mujeres y los ancianos, que esperaban donde la larga caravana se disolviera al mediodía, habían construido entretanto una barrera circular de carros. Los boyos y los tigurinos que regresaban se subían a las superficies de carga, atrincherándose tras sacos de cereales y toneles para, desde allí, arrojar sus lanzas sobre los romanos que retrocedían con disciplina. Los helvecios se habían retirado a su montaña e intentaban detener el avance de los romanos hasta que hubieran puesto a salvo sus fardos. Entonces gritó un centurión que César recompensaría personalmente al primero que penetrase en el campamento helvecio. Al oírlo los legionarios corrieron hacia las posiciones celtas con sumo arrojo, consiguiendo penetrar al fin hasta el centro del campamento y apoderarse de la caravana. Los hijos de los insignes príncipes fueron capturados y las legendarias reservas de oro acabaron en manos de los soldados romanos. Los helvecios, rauracos, boyos y tigurinos que sobrevivieron abandonaban el escenario bélico mudos y sin prisa, como si le tributaran los últimos honores al gemebundo campo de batalla.
Los romanos cayeron agotados al suelo y agradecieron a los dioses que la pesadilla hubiera terminado. Muchos lloraban en silencio; a algunos les temblaba todo el cuerpo y murmuraban disparates, como si hubiesen perdido el juicio. Yo me había quedado paralizado. Durante toda la noche escuchamos las súplicas, los lamentos y los gemidos de los moribundos. Hasta altas horas de la madrugada, exhaustos legionarios tuvieron que socorrer a jóvenes reclutas que, sacudidos por llantos convulsivos, se retorcían por el suelo o vagaban perturbados. Les habían hablado mil veces de las gloriosas batallas de sus ancestros, de las expediciones militares en las que habían participado sus parientes, pero nadie les había explicado la realidad de la guerra.
César estaba sentado en su tienda, rígido. Un mensajero comunicó que los helvecios habían proseguido la marcha. Cifraba el número de los sobrevivientes entre sesenta y setenta mil. César ordenó emprender la persecución.
—No estamos en situación de hacerlo —murmuró Labieno.
César sabía que la batalla había terminado con un empate. Lo mismo le habría valido ser el primero en abandonar el campo de batalla. Con todo, tal como había llegado a conocer a César, estoy seguro de que valoraba el resultado de la batalla como una señal de los dioses.
—¿Cuánto tiempo necesitaremos para dar sepultura a los muertos? —preguntó César a los allí reunidos.
—Al menos tres días, César.
Casi avergonzado se miraba las botas de cuero cubiertas de barro. Tres días, eso significaba que habían sufrido innumerables bajas.
—Labieno, manda emisarios a la tribu de los lingones. Dentro de uno o dos días, los helvecios habrán llegado a su región. Les prohíbo que ayuden a los helvecios. En caso de contravenir la orden, trataré a los lingones igual que he tratado a los helvecios. Díselo.
—César —intervino uno de los jóvenes tribunos—, en el campamento de los helvecios hemos encontrado grandes cantidades de oro. ¿Podemos…?
—¿Puede el oro devolver la vida a mis hombres muertos o curar a los moribundos? —gruñó el centurión Lucio Esperato Úrsulo. Tenía el ojo izquierdo morado y bajo la desgastada manga derecha de su túnica se había formado una costra de sangre.
—En cierto sentido, sí —respondió César con calma—. El oro significa legiones, las legiones significan poder y el poder significa Roma. ¡Traedme el oro de los helvecios!
En una enorme tienda que estaba vigilada por la guardia personal de César, los reclutas habían amontonado el oro de los helvecios. Oro robado; carros enteros de toscos lingotes de oro, incontables toneles con monedas de oro y de plata celtas, massilienses, romanas y griegas. César había insistido en que yo lo acompañase. Como el suelo era resbaladizo en algunas partes, me llevé conmigo a Wanda. César le cogió la antorcha a un soldado de su guardia personal y lo mandó salir. Estaba solo en medio de su oro, que tenía un valor aproximado de unos cuantos cientos de millones. Y era el oro de César.
—¿Por esto has invadido la Galia libre? —pregunté.
César agarró un tonel de monedas de oro massilienses, tomó un puñado y las dejó caer de nuevo en el tonel.
—Druida —respondió sumido en sus pensamientos mientras por las paredes de la tienda patrullaban las sombras de los soldados de la guardia—, ¿le preguntaste a Alejandro por qué había conquistado un imperio?
César estaba poseído. No era el oro lo que lo fascinaba, sino las posibilidades que ese oro le ofrecía. No era capaz de disfrutar lo que había conseguido hasta entonces; en sus pensamientos ya llevaba a la práctica un plan aún más osado. Visto así, César era esclavo de su ambición.
De pronto reparó en una caja de madera con bisagras doradas. Se arrodilló y quiso abrirla.
—No lo hagas —advertí.
Se volvió y me dio la antorcha para tener libres las dos manos.
—¿Por qué no debo abrirla, druida? La caja ni siquiera tiene candado.
—No lo tiene porque a ningún celta se le ocurriría abrirla.
César se volvió. Sonreía de oreja a oreja. Eso de que un celta le prohibiera abrir una caja le divertía.
—Es la caja de un druida. Deberías devolverla antes de que los dioses te castiguen.
Entonces César supo con toda certeza lo que tenía que hacer. Yo lo había amenazado con el castigo de los dioses. Si abría la caja, se pondría en contra de los dioses celtas. Le complacía en gran medida eso de pelearse con los dioses, vencerlos o perecer. Cuando César abrió la caja, me aparté, avergonzado. Coloqué la antorcha en un soporte de hierro que se hallaba sujeto a un poste en el centro de la tienda. Preferí no ver cómo el romano impío mancillaba las hoces sagradas de nuestros druidas.
* * *
Durante las horas siguientes, Mamurra empezó a catalogar el botín con la ayuda de cultos esclavos griegos. El trabajo era urgente, puesto que el importe del botín decidía la participación de cada uno de los soldados. Durante el recuento, Úrsulo, el
primipilus
, irrumpió en la tienda del oro acompañado de otros centuriones enojados y le pidió a César que se dirigiera de una vez a los hombres. César cedió a la presión y se presentó ante las legiones, que ya estaban dispuestas en formación. Elogió su valentía y les prometió a cada uno de ellos una prima por el importe de la soldada de un año. Trebacio Testa, un joven especialista en derecho administrativo que acababa de llegar de Roma, escuchaba el discurso moviendo la cabeza de lado a lado. ¿Cómo era posible que César prometiera la soldada de un año cuando todavía no sabía si sería capaz de mantener su promesa? Sin embargo, también eso era un rasgo característico del procónsul. Se presionaba constantemente con promesas y acciones precipitadas. En caso de no contar con suficiente oro para cumplir su promesa, se vería obligado a conseguir más.