El druida del César (33 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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—Druida Corisio, tengo que hablar contigo.

—¡Pasa! —exclamé al tiempo que me separaba de Wanda y me incorporaba.

Una torre de hombre entró en la tienda. Llevaba la sencilla túnica de un esclavo y su estatura lo obligaba a encorvarse para no dar con la cabeza en el techo.

—Soy Crixo, esclavo de la legión décima y propiedad personal del procónsul. Soy un regalo para ti. El procónsul quiere agradecerte así tus servicios.

Casi estallaba de orgullo. Wanda y yo intercambiamos una mirada de asombro.

«¿Dónde vamos a hospedarte?», fue mi primer pensamiento, pues no pasaba ni una noche en la que Wanda y yo no nos amáramos con pasión.

—No te preocupes —dijo Crixo con una sonrisa amistosa—, buscaré para nosotros una tienda mayor. El prefecto del campamento nos ha prometido una. Hasta entonces dormiré a la intemperie.

—¡Dinos lo que sabes hacer, Crixo!

—Limpio la tienda y las ropas con regularidad, procuro la comida y la preparo. Además, cocino de maravilla, amo, y si alguien te importuna, le rompo todos los huesos.

—¿Sabes hacer algo más? —pregunté en tono escéptico.

—Claro que sí, amo. Sé estrangular centinelas sin hacer ruido, declamar versos griegos y, de hecho, procurar todo lo que se pueda pagar con dinero.

Asentí con reconocimiento.

—De modo que te llamas Crixo, como el famoso compañero de Espartaco.

Craso, el hombre más rico de Roma, había infligido una derrota aplastante a Espartaco unos trece años atrás. Mi tío Celtilo servía entonces como mercenario en el ejército de Craso. Sin embargo, el Senado no le había concedido a éste la codiciada marcha triunfal, sino a Pompeyo, que en su viaje de regreso había masacrado a unos cuantos esclavos, propagando el rumor de que él, Pompeyo, era quien había terminado en realidad con la revuelta servil. Sí, César tenía toda la razón. ¿De qué sirve una victoria en el campo de batalla si no puede hacerse pública? Creo que no se valora lo suficiente la importancia de los informes de guerra de César. Y yo era uno de sus escribientes. Y dormía en una tienda de oficiales, tenía una amante, un esclavo culto y fuerte como un oso, y una soldada que me permitía saldar mis deudas. De algún modo, los dioses habían escuchado mi llamada de auxilio.

—¿Deseas algo, druida?

—Sí, Crixo, tráenos vino caliente aromatizado con especias.

Crixo hizo una respetuosa inclinación y salió de la tienda.

—¿Tú qué dices? —le pregunté a Wanda.

Ella asintió con gratitud.

—¡Tus dioses te defienden contra viento y marea! ¿No los habrás amenazado?

—Es que les viene bien, ya que utilizan mi cuerpo como morada —dije sonriendo.

Fuera reinaba una frenética actividad, y las numerosas siluetas que se deslizaban raudas alrededor de nuestra tienda nos quitaron las ganas de quedarnos allí dentro. Volvimos a salir y nos sentamos junto a una hoguera que había encendido la guardia montada pretoriana de César delante de sus tiendas. Los hombres escarbaban con ramas en silencio; habían llenado masa de pan con semillas de adormidera y la habían sepultado entre las cenizas. Los esclavos traían vino muy diluido y agua fresca a voluntad. Era de lo más asombroso: no importaba dónde se detuviera César ni cuánto tiempo hubiesen marchado los soldados la noche anterior, que siempre había alimento suficiente y agua fresca. Las tropas de aprovisionamiento de César eran de enorme importancia. Los celtas no comprendíamos que sólo con la aniquilación de estas tropas de aprovisionamiento se podría detener a ejércitos gigantescos. Poco después, apareció Crixo con el vino aromatizado y le pedí que les sirviera también a los demás soldados de la fogata.

Abajo, junto al río, ardían algunos carros mientras los legionarios expoliaban los cadáveres. El oro era lo más codiciado: pequeño y manejable, en todas partes tenía un considerable contravalor. También la plata, las joyas y las armas estaban solicitadas. Los productos alimenticios fueron confiscados por el
frumentator
propio de la legión; también los caballos pasaron a ser propiedad de ésta. Sólo los bueyes, las ovejas, las cabras y los cerdos se dejaron para los saqueadores. Esos animales eran demasiado lentos para la marcha y necesitaban un forraje que también había que acarrear, de modo que les dejaban la carne viva a los saqueadores, que de inmediato la vendían a los mercaderes. Las hienas de la República Romana, que habían seguido a las tres legiones a una distancia segura, ya habían montado sus puestos y lanzaban sus ofertas a voz en grito. Siempre pagaban en efectivo a los legionarios, motivo por el que cada hiena negociante necesitaba un ejército privado para su propia seguridad.

Poco después, los exploradores informaron de que los helvecios proseguían con su caravana sin intenciones de cruzar de nuevo el Arar. Rehuían la lucha y se concentraban únicamente en su emigración. César ordenó a Mamurra empezar de inmediato con la construcción de un puente sobre el río y, a pesar de que no había dado orden alguna de suspender los saqueos, se presentaron suficientes voluntarios para la tarea. Unos querían impresionar así a sus centuriones, otros esperaban conseguir con ello una mejor posición de salida en la próxima batalla contra los helvecios. Y es que todo soldado romano sabía bien que a este lado del río habían encontrado oro, pero no el legendario tesoro del oro helvecio. Poco después llegaron otras tres legiones con los fardos más pesados. De este modo, César volvía a reunir sus seis legiones.

Ya había visto a Mamurra erigir en Genava las torres de madera de varios pisos, pero el modo en que ese crápula degenerado hacía tender el puente sobre el Arar sobrepasaba con creces cualquier hazaña. Los celtas habíamos necesitado muchos días para cruzar el río, y Mamurra lo consiguió en uno solo. Cuando al anochecer el puente estuvo terminado, en la orilla contraria aparecieron mediadores helvecios y le pidieron permiso a César para enviar una delegación a la otra orilla. Estaban atónitos y hablaban de magia. No obstante, ya he dicho en alguna otra ocasión que Roma no ha conquistado el mundo con la espada, sino con la zapa. Mamurra, ese constructor de puentes, era hasta tal punto genial que César apenas lo mencionaba en sus informes. A buen seguro, le habría hecho demasiada sombra.

César dispuso que les comunicaran a los mediadores que al día siguiente estaría dispuesto a recibirlos. Ordenó excavar grandes fosas para enterrar todos los cadáveres, y ya había prohibido los saqueos. Tampoco quedaba mucho más que llevarse. Los mercaderes autorizados por contrato, entre ellos el tipo de la nariz bulbosa, recorrieron entonces el campo de batalla con sus ejércitos privados en busca de restos útiles de tela y metal y, como siempre, se enfurecían cuando los legionarios los ahuyentaban.

A la mañana siguiente, César hizo montar su tienda en la orilla y dictó más cartas para Roma. Ese día había una cara nueva en la tienda de César: Valerio Procilo, un noble de la tribu de los helvios.

Esa tribu reside entre la región de los alóbroges, al norte, y la región de los voconcios, al sur. El padre del noble había conseguido la ciudadanía romana de manos del entonces gobernador, Valerio Flaco, recibiendo en adelante el nombre de Valerio Caburo, en virtud de la elección tradicional de nombres. Como títere de Roma, también había tenido que darles rehenes, entre ellos, a su propio hijo. Este había sido conducido a Roma en calidad de rehén, y allí pasó su infancia y recibió una educación. Por eso Valerio Procilo era una de esas insólitas quimeras intelectuales, medio romano medio celta, y numerosos eruditos querían demostrar a través de su ejemplo que la educación era más importante que la ascendencia. En esos días, en cualquier caso, la región de los helvios era territorio massiliense. Procilo debía de contar diez años más que yo y César lo tenía en gran estima. Le servía como intérprete, y quién sabe si lo había hecho llamar porque todavía no confiaba en mí. O quizás había tramado un plan para abrir en la Galia diferentes escenarios bélicos. En tal caso, sin duda, iba a necesitar más intérpretes.

* * *

Alrededor del mediodía, Divicón apareció con una delegación de nobles y helvecios armados al otro extremo del puente. César envió a Valerio Procilo al otro lado para comunicarles que estaba dispuesto a recibirlos. De forma lenta y majestuosa, Divicón avanzó por los crujientes travesaños del puente de madera. Los delegados lo seguían a cuatro pasos de distancia. César aguardaba flanqueado por sus lictores al otro extremo. También él iba a pie. Divicón se quedó a un caballo de distancia de César. Malcarado, se apartó de la cara los mechones blancos con un movimiento de la mano y exclamó con furia:

—¡Siguiendo tus instrucciones, hemos rodeado la provincia romana y hemos tomado otro camino! ¿Por qué buscas la guerra fuera de la provincia? ¿No has violado tú mismo, César, como procónsul de Roma, la ley según la cual un procónsul no debe hacer la guerra fuera de las fronteras de su provincia? Sabes muy bien por qué hemos abandonado nuestro hogar. Los helvecios desean la paz. Si el pueblo romano firma la paz con los helvecios, estamos dispuestos a trasladarnos a la tierra que nos asignes y a establecernos allí. Dinos dónde debemos asentarnos, pero deja de perseguirnos fuera de la provincia romana. No obstante, en caso de que te obstines en continuar la guerra, rememora la anterior derrota del pueblo romano y la valentía de los helvecios. Si ayer atacaste por la espalda a una de nuestras tribus porque las demás, que ya habían cruzado el río, no podían acudir en su ayuda, no deberías jactarte demasiado de tu valentía. Los helvecios hemos aprendido de nuestros padres y antepasados a vencer en la batalla. No buscamos la gloria en las argucias. ¡Por tanto, cuídate, César! —vociferó Divicón, y alzó el puño cerrado al cielo—. ¡Cuídate! Es muy fácil que tu actual campamento hable de la derrota del pueblo romano y la aniquilación de su ejército.

No sé por qué había venido a entrevistarse precisamente Divicón. Tenía un aspecto enfermizo, y el fuego de su mirada estaba por completo extinguido. Los dioses lo habían desencantado, y no era más que un anciano al que se le escapaba la vida. El discurso lo había dejado exhausto. Allí estaba, respirando con dificultad, a la espera.

Cuando Procilo hubo traducido las últimas frases y Divicón no dio muestras de seguir hablando, César tomó la palabra con un semblante imperturbable:

—De ningún modo he olvidado lo que les hicisteis a nuestros antepasados. —Volvió a relatar minuciosamente la antiquísima historia, aunque evitó mencionar a Lucio Pisón, el abuelo de su suegro. Hablaba y hablaba, y casi parecía no tener un solo motivo con el que explicar a Divicón su alevoso ataque fuera de los límites de la provincia romana—. Pongamos por caso que quisiera olvidar aquella antigua humillación, ¿cómo podría olvidar alguna vez vuestro intento de conseguir atravesar mi provincia por la fuerza?

—¡Aquí estamos en la Galia libre, César! —interrumpió Divicón—. Si hubiésemos tenido intención de atravesar la provincia romana, ya lo habríamos hecho. Pero queremos la paz con el pueblo romano y por eso hemos dado este fatigoso rodeo. ¿Por qué no nos dijiste en Genava que nos perseguirías de todas formas? ¿Qué quieres de nosotros, César? ¿Qué se te ha perdido aquí? ¿Por qué estás penetrando en la Galia?

—Nuestros leales amigos, los eduos, han pedido ayuda al pueblo romano. También los alóbroges y los ambarros han protestado contra vosotros.

—¿Quién te ha dado derecho a dártelas de juez aquí? ¡Los celtas no necesitamos juez extranjero alguno! ¡Y nuestra sed de libertad ya le ha supuesto la muerte y la perdición, a más de un ejército!

A pesar de su legendaria locuacidad, César estaba en apuros. En presencia de todos sus lictores, tribunos, legados, centuriones y miles de legionarios, tenía que alegar públicamente motivos plausibles que explicaran su ataque y le otorgaran el derecho de continuar persiguiendo a los helvecios fuera de la provincia. Por lo tanto, se apresuró a elevar el tono de la conversación:

—Os vanagloriáis de vuestras victorias y al mismo tiempo os maravilláis de que, a pesar de las injusticias de aquel entonces, escapaseis sin castigo alguno. Eso da una clara idea de vuestras convicciones. Sin embargo, considera, Divicón, que los dioses inmortales a veces conceden a quienes quieren castigar por su ruindad una gran suerte y una larga impunidad, para hacer que sufran con más crudeza el repentino cambio de su destino.

Igual que un vendedor ambulante, César insistía en esa ancestral historia con montones de argumentos. Incapaz de callar, tenía que contestar, que seguir hablando. En el fondo, ambos se hablaban sin escucharse, porque el uno buscaba la paz y el otro quería pasar enseguida a la siguiente ofensiva. César me miró brevemente y luego examinó a sus hombres. Sabía que no estaba dando una buena imagen y que en Roma lo inculparían por esa incitación ilegal a la guerra. La llamada de auxilio recibida de los eduos era demasiado evidente. De modo que César tenía que ofrecer la paz y a la vez poner condiciones que fueran inaceptables para Divicón.

—A pesar de todo, estoy dispuesto a firmar la paz con vosotros —dijo para gran sorpresa de todos— si garantizáis con rehenes el cumplimiento de mis exigencias y pagáis una indemnización a los eduos.

—Hemos intercambiado rehenes con los eduos por el tiempo que dure la marcha. Si hubiésemos causado algún tipo de daño, ya hace tiempo que nos habrían devuelto a nuestros rehenes sin cabeza. Pero eso no ha sucedido, ni tampoco sucederá.

—Ofrécele entonces rehenes también al pueblo romano —insistió César.

—Los helvecios, desde tiempos inmemoriales, hemos tomado rehenes de los extranjeros, pero nunca se los hemos ofrecido.

Divicón se alejó sin esperar la respuesta de César. Sabía que toda aquella conversación era pura hipocresía. Había tenido que celebrarse para luego poder informar en Roma de que César se había molestado en conseguir la paz. Este se hallaba a todas luces satisfecho cuando el anciano Divicón le volvió por fin la espalda.

César convocó de inmediato a sus tribunos, legados y centuriones en su tienda.

—¿Cuál es el estado de ánimo entre los soldados? —interrogó en primer lugar.

Todos miraron a Lucio Esperato Úrsulo. Él conocía de primera mano las preocupaciones de sus hombres.

—Después de haberles descrito con tanto detalle la valentía de los helvecios, están sorprendidos por la facilidad de la victoria. La masacre de hombres, mujeres y niños soñolientos no les ha exigido nada especial.

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