El druida del César (34 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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—¿Están al menos satisfechos con el botín? —preguntó César.

El
primipilus
titubeó un instante y luego dijo con la cabeza gacha:

—No, César, dicen que habrían desvalijado también a los campesinos.

César arrugó la frente y reflexionó.

—¿Puedo hablar, César? —pregunté alzando la voz.

César se volvió como si hubiese chillado un ratón y me examinó con desconfianza.

—Habla, druida, pero sé breve.

—César —empecé—, si dices a los soldados que han aniquilado a toda la tribu de los tigurinos, entonces con razón buscarán a sus príncipes y su oro. ¿No es Divicón acaso también un tigurino? ¿Por qué no se encuentran también entonces sus príncipes y él entre los muertos?

César comprendió enseguida que se había puesto la zancadilla con sus propias mentiras. Sin embargo, no parecía estar enfadado por que se lo hubiese explicado abiertamente, sino que esbozaba una sonrisa, como si le gustase que un druida celta intentara seguir tejiendo su múltiple red de tácticas, mentiras e intrigas.

—Tienes razón, druida —replicó—. Donde hay campesinos no hay oro, y donde hay oro no hay campesinos, puesto que el oro está con los nobles de la tribu. Y si entre los muertos no hay ningún príncipe, es porque ya estaban al otro lado del río. Y en tal caso, también el oro estaba ya al otro lado del río.

—¿Y qué debo decirles ahora a los hombres? —preguntó el
primipilus
.

—Diles que son estúpidos si de veras pensaron que los celtas dejarían un ejército para proteger a las ovejas y las cabras. Los guerreros celtas están al otro lado del río. Allí se encuentra también el oro de los helvecios. Y, Lucio Esperato Úrsulo, recuérdales a los hombres al general romano Caepio, el cual hace cincuenta años encontró en Tolosa más de cincuenta toneladas de oro y plata en los templos y lagos sagrados de los celtas. ¡Explícales eso a los legionarios! Y permíteles escribir cartas a su casa. —Luego se dirigió a los legados—: Mandad toda nuestra caballería al otro lado del río. Que les pisen los talones a los helvecios y nos comuniquen su nueva posición en cada guardia diurna y nocturna. Pero prohibidles cualquier acción militar.

Cuando los hombres se hubieron ido, me dictó la conversación con Divicón con la ayuda memorística de Procilo. En general éste la reprodujo de una forma muy fiel, aunque suprimió la réplica de Divicón acerca de que los helvecios no habían irrumpido en la provincia romana. Tampoco mencionó que los helvecios habían intercambiado rehenes con los eduos, puesto que cualquier persona sensata se habría preguntado dónde estaban entonces esos furiosos eduos que mataban a los rehenes helvecios por venganza. De modo que, sin más, omitió ese detalle en la reproducción de la respuesta de Divicón. Sin embargo, olvidó que ya había mencionado el intercambio de rehenes entre helvecios y eduos en un informe anterior. Me abstuve de hacérselo notar. La posteridad tenía que enterarse de que los informes de César no eran especialmente fieles a la realidad. Durante largos fragmentos todo era correcto, puesto que César no podía afirmar nada falso a la vista de los numerosos testigos oculares. Sin embargo, ¿qué mercader o qué soldado podría corroborar si los eduos habían rogado de verdad la ayuda de Roma? ¿Y cuántos ojos habían visto la posterior demanda de auxilio de Diviciaco? Ahí César iba a dictar lo que le conviniese. No podía afirmar que los eduos habían decapitado a rehenes helvecios por venganza si no era cierto, puesto que ese hecho no podría haberse producido a puerta cerrada. Sin rehenes decapitados, no obstante, la afirmación de César de que los eduos se quejaban de los helvecios resultaba bastante inverosímil. César se decidió por la solución más sencilla: no mencionar una sola palabra que pudiera desenmascararlo y confiar en la ayuda de los dioses todopoderosos.

—César —preguntó Aulo Hircio—, ¿no deberíamos aportar más datos sobre las fuerzas militares?

César reflexionó. La propuesta no podía desestimarse, y Procilo hizo el cálculo:

—Teníamos tres legiones de seis mil hombres y cuatro mil jinetes. Eso suma dieciocho mil legionarios y cuatro mil jinetes.

Entonces todos me miraron.

—¿Cuántos hombres tiene la tribu de los tigurinos? —preguntó Aulo Hircio.

—Dieciocho mil hombres, mujeres y niños, de los cuales más o menos una cuarta parte pueden luchar. Eso significaría que dieciocho mil legionarios y cuatro mil jinetes han luchado contra cuatro mil quinientos tigurinos. Con todo, puesto que Divicón no es el único tigurino que ya estaba al otro lado del río, es lícito suponer…

—Nos has convencido, druida —dijo César—, no hablaremos de números hasta que yo no lo crea oportuno. Que cien personas se coman un jabalí no tiene nada de particular. Por el contrario, que cien personas se coman diez mil jabalíes deja al mundo sin aliento. El secreto es que tenemos suficiente tiempo para ello: igual que nos hacemos servir la comida en pequeños bocados, nos propondremos acometer la Galia en pequeñas unidades. Por eso no hablaremos de números hasta que no estemos en condiciones de informar de que cien romanos han devorado diez mil jabalíes.

6

Durante los días siguientes marchamos tras los helvecios con las tres legiones de César. La distancia entre nuestra vanguardia y su retaguardia era entonces de entre cinco y seis millas. Entre los legionarios había estallado la fiebre del oro. La batalla contra los tigurinos, campesinos casi todos, había causado en ellos una posterior euforia. El despacho de César había desempeñado un buen trabajo: no se habían alterado los hechos, sólo su presentación y el modo en que se los vendían a los legionarios. La perspectiva de futuros saqueos y grandes cantidades de oro devolvía la fuerza a las piernas de los soldados. Todos seguían en formación a la caravana de los helvecios, que avanzaba despacio por tierra edua. La caballería de César estaba compuesta casi en exclusiva por nobles eduos y alóbroges y sus más acaudalados clientes. También había representación de nobles expulsados de
oppida
celtas, como la gente del arverno Vercingetórix. Todos habían sido reclutados por mucho dinero y con la promesa del oro celta.

Si bien era sorprendente, entre ellos estaba también Dumnórix, el declarado enemigo de Roma. Día a día, él y sus hombres provocaban a la caravana de los helvecios contra las órdenes de César, persiguiendo a toda tropa que salía en busca de alimentos hacia las aldeas cercanas; provocaban, desafiaban, pero eludían la lucha directa. Incluso la falta de forraje para los animales podía paralizar a toda la comitiva. Un par de horas de lluvia bastaban ya para que el cerdo veleidoso, como llamaban los legionarios a la caravana helvética, quedase atrapada en el lodo. El rodeo por las quebradas les había supuesto mucha energía, y la casi completa exterminación de los tigurinos había deprimido a muchos. Los helvecios estaban cada vez más nerviosos. De pronto, la retaguardia montada perdió los nervios y quinientos jinetes helvecios se lanzaron al galope contra los cuatro mil eduos a caballo. El astuto Dumnórix fue el primero en darse a la fuga con su gente y provocó el pánico entre los cuatro mil eduos. Quinientos jinetes helvecios vencieron a cuatro mil jinetes eduos que se daban a la fuga. La noticia no dejó de tener resonancia en ambas partes. Ésa había sido la intención de Dumnórix, extender entre los romanos el pánico y el malestar general. Sólo si César se retiraba de nuevo a la provincia podría aniquilar en sentido político a su hermano pro romanos, Diviciaco.

* * *

Al cabo de dos semanas Fufio Cita, el proveedor de cereales de César, regresó del
oppidum
de Bibracte y le comunicó a César que el cereal estaba cargado en barcos y ya subía por el Arar. Los ríos de la Galia eran las vías más rápidas, baratas y seguras de todas.

—¡De qué me sirven tus barcos, Fufio Cita! —gritó César, furibundo—. ¡Los helvecios se han separado del Arar y ahora se dirigen hacia Matiscón! Si les sigo pisando los talones, también yo me separaré del Arar y, con ello, del suministro. ¡Esos cereales ya no me sirven de nada! Necesito nuevo cereal. ¡Diviciaco en persona me ha prometido la entrega!

—César, el invierno ha sido este año insólitamente largo en la Galia, el cereal de los campos todavía no está maduro. Ni siquiera tenemos suficiente forraje. Pero los eduos…

—¿Con quién se han creído esos eduos que se las están viendo? ¿Les he concedido acaso la libertad para que me vuelvan loco? ¡Cada día nuevas promesas!: «El cereal llega.» «Ya lo está reuniendo.» «Ya está de camino.» ¡Se me ha acabado la paciencia! Dentro de pocos días nuestros soldados recibirán la ración de alimentos para los próximos dos meses, ¡dos modios por cabeza, y no nos queda ni un saco de cereales en todo el ejército. Fufio Cita —César estaba fuera de sí—, el hambre es más temible que el hierro. ¡Se puede ganar una batalla contra los hombres, pero no una batalla contra el hambre!

—Lo sé, César —admitió Fufio Cita, apocado—, por eso he traído conmigo a Diviciaco y a Lisco. Esperan fuera, frente a la tienda, para hablarte.

El semblante de César se iluminó.

—¡Hazlos pasar! ¡Y llama a los legados!

Unos soldados de la guardia pretoriana de César hicieron pasar a los dos nobles eduos. Al mismo tiempo entraron también en la tienda los legados de César. Diviciaco parecía aún más desmoralizado que pocas semanas antes, igual que una uva seca. Lisco era un eduo robusto que siempre se frotaba las manos; tenía unos cuarenta años de edad y lucía una barba que se dejaba crecer desde muy arriba, como si quisiera esconderse en ella. Sus ojillos de carnero y sus modos sumisos e hipócritas resultaban más bien repelentes.

—Galos —César entró directamente en materia—: ¿Cómo podéis atreveros siquiera a no apoyarme en semejante situación? ¿Dónde está el cereal prometido? Me dejáis en la estacada a pesar de que estoy aquí por vosotros. ¡Por vuestros ruegos me he decidido a llevar a cabo esta guerra!

Lisco miró a Diviciaco, confuso. ¿No había escrito éste la petición de auxilio por hacerle un favor a César? El romano lo argumentaba como si no fuese él quien estuviese en deuda con Diviciaco, sino al contrario. ¡Aquello era el mundo al revés! Diviciaco, por así decirlo, se había quedado sin habla. Lisco levantó la mano con timidez y empezó entonces a expresar la enredada cuestión con más detalle:

—Gran César, entre nosotros hay… —Lisco se hurgaba con nerviosismo la oreja izquierda y luchaba por encontrar palabras—… entre nosotros hay ciertas personas que disfrutan de una muy alta consideración entre el pueblo llano y que, a pesar de no ocupar ningún cargo público, en el fondo tienen más poder que nuestras autoridades. Estas personas llevan semanas intentando disuadir al pueblo de que suministre el cereal prometido con discursos malintencionados y sediciosos. Dicen que si los eduos ya no están en situación de reafirmar su supremacía en la Galia, entonces sería mucho mejor someterse a un poder galo que a un poder romano extranjero. Estas personas afirman que conquistarías toda la Galia en cuanto hubieras acabado con los helvecios. También aseguran que arrebatarías la libertad a toda la Galia.

Lisco se tomaba muchas molestias por parecer que aquello le afligía. Si su barba no le hubiera cubierto el rostro entero tal vez incluso habríamos descubierto alguna lágrima que había logrado exprimir de modo artificial y con gran esfuerzo.

—César —imploró después con voz temblorosa—, no tenemos posibilidad alguna de pararles los pies a estas personas, y no te imaginas el peligro que corro al informarte de todo ello. Todo lo que hablemos y decidamos hoy les será comunicado mañana mismo a los helvecios, puesto que entre helvecios y eduos hay muchos lazos de consanguinidad.

Traduje con la mayor rapidez que me era posible. Lisco no sabía una palabra de latín ni tampoco tenía idea de las necesidades de un intérprete. Hablaba a borbotones, como una catarata. Resignado, Diviciaco miraba el suelo de la tienda; una lamentable criatura con la mandíbula colgando, un hombre que ya sólo irradiaba amargura y resignación. César lo miró, pero Diviciaco ya no se atrevió a alzar la cabeza otra vez. César dio así por concluida la reunión.

—¿Lisco? —Lisco ya iba a escabullirse como una comadreja cuando César lo llamó—. Quiero preguntarte algo más.

El eduo volvió a entrar en la tienda. En su frente se formaron perlas de sudor.

—Siempre hablas de ciertas personas. ¿Te refieres a Dumnórix, el hermano de Diviciaco?

—¡Sí! —profirió Lisco con gran alivio—. Sí, César, Dumnórix es el instigador y el culpable de todo. El pueblo adora su audaz espíritu emprendedor, sus ansias de libertad, y nadie se atreve a ir en su contra, y eso a pesar de que todos saben que aspira a dar un golpe. Hace años que tiene arrendados los aranceles y demás negocios nacionales por un precio irrisorio.

—¿No subastáis vosotros los arrendamientos? —preguntó César.

Eso ya lo había mencionado yo de paso alguna vez. Me sorprendió que César recordara siempre cualquier detalle y lo tuviera listo en caso de necesidad, siempre que le fuera de provecho.

—Sí, César, pero si Dumnórix ofrece una cantidad, nadie se atreve a sobrepujarla. Eso significaría la muerte. Dumnórix es muy rico, tiene una caballería propia, y también es muy querido en las tribus colindantes. Su mujer es helvecia y a su madre la entregó como esposa de un poderoso príncipe de la tierra de los bitúriges; a todas las mujeres de su familia las ofrece como esposas a príncipes de otras tribus celtas. Pero a ti, César, te odia infinitamente, ya que le has devuelto a su hermano Diviciaco la posición de influencia y honor que tenía antes. Has limitado así su poder. Dumnórix ultraja en público a su hermano porque ha llamado en su ayuda a las legiones de Roma para poder mantenerse firme en su propia casa; lo condena por traición a las tradiciones celtas. Y si te aconteciera alguna desgracia, César, él no dudaría en hacerse nombrar rey de todas las tribus con la ayuda de los helvecios.

La voz de Lisco era cada vez más pesarosa. Se había ido animando a medida que hablaba y no faltaba mucho para que cayera al suelo como una vieja plañidera y se retorciera cual gusano en el polvo. Si yo me hubiese podido mantener en pie sobre una sola pierna sin perder el equilibrio, quién sabe si tal vez no le habría dado un buen puntapié en el trasero a ese tal Lisco. ¡Cómo era posible que un hombre humillase de tal manera!

Durante todo el día César se dedicó a recibir a más nobles partidarios de Diviciaco y Lisco. Resultaba de veras sorprendente la naturalidad con que César se las daba de señor y juez en esos parajes. Sin embargo, la mayoría de los celtas se lo ponía fácil al no cuestionar su autoridad. Por la tarde, César volvió a recibir a Diviciaco para conversar con él. Pidió a todos los intérpretes y escribientes que salieran de la tienda, salvo a mí. Después de haberme dejado de lado en público durante la conversación con Divicón, me concedía en esta ocasión un nuevo honor especial. Estoy seguro de que esa interacción de benevolencia y severidad que se daba en César estaba pensada con una finalidad, igual que se usan el pan y el látigo en el adiestramiento de ciertos animales. Sin embargo yo no era la mascota de César, sino su druida.

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