César inició su parlamento halagando a Diviciaco con exageración, un recurso muy hábil. Cuando se quiere criticar a alguien, siempre hay que empezar con halagos. De modo que César ensalzó la amistad de Diviciaco, su lealtad, habló de conmovedores momentos humanos que había vivido en su presencia. Debilitó de veras al viejo con todos sus elogios, como un luchador que golpea sin tregua al adversario hasta que éste pierde la conciencia aun de pie. Diviciaco se sentó en una silla. Tenía los nervios completamente destrozados y, al igual que a muchas personas que han luchado largo tiempo contra el destino, las lágrimas le caían a raudales cuando alguien le profesaba unas migajas de comprensión y amor.
—Debería hacer que ajusticiaran a tu hermano Dumnórix. Eso me ordenan la ley y la costumbre. Sin embargo mi corazón me dice que no puedo herir a un amigo leal como lo eres tú, Diviciaco.
Traduje la frase de César e intenté reproducir en voz baja y conmovida la emoción que éste deseaba transmitir. Casi sentí cómo las frases del romano atravesaban el cuerpo de Diviciaco. También César lo notó, y por un momento creí ver reconocimiento en los ojos del general. Durante un breve instante fuimos aliados. Disfruté al experimentar un soplo de admiración. Claro que era presuntuoso y detestable considerarse medida de todas las cosas como hacía César, pero quién sabe, a lo mejor era cierto que disfrutaba de la protección especial de los dioses inmortales, a los que apelaba una y otra vez en cualquier ocasión. Proseguí con mi traducción, en voz baja y nítida, mientras Diviciaco agachaba la cabeza avergonzado y se sacudía con un mudo llanto convulsivo.
Cuando César le tocó el hombro con afecto, el druida cayó de rodillas y lloró con desconsuelo mientras se aferraba a la rodilla del romano igual que un niño que se estuviera ahogando. Diviciaco le contó sus penas a César y confesó que todo cuanto le habían explicado era cierto.
—Sólo a través de mí alcanzó mi hermano honor y autoridad. Pero él ha sabido mejor que yo cómo ganarse el aprecio de todo el mundo. Y ahora me causa perjuicio siempre que puede.
¡Era simplemente inaudito cómo Diviciaco se estaba humillando ante César! Necesité el máximo de concentración para lograr traducir sin trabas ese tartamudeo. Diviciaco colgaba estremecido de la rodilla de César e imploraba clemencia para su hermano. Un momento humillante para un celta. No sé si ese comportamiento no contribuyó a que César perdiera por completo el respeto por los celtas.
—Todos los eduos saben que disfruto de tu amistad, César. De modo que si castigas a mi hermano, todos pensarán que yo lo he provocado y se volverán en mi contra.
César se sentía cada vez más incómodo. Tomó la mano de Diviciaco y le pidió que se levantara. Entonces se volvió y, mientras se limpiaba las lágrimas del eduo en la rodilla desnuda con un paño de lino, le aseguró que había escuchado su petición.
—Ahora vete, Diviciaco, y envíame a tu hermano.
Diviciaco asintió y salió de la tienda humillado. César volvió a sentarse en una silla y fijó la mirada en la entrada de la tienda al tiempo que meneaba la cabeza con desaprobación y asco. Después me miró un momento.
—¿Es esto la Galia?
—No —contesté—, ése era Diviciaco.
César esbozó una gran sonrisa.
—Eres un buen traductor, druida.
—¿Cómo puedes juzgar eso, César? ¿Acaso hablas la lengua de los celtas?
El procónsul se rió.
—Pero aún mejor es tu raciocinio. Te mereces un reino en la Galia. —Dio unas palmadas y ordenó al esclavo que acudió presuroso que trajera vino diluido.
Uno de los guardias personales del procónsul anunció a Dumnórix. César lo hizo pasar. Resulta de veras asombroso lo diferentes que pueden llegar a ser los hermanos. Ese debió de ser también el primer pensamiento de César. Dumnórix era la encarnación del celta orgulloso que prefiere la muerte antes que caer en la servidumbre.
César le ofreció a Dumnórix una silla y un vaso de vino. Dumnórix los rehusó con gestos orgullosos. El procónsul no se inmutó e hizo un compendio de todas las recriminaciones que había escuchado a lo largo del día. Sin embargo, mientras le recriminaba que hubiese facilitado la marcha de los helvecios por la región de los secuanos sin pedirle permiso a él, a César, Dumnórix lo interrumpió con aspereza. Habló alto y claro para que los seguidores que le esperaban ante la tienda entendieran bien cada una de sus palabras:
—¿Desde cuándo tenemos que pedir permiso los celtas libres al procónsul de la provincia romana para ocuparnos de nuestros asuntos fuera de su provincia? ¿Nos piden acaso a nosotros permiso los romanos cuando echan cal viva en las letrinas de Ostia o cuando pavimentan la vía Apia? ¿Qué se te ha perdido aquí, César? ¿Por qué no te quedas en tu provincia? ¿Por qué sigues a los helvecios por una región libre? ¿Qué te han hecho ellos? ¿Quién te ha dado permiso alguno para entrar en la tierra de los secuanos?
—Calla, Dumnórix —le increpó César, colérico—. Interpretas mal la situación si crees que vas a someterme a un interrogatorio. Soy yo el que ha de juzgarte a ti. Estoy aquí porque los eduos han llamado a Roma.
—¡No —exclamó Dumnórix—, yo no te he llamado!
César desoyó lo que no le interesaba, según su acreditada costumbre, y prosiguió:
—Si los eduos no acaban con los insurrectos de sus propias filas, Roma les ayudará a hacerlo. Y ahora, Dumnórix, te aconsejo que evites todo motivo de queja y toda nueva sospecha. Por amor a tu hermano Diviciaco voy a salvarte la vida, pero a partir de ahora te acompañarán a cada paso cincuenta hombres que gozan de mi confianza. Estás bajo vigilancia, Dumnórix.
—Tal vez puedas quitarme la vida, César, pero jamás podrás quitarle la libertad a mi tierra.
César, furibundo, se había levantado de la silla de un salto. Los dos enemigos se hallaban frente a frente. La mano de Dumnórix ya estaba cerrada sobre la empuñadura de su afilada espada y entonces César se echó de pronto a reír.
—Dumnórix, me gusta tu valor. Por eso no te quitaré la vida, sino que ¡te convertiré en rey de los eduos!
El celta quedó desconcertado. Luego se mesó el hirsuto bigote y le asintió a César con reconocimiento.
—Dumnórix, deberías tomar posesión del influyente cargo de vergobretus y decidir sobre la vida y la muerte como juez supremo de vuestra tribu. Déjale de momento a tu hermano el liderazgo político de los eduos. En cuanto haya pacificado la Galia, tú serás su rey.
—Ninguna mujer me había seducido nunca con tanto poder de convicción —rió Dumnórix—. ¿Pero qué intención tienes con los secuanos? Han reclutado mercenarios germanos al otro lado del Rin y han hostigado de forma despiadada a nuestro pueblo. Entretanto ya han llegado más de cien mil germanos del otro lado del río y manejan a los secuanos a su antojo.
—Convoca una reunión de los príncipes de la tribu —propuso César—, e intentad uniros con los secuanos. Después ven a verme y discutiremos el asunto.
Dumnórix dio las gracias a César y salió de la tienda con la cabeza alta. Lo cierto es que no había que escarbar en ningunas entrañas para predecir que a Dumnórix no se lo atrapaba ni con indulgencia ni por la fuerza, sino sólo con la perspectiva de la corona real.
César me miró.
—¿Es esto la Galia, druida?
—La Galia tiene muchas caras —respondí—, pero Roma sólo tiene una.
César sonrió y me ofreció un vaso de vino. Me senté junto a él.
Lucía
estiró las patas delanteras y bostezó de forma sonora. Luego vino hacia mí con pasitos cortos y se volvió a sentar a mis pies.
—Me recuerdas a mi
grammaticus
, druida.
—¿A tu qué?
—A mi
grammaticus
. Era mi profesor, Antonio Gripho. Me aleccionaba en mi casa. Era galo. En un principio había llegado a Roma como rehén, pero se adaptó tan bien a nuestras costumbres que al término de su estancia obligada se quedó. Por desgracia no me explicó muchas cosas sobre la Galia. ¿Cuál crees tú, druida, que es la mayor diferencia entre la Galia y Roma?
—Los caballos —respondí con una sonrisa de satisfacción.
—¿Los caballos? ¿Te refieres a que los caballos de la Galia son más grandes y fuertes que los caballos de Roma?
Callé y bebí un sorbo de mi vaso. Estaba bebiendo el vino de la casa de César, un tinto massiliense rojo sangre.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que manejáis mejor a los caballos? ¿Que sois mejores jinetes? —insistió el general.
—No, César. Los caballos de la Galia no sólo tienen cuatro patas como los caballos de Roma, sino también cuatro cabezas. Y cada cabeza defiende una opinión diferente, y cada pata obedece a una cabeza diferente.
César me contempló pensativo, se llevó el vaso a los labios y lo vació a tragos regulares. En ese momento me sentí orgulloso de estar sentado frente a él. El aspecto deplorable de Diviciaco y Lisco había quebrantado algo en mi interior, quizás el orgullo de ser celta. De ese día en adelante ya no me presenté a los extranjeros como celta, sino como rauraco. Yo era rauraco y siempre sería un rauraco orgulloso. Aunque había otra cosa que me gustaba más ser: ¡El druida de César!
Los exploradores comunicaron que los helvecios descansaban a los pies de una montaña. César envió de inmediato jinetes para explorar la naturaleza de esa elevación. Poco después comunicaron que la montaña se podía coronar fácilmente desde todos los lados, de modo que César envió durante la tercera guardia nocturna a su primer legado, Tito Labieno, a lo alto de la montaña con dos legiones. Más o menos en la cuarta guardia nocturna, el propio César siguió el rastro de los helvecios. La caballería conformaba la vanguardia. Publio Considio fue destacado con unos exploradores. Yo me quedé con Wanda en el campamento, copiando en el secretariado de César cartas y documentos que habían llegado de Roma. Entretanto, Labieno había ocupado la cima de la montaña con sus dos legiones. César estaba sólo a una milla y media de distancia cuando Publio Considio le dio la errónea información de que la cima de la montaña se encontraba ocupada por los helvecios; dijo haberlos reconocido con claridad por sus armaduras y sus emblemas. César se retiró a la colina más próxima y dispuso su ejército en posición de combate. Puesto que Labieno no tenía permiso para atacar hasta que César estuviera muy próximo al campamento enemigo, esperó pacientemente en la cima su montaña mientras César aguantaba sobre su colina. Cuando los exploradores aclararon por fin el malentendido, los helvecios ya habían seguido la marcha.
Publio Considio fue degradado por la tarde delante de toda la legión reunida y, para su deshonra, tuvo que dormir tres semanas fuera del campamento nocturno fortificado con su cuadrilla de jinetes. Cuando despertamos al día siguiente, vimos cadáveres de los jinetes de Publio Considio desperdigados aquí y allá. Todos estaban desnudos y decapitados. Las cabezas las encontramos más adelante, ensartadas en unos postes que habían clavado en el suelo de las lindes del bosque.
Seguimos a los helvecios. En ningún momento habían tenido la menor posibilidad. Eran demasiado lentos y, a fin de cuentas, el vencedor sería el que hubiese organizado mejor el suministro de alimentos. En ese aspecto, César se encontró de pronto con un gran problema. Al cabo de dos días tenía que repartir entre sus soldados los víveres para los próximos dos meses, dos modios por cabeza.
César convocó al consejo de guerra y solicitó los últimos comunicados de todos los oficiales. La moral estaba baja; la mayoría responsabilizaba de aquel alboroto a los eduos, que no eran de fiar. Por un lado, tomar la Galia mediante un ataque por sorpresa era un juego de niños pero, por otro, parecía que todo se hubiera confabulado en contra del plan de César. Este volvió a despedir a los oficiales y se quedó solo con Aulo Hircio y conmigo. Nervioso, le echó un vistazo a la correspondencia de Roma. Después dio un puñetazo en la mesa.
—Ese jabalí grasiento lleva semanas corriendo delante de mí y no consigo atraparlo. ¿Por qué, druida?
—Tú crees que Publio Considio tuvo alucinaciones ayer, cuando anunció que los helvecios ya habían ocupado la montaña —dije.
—Ha bebido demasiado y sufre alucinaciones. Eso es lo que dicen también sus hombres. Confundió las armaduras…
—No, César, son los bosques los que le han hecho perder el juicio. En los bosques habitan nuestros dioses; moran en cada árbol y pueden transformar su aspecto a voluntad. Cuando Publio Considio creyó ver a los helvecios sobre la montaña, en realidad vio a nuestros ancestros. Ellos le arrebataron el raciocinio.
—¡Bah, basta ya, druida, no puedo seguir escuchando tus historias! Ya te enseñaré yo qué dioses se han decidido por César. Pero antes, mis hombres necesitan comida. Mañana marchamos hacia Bibracte. Si los eduos no nos dan cereal, lo conseguiremos por la fuerza.
* * *
A la mañana siguiente, hacia el final de la cuarta guardia nocturna, partimos hacia Bibracte. Había llovido toda la noche. Los caminos estaban reblandecidos y lodosos, y ese día los legionarios tenían aún más que echarse al hombro puesto que, como de costumbre, por la noche habían desaparecido más esclavos. Algunos escaparon con los helvecios, revelándoles los planes de César. Por eso en la columna de marcha de los helvecios se extendió el entusiasmo. ¡César había abandonado la persecución! ¡No, el temeroso César huía de los valientes helvecios! Mientras los helvecios seguían su camino hacia el oeste, los romanos se alejaban en dirección al norte. ¿No habían ocupado César y Labieno la colina y la montaña el día anterior, eludiendo la batalla a pesar de contar con una posición favorable? Los helvecios estaban cada vez más eufóricos, ya que es cualidad intrínseca de la naturaleza humana tomar por verdadera la versión que más agrada. Los perseguidos se convirtieron en perseguidores. Los jinetes helvecios más impacientes dieron media vuelta y provocaron a la retaguardia de César. Éste reaccionó en el acto haciendo que las dos legiones que había reclutado en la Galia citerior se colocaran sobre una colina, flanqueadas por mercenarios de la infantería ligera que portaban escudos redondos, cascos de cuero, espadas y varias lanzas arrojadizas; también había entre ellos algunos arqueros. Su deber era proteger la impedimenta. En medio de estas legiones inexpertas, más o menos a mitad de la colina César colocó a las cuatro legiones que lo servían desde hacía largo tiempo.
Yo estaba con Wanda en lo alto de la colina, en medio de carretas, catapultas y tiendas de cuero enrolladas, y veía cómo el cuerpo helvecio de caballería se abalanzaba con ímpetu hacia nosotros sin esperar siquiera a que la columna de marcha helvecia, que en su mayor parte estaba todavía de camino al campo de batalla designado, se hallara en el lugar. César dio a su caballería la orden de ataque. Los
cornua
transmitieron los mandatos en una serie de tonos acústicos cuyo significado era conocido por todos los soldados. A esa señal, la caballería edua al servicio de César se precipitó sobre los helvecios. No obstante, los jinetes helvecios avanzaron en una formación tan compacta que los eduos tuvieron que detenerse con brusquedad y fueron derribados, dándose a la fuga y tropezando unos con otros en todas direcciones. El miedo y el espanto se reflejaba en los rostros de los reclutas. Ellos sólo conocían la guerra de oídas. Pero allí estaban, en algún extraño paraje, sobre una colina, hostigados por miles de bárbaros. Y cada vez llegaban más. En pocas horas los últimos celtas de la columna de marcha helvecia habrían alcanzado el escenario bélico. Eran como un río que desembocaba al pie de la colina en un océano cada vez más inmenso. César actuó con rapidez y se apresuró a ordenar que se llevaran su caballo y los caballos de los oficiales. Como tantas otras veces en su vida, lo puso todo en juego. Su fanática ambición no le permitía ni una sola derrota. Cada conflicto se convertía de inmediato en cuestión de supervivencia. Victoria o muerte, ésa era la postura que intentaba transmitirles a sus legionarios. Nadie debía pensar ni por un instante en la huida. El peligro debía ser el mismo para todos. Me recorrió todo el cuerpo un escalofrío. Me senté con Wanda y Crixo sobre un montón de fardos de cuero y miré cautivado colina abajo. A nuestra izquierda, cientos de arrieros se reunían y hacían apuestas como en un espectáculo de cualquier arena romana. Entre ellos había también unos cuantos esclavos que debatían sobre la huida en caso de una derrota romana.