—¿No eres el druida que partió con Cuningunulo y Dicón? —preguntó uno de los hombres de Vercingetórix.
Asentí. El arverno permaneció en silencio, pero a todas luces se veía que sabía algo del paradero de los eduos. El miedo me provocó arcadas; volví a sentir esa cota de malla invisible que me ponía los músculos rígidos y tensos. Ya no cabía pensar en la huida. Los jinetes nos escoltaron a Wanda y a mí. Describiendo un enorme arco, rodeamos a caballo el campamento de los tigurinos mientras abajo, en el río, todo quedaba destrozado. Al menos yo estaba vivo. ¿Pero había sobrevivido para acabar en la cruz?
Le dirigí una breve mirada a Vercingetórix. Parecía acostumbrado al oficio de la guerra y contemplaba divertido el proceder de las legiones romanas. De vez en cuando me echaba un vistazo.
—¿Por qué luchas para César, Vercingetórix? —le pregunté al arverno con el fin de romper ese silencio incómodo.
Vercingetórix esbozó una sonrisa.
—A mis hombres y a mí no nos va mal en la caballería de César. Antes éramos salteadores de caminos, proscritos… Ahora nos pagan por ello.
El y sus hombres se echaron a reír.
—Pero yo quería preguntarte una cosa, druida. En cierta ocasión me profetizaste que algún día volvería a Gergovia, pero no me dijiste cuándo. —Se rió—. Verás, mis hombres y yo apenas podemos esperar a regresar a Gergovia y preguntarle a mi tío Gobanición por qué mi padre tuvo que irse tan pronto al otro mundo.
Recordaba con vaguedad el encuentro con ese enorme arverno. En aquella ocasión había tenido un problema algo mayor.
—¿Qué te ha prometido César? ¿La corona real de los arvernos?
—¿Qué le importa a un rey quién lo haya convertido en tal? —exclamó uno de los arvernos. Eran jóvenes y despreocupados, les encantaba el peligro y la lucha.
—Druida —insistió Vercingetórix—, ¿no respondes a mi pregunta?
—No escuchas la respuesta, Vercingetórix, eso es todo.
Vercingetórix me entregó a un grupo de romanos y alóbroges, y a continuación regresó con sus hombres al río.
La tienda de César estaba montada sobre una elevación desde la cual se divisaba todo el campo de batalla. Continuamente iban y venían emisarios que comunicaban las posiciones de cada unidad. Nosotros estábamos a un tiro de piedra, esperando que uno de nuestros escoltas pudiera hablar con César.
De pronto oí una voz débil que decía mi nombre.
—Druida…
Mi escolta alóbroge y romana miró fascinada hacia el campo de batalla.
—Druida…
La voz sonaba atormentada, casi suplicante. No podía ser la voz de los dioses. Wanda se había vuelto y me miraba boquiabierta. Tenía el espanto escrito en la cara. También yo me volví. Detrás de mí había una enorme cruz hundida en el suelo, y en esa cruz estaba clavado un hombre desnudo y de piel oscura: Fuscino.
Era lo que me faltaba.
—¿Qué hace Fuscino ahí arriba? —pregunté con cierta torpeza. De veras que no era mi intención decir ninguna inconveniencia. Con todo, el alóbroge no debió de entenderme bien.
—Fuscino contempla el cielo estrellado —respondió.
Los siguientes instantes transcurrieron viscosos como gotas de resina. ¿Qué iba yo a explicar? El desarrollo cronológico de los hechos se me había olvidado; ése es el problema de toda construcción de embustes. Fuscino volvió a resollar su fervoroso «¡Druida!»…
De todas las formas de muerte, la crucifixión es con toda probabilidad una de las más horribles. Por eso está reservada a esclavos huidos y ladrones. Yo sólo podía esperar que me decapitaran. ¿Y Wanda y
Lucía
? A Wanda la crucificarían, sin duda; a
Lucía
a lo mejor la ahogaban. Profundamente conmovido volví a asir la rueda de oro que llevaba al cuello y juré a los dioses no volver a hacer uso de mis modestos conocimientos druídicos en la vida. Tampoco ansiaba ya la entrada en la selecta comunidad de los druidas. Prometí no volver a mancillar jamás lo divino con mis experimentos.
—Taranis, dios del sol, dame fuerza e iluminación —imploré con los labios apretados—. Beleno, dios y sanador, señor de la luz, muéstrame el camino. Artio, diosa de los bosques… —Por mí, podía aparecerse en forma de osa y llevarme con ella—. Camulo, dios de la guerra, haz que los tigurinos resuciten y arrasen este campamento militar romano. Cernunno, señor de los animales, provee de alas a mi caballo. Epona… —No, otra vez a la diosa Epona no—. Sucelo, arroja tu mazo sobre las legiones romanas. ¡Por Teutates, moveos de una vez y haced vuestro trabajo!
En mi desesperación, llegué a agarrar la figura del cerdo que colgaba de mi cinto. Necesitaba cualquier ayuda imaginable, y la necesitaba ya.
—¡Corisio! —Aulo Hircio salió de la tienda y me invitó solícito a entrar. Wanda y yo nos apeamos de los caballos y lo seguimos. En la tienda ya estaban Cayo Oppio y Julio César, inclinados sobre un mapa. Ambos levantaron la vista y me examinaron con frialdad. Hubiese preferido que me tragase la tierra. Enseguida le di a César el rollo de papiro que Diviciaco me había dictado.
—Toma, procónsul, la respuesta del druida Diviciaco. Hemos venido tan deprisa como nos ha sido posible. Pero la región es peligrosa y he tenido que evitar a muchas bandas de merodeadores.
Todos parecían sorprenderse de las palabras que yo había expuesto con tanta prisa. Sólo Aulo Hircio mostró una amplia sonrisa. Parecía alegrarse.
—¿No os había dicho que podíamos confiar en Corisio? —Aulo Hircio se volvió hacia mí—: Hemos atrapado al esclavo Fuscino mientras huía. Nos ha explicado que os atacaron unos merodeadores helvecios a caballo. Pensábamos que estabais todos muertos.
—Es cierto —mentí—. Nos atacó un puñado de jóvenes jinetes. ¿Pero por qué habéis crucificado a Fuscino?
—Cabalgaba en la dirección equivocada —respondió Cayo Oppio con una sonrisa de oreja a oreja.
—Con el
pugio
del joven tribuno —añadió Aulo Hircio.
—Seguramente Fuscino huyó durante el ataque, igual que yo —intenté socorrer al esclavo.
—¿Y cómo se hace un esclavo con el puñal de un oficial?
—No lo sé. ¿Es que no ha sobrevivido nadie? —pregunté con la mayor serenidad de que fui capaz.
César y los otros dos intercambiaron una breve mirada. Cayo Oppio tomó la palabra:
—Estaban todos desnudos en una quebrada. El médico de la legión dice que poco antes habían abusado del joven tribuno con brutalidad.
—Una muerte pronta les ahorra grandes vergüenzas a algunas familias —apuntó César, impávido—. No creo que el joven tribuno hubiese llegado a nada. Iba perfumado como una puta y sólo pensaba en atiborrarse. De todos modos, sí que lo siento por el oficial de la tropa de aprovisionamiento. Tampoco él pensaba más que en la comida, pero ése era su deber. —César, sonriente, sostenía en la mano el rollo de papiro de Diviciaco y le echó un vistazo al texto. Después le dio el rollo a Aulo Hircio—: Quiero cincuenta copias. Mañana por la mañana los mensajeros las llevarán a Roma. ¡Toda la República debe enterarse de que nuestros aliados han pedido la ayuda de Roma!
Se volvió hacia mí y señaló con el dedo una silla. Era evidente que debía ponerme a escribir a pesar de que la batalla todavía no había terminado. En su pensamiento, empero, él ya la había ganado y planeaba la siguiente jugada. César dictó:
—«Capítulo 12. Al enterarse César por medio de sus exploradores de que tres cuartas partes del grupo helvecio ya habían traspasado el río, pero que aproximadamente una cuarta parte se encontraba todavía a este lado de la orilla, irrumpió con tres legiones en su campamento durante la tercera guardia nocturna (a medianoche) y alcanzó al grupo que aún no había cruzado el río. A ésos los atacó, ya que estaban desprevenidos y no prestos para la lucha, aniquilando a gran parte de ellos.»
César se detuvo un instante y luego se volvió hacia Aulo Hircio:
—Antes añadiremos un capítulo 11, que recogerá la petición de ayuda de los eduos.
Aulo Hircio asintió brevemente y dispuso la pluma. César se quedó de pie a sus espaldas y dictó:
—«Capítulo 11. Los helvecios ya habían llevado a sus tropas a través del paso estrecho, y la región de los secuanos, habían llegado a la tierra de los eduos y devastaban sus campos.»
Aulo Hircio se detuvo un instante:
—César, pero si en los campos todavía no crece el cereal…
—¿Y qué? —replicó César de mal humor—. ¿Te he pedido acaso que cites un dato exacto o que hagas hincapié sobre ese aspecto? ¿A quién le importa eso en Roma? Escribe lo que te dicto, Aulo Hircio.
César prosiguió su dictado:
—«… habían llegado a la tierra de los eduos y devastaban sus campos. Los eduos, que no estaban en posición de defender contra ellos a sus gentes ni sus propiedades, mandaron emisarios a César y pidieron socorro. Puesto que siempre han contraído grandes méritos para con el pueblo romano, ciertamente no deberíamos contemplar impasibles cómo, casi ante los ojos de nuestro ejército, devastaban sus campos, vendían a sus hijos como esclavos y conquistaban sus ciudades.»
Oímos que se acercaban unos jinetes a galope tendido. Se detuvieron frente a la tienda y saltaron de los caballos. Un emisario entró y alzó en lo alto la mano extendida:
—¡Ave, César! Nuestros victoriosos soldados han aniquilado a los tigurinos. Unos pocos consiguieron huir hacia los bosques cercanos. Los soldados preguntan a sus centuriones si les permites el saqueo.
—Registrad los bosques a fondo. Ni un solo tigurino debe sobrevivir a este día. Después, los centuriones podrán permitirles a sus hombres el saqueo.
—Así sea, César. —El emisario hizo una breve reverencia ante César.
Salió raudo de la tienda y oímos cómo partía al galope. César me señaló un momento y prosiguió con el dictado:
—«Continuación del capítulo 12. El resto buscó su salvación en la huida y se ocultó en los bosques cercanos. Eran éstos los habitantes de la comarca tigurina, ya que todo el pueblo helvecio…» —César se interrumpió y me habló directamente—: ¿Cuántas comarcas tienen los helvecios?
—Cuatro —respondí.
—Bien —continuó César—, «ya que todo el pueblo helvecio se divide en cuatro comarcas. Esta tribu en concreto abandonó su tierra en los tiempos de nuestros padres, mató al cónsul Lucio Casio y mandó pasar a su ejército bajo el yugo. De esta forma, por tanto, ya sea por azar o por voluntad de los dioses inmortales, precisamente la parte del pueblo helvecio que en su día infligió una dolorosa derrota a los romanos recibió su castigo por vez primera. De este modo vengó César una injusticia que no sólo concernía al Estado, sino también a su persona, puesto que los tigurinos asesinaron al legado Lucio Pisón, abuelo de su suegro Lucio Pisón, en la misma batalla en la que cayó Casio.»
César miró en círculo, serio y pensativo. Nosotros correspondimos respetuosos a su mirada. De pronto se le iluminó el semblante y dibujó una gran sonrisa distendida.
—Dime, druida, ¿por qué has vuelto a mí en realidad?
—¿Por qué no habría de hacerlo? —respondí con fingida inocencia—. ¿Has hecho ya recuento de los celtas que cabalgan cada día para ti y regresan luego?
César sonrió.
—Tú eres diferente, druida, y lo sabes. ¿Por qué te iba a comparar con otros celtas?
Me miraba de hito en hito, con insistencia, sin enfado pero tampoco con especial simpatía, sólo como si quisiera leerme el pensamiento o comprobar si podía sostenerle la mirada. Por supuesto, aquello era ridículo. Imaginé que el tío Celtilo estaba en la tienda y que observaba la prueba. Y la pasé. César reaccionó con una sonrisa amistosa.
—¿También sabes interpretar los sueños, druida? —preguntó con calma.
—A veces.
—¿Sabes predecir el futuro?
—Sé que ningún helvecio llegará jamás a ver el Atlántico.
César pareció sorprendido. Debía de ser muy supersticioso. Sin embargo, su origen y su cargo le impedían atribuirle significado alguno a la declaración de un joven celta que ni siguiera era de noble ascendencia o, al menos, demostrarlo. Por otro lado, le había profetizado algo que él deseaba con toda su alma. Incluso a las personas que no creen en profecías les gusta escucharlas cuando les predicen algo bueno para ellas. Siempre regresan y quieren oír más, a pesar de seguir reiterando que no creen en esas cosas. César se encontraba con un ejército romano en una región despoblada y no tenía idea de lo que le esperaba en realidad, de lo fuertes que eran de hecho las tropas celtas, por lo que le llenaba de confianza que un celta que conocía bien la tierra y a sus gentes le hiciera esa profecía. Aunque careciera de inspiración divina alguna, como mínimo era la valoración de un druida. César se volvió hacia Aulo Hircio:
—Confecciona una lista de todas las tribus de los alrededores y retoma con ella el capítulo 11. También ellos tienen que haber pedido ayuda a César. Son las tribus galas las que han llamado a César y lo han erigido en juez. —Después se dirigió a mí—: Druida, ahora tenderemos un puente sobre el Arar y atraparemos a los helvecios. ¿Cómo reaccionarán?
—Te mandarán emisarios, César.
Asintió.
—Deberías traducir las conversaciones con los emisarios y escribir después el decimotercer capítulo. Ahora, descansa.
Cuando me iba a marchar con Wanda, me preguntó si tenía algún deseo más.
—Sí —contesté—, regálame la vida del esclavo Fuscino.
—¿Fuscino?
Asentí.
—¿Por qué quieres salvar justamente la cabeza de Fuscino?
—Si Fuscino me debe la vida, me será leal para siempre.
César reflexionó un instante y después dio la orden de matar al esclavo Fuscino de inmediato.
—Recuerda, druida, que jamás debes interceder a favor de alguien que se haya vuelto contra César.
Cuando salí de la tienda, Fuscino seguía colgado de la cruz. Pero callaba. Tres
pila
le habían atravesado el pecho.
* * *
Uno de los mozos de César nos condujo a nuestra tienda, que los esclavos de la secretaría ya habían montado y dispuesto. El suelo estaba recubierto de paja limpia y pieles. Nos tumbamos, exhaustos, mientras
Lucía
olfateaba el inventario.
—Volvemos a estar en casa —sonreí con timidez al tiempo que rodeaba con el brazo la cintura de Wanda.
—Sí, amo —dijo ella con una sonrisa satisfecha.
Delante de nuestra tienda apareció de repente la silueta de un gran hombre. Mientras que el techo de cuero era opaco, las paredes de las tiendas de oficiales estaban hechas de una tela clara que dejaba pasar la luz. ¿Pero quién era el tipo que merodeaba por nuestra tienda y que tenía el aspecto de un gladiador germano?