—Niger Fabio, ¿les compras a mis hombres cereal en grano? Cada uno tiene dos
librae
…
—¿Y cuántos sois? —dijo Niger Fabio al tiempo que sonría.
—Somos quince.
—¿Para qué necesitan dinero tus hombres? —preguntó riendo el oriental.
—No te lo vas a creer, Niger Fabio, pero con él compran pan cocido. Son demasiado holgazanes para moler su ración de cereal. En lugar de moler, quieren ir al campo a joder con bárbaras.
Debo admitir que nunca me ha gustado el lenguaje grosero que emplean los legionarios. Y ese aduanero perfumado, Silvano, no despertaba en mí simpatía. Aquel día me había conseguido trabajo, cierto, pero no lo hizo por ayudarme, sino para congraciarse con el prefecto del campamento.
—Silvano —dije—, ¿cómo es que los legionarios se prestan a un trueque tan malo? ¡Un pan cuesta lo mismo que dos raciones diarias de trigo!
Silvano sacudió la cabeza en señal de negación.
—En el campamento ha estallado la fiebre del oro. Todos hablan de la guerra y del botín que les espera. Han perdido por completo la razón y empiezan a endeudarse. Todos cuentan con dos o tres esclavos y un buen puñado de oro. ¡Ya se imaginan como Craso en cota de malla!
Los soldados que esperaban frente a la tienda entraron el trigo en sacos y Niger Fabio pagó. Con una parte de los beneficios, Silvano compró arroz y azafrán; al parecer le había gustado el plato de arroz.
—¿Pero dónde se han metido los legionarios de la legión décima? —preguntó Niger Fabio—. En una hora me comprarían todas mis existencias.
—Construyen un muro con un foso en la orilla del río —respondió Silvano con una amplia sonrisa—. De diecinueve millas de largo y dieciséis pies de alto. Desde Genava hasta el Jura.
—Eso puede llevarles toda una eternidad —bromeé, luchando por mantener la serenidad.
—César ya ha ordenado reclutar a más hombres. Talan árboles y construyen firmes torres a distancias regulares.
—Entonces, ¿piensa César de verdad que cruzaremos el río sin su consentimiento?
Yo estaba furioso. Aquel enano flacucho del procónsul hacía incansables preparativos para la guerra a pesar de que nadie quería luchar contra él.
—Si intentarais cruzar el río le haríais un gran favor a César —observó con cinismo un legionario que no cesaba de masticar una hoja de laurel—. Si no lo hacéis, al final tendremos que disfrazarnos de celtas para que haya un poco de alboroto y en Roma nos concedan más legiones.
* * *
A la mañana siguiente estaba sentado en la orilla con Wanda y contemplaba cómo unos dos mil legionarios excavaban un foso con rutina y disciplina bajo la precisa dirección de sus centuriones. La tierra que extraían la empleaban directamente para levantar la barrera de detrás. Una vez más, aquello rayaba en la magia. Comprendo por qué los mercaderes explican a veces que Roma conquista el mundo con la zapa. Una legión romana no se compone de individuos; es una construcción de metal inmensa y sin rostro que avanza como un alud por la naturaleza, arrasando todo lo que encuentra a su paso.
El
primipilus
, entretanto, se nos había unido y juntos comentábamos la marcha de los trabajos.
Lucio Esperato me dio una amistosa palmada en el hombro y después señaló a lo lejos:
—Observa, Corisio, la torre ya está terminada.
Era del todo inconcebible. En la orilla habían erigido una torre de madera de tres plantas y ahora unos arqueros que vestían de forma peculiar trepaban raudos por la escalera, tomando posiciones en la planta superior.
—Son arqueros cretenses. Dentro de pocos días, la orilla izquierda del Ródano estará atrincherada en una longitud de diecinueve millas y habrá una docena de torres fortificadas.
—¿Diecinueve millas? —Quedé conmocionado.
—Sí, diecinueve millas. Aunque en algunos puntos la orilla es tan escarpada que la naturaleza nos ha ahorrado el trabajo.
La facilidad con que habían levantado esas torres de defensa resultaba asombrosa.
—¡El mérito es del caballero Mamurra! Es el ingeniero más brillante que hay bajo el sol, pero no te cruces en su camino. ¡Es un putero terrible!
Úrsulo abarcó orgulloso con la mirada la orilla izquierda del Ródano. Después me miró y comentó que tenía suerte de encontrarme en la margen izquierda.
—Úrsulo, vuestros dioses tendrán que idear algo más si pretenden detener a un ejército celta de noventa mil hombres con seis mil legionarios. —Aumenté el número de guerreros armados, al uso romano.
—Hay tiempo aún —masculló Úrsulo—. César ya ha mandado reclutar nuevas tropas en los alrededores. Sólo tenemos que ganar tiempo. No hemos de luchar, ya que con frecuencia la escasez de alimentos aniquila a un ejército; el hambre es más terrible que el hierro. ¿Cómo vais a alimentar a todo un pueblo que lleva semanas atascado en una orilla? Sacrificaréis a los caballos. Os venceremos sin haber disparado una sola flecha.
—Si César nos impide marchar por sus tierras, buscaremos otro camino. Pero respetaremos las fronteras de la provincia romana. Queremos ir al Atlántico, no al otro mundo.
—Entra al servicio de César, Corisio. ¡Ahí serás el celta más fuerte! —exclamó Úrsulo mientras acariciaba con suavidad el lomo de
Lucía
.
—¿Tú crees? —pregunté, arrugando la nariz de modo teatral.
Úrsulo se levantó mientras esbozaba una sonrisa muy significativa y bajó a la orilla con la cabeza alta y orgullosa. Aquí y allá le gritaba algo a un
optio
o a un legionario, o echaba una mano él mismo. Era el
primipilus
, idolatrado por sus hombres, y ese día se había olvidado incluso de la temida cepa.
* * *
Recorrí a caballo la orilla con Wanda y me tumbé sobre la hierba donde todavía no había pisado ninguna sandalia claveteada romana. A fin de cuentas, no podía pasarme el día contemplando cómo erigían una torre tras otra. Allí nos tumbamos en silencio Wanda y yo.
Lucía
estaba echada a mis pies, creo que al acecho de una simple ratonera. Mis pensamientos vagaban sin dirección: Massilia, Creto, la secretaría de César, Basilo, la isla de Mona, el vino, Wanda. Transcurrieron las horas.
—¿Qué piensas hacer, amo?
Miré sorprendido a Wanda. Jugaba con
Lucía
, que había regresado sin éxito de la cacería de ratones.
—Sí, ya —dijo en tono burlón—. No le corresponde a una esclava interrogar a su amo acerca de sus planes. Por mí, puedes imaginarte que te acaba de hablar tu cinto de cuero.
No conocía a Wanda en absoluto. De pronto demostraba un peculiar sentido del humor. ¡Y esa mirada! Me había dejado completamente ruborizado y ya no sabía qué hacer con los ojos y las manos. Saqué el pañuelo de seda que guardaba los cabellos dorados de dentro de mi cinto y acaricié el delicado tejido.
Lucía
lo husmeaba y quería jugar con él, pero era demasiado valioso para permitírselo.
—¿Quieres regalármelo? —preguntó Wanda con gran descaro, pues nadie regala un pañuelo de seda a una esclava.
—¿Te gusta?
—Oh, sí —respondió riendo.
—No es apropiado regalárselo a una esclava germana, pero en tu cuello está mejor guardado que en mi cinto.
Wanda no creyó una sola palabra y, divertida, estiró el cuello para que le pusiera el pañuelo. Al hacerlo tuve su boca tan cerca que percibí su aliento, y de pronto me oí decir:
—¿Sabes que en realidad hueles mucho mejor que todos los perfumes y los aceites de ese mercader árabe? —Me tomé mi tiempo para ponerle el pañuelo.
—Pues tus ojos son más bonitos que todos esos preciosos rubíes, esmeraldas y lapislázulis que vi ayer, Corisio. —Cerró los ojos y buscó mis labios. La abracé con ternura y la estreché con fuerza. Salvaje e impetuosa, estremeciéndose como una serpiente, su lengua se abría paso en mi boca mientras con hábiles movimientos de la mano liberaba mi miembro y se sentaba a horcajadas sobre mí. Echó la cabeza hacia atrás y cruzó las manos tras la nuca. Con movimientos rítmicos y mudos empujaba la pelvis hacia delante cada vez más deprisa mientras mi miembro penetraba en ella cada vez más hondo y duro. La apreté contra mí, con los labios le acaricié los pechos, que eran puntiagudos y turgentes, y sentí cómo sus uñas cavaban en mis omóplatos mientras su respiración se hacía más fuerte y ansiosa. Yo gritaba su nombre en la noche como el aullido de un lobo: ¡Wanda!
Hasta bien entrada la madrugada no concibamos, agotados y satisfechos, un merecido sueño. Me sentía hueco y vacío. Era un vacío tranquilo, ese vacío de los amantes donde no existe el día ni la noche, aquel donde ya no se cuentan las horas y pasado y presente se desvanecen como si el mundo contuviera la respiración.
Cuando el sol salió por el este todavía estábamos tumbados juntos y agotados; de cada uno de nuestros poros emanaba una fragancia a sudor y amor. Me ardía el sexo, aún algo hinchado en un punto.
Lucía
me observaba; alzó un momento la cabeza y luego la dejó caer de nuevo sobre las patas delanteras estiradas al tiempo que lanzaba un suspiro. Era como si quisiera comunicarme que en una larga noche no es posible recuperar todo lo que se ha desaprovechado en los últimos años.
* * *
Nos lavamos en un arroyo cercano y nos palpamos con ternura y delicadeza los rasguños que nos causáramos en nuestra pasión salvaje la noche anterior.
—¿Son todas las mujeres germanas tan impetuosas? —le susurré.
—¿Y los hombres celtas? —respondió con una sonrisa.
—En fin —reflexioné mientras nos sentábamos en las grandes piedras del cauce—. El tío Celtilo me explicó que las mujeres son muy diferentes entre sí. Decía que hay algunas con las que te quedas dormido, pero también que hay otras que lo transforman a uno en un volcán. Con los hombres debe de ocurrir algo parecido.
Lucía
esperaba impaciente en la orilla y nos ladraba. La salpiqué, pero sólo retrocedió un instante; se sacudió y volvió a acercarse al agua para seguir ladrando. Me senté sobre la piedra plana a horcajadas detrás de Wanda y le quité el pañuelo del cuello. Luego tomé un pequeño guijarro que la corriente había redondeado como una bola y lo envolví con la tela, atando las cuatro esquinas con fuerza para impedir que se saliera. Por último tiré la piedra al arroyo, envuelta en el valioso pañuelo de seda.
—Todo un denario de plata, no es posible —murmuró Wanda en tono de reproche.
La acerqué a mí para acariciarle la nuca.
—Los dioses me han regalado tu amor. No estaría bien que no se lo agradeciera.
—Era yo quien estaba entre tus brazos, amo, no tus dioses.
Le mordisqueé la oreja izquierda y le susurré que el tío Celtilo estaba allí, que era cierto que vivía en el mundo de las sombras, pero que el mundo de los muertos y el nuestro eran uno. Yo percibía con claridad que el tío Celtilo estaba sentado en la orilla. Entonces
Lucía
gimió débilmente; parecía agitada e intranquila, pero no atemorizada. No se movió del sitio. El tío Celtilo no sólo me había regalado una esclava, sino al parecer también el amor de esa esclava.
El sexo me ardía al penetrar a Wanda desde atrás pero, como sabía que el tío Celtilo estaba en la orilla, no podía ocurrirme nada malo. Sentía que se alegraba.
—Druida —susurró Wanda mientras los pezones de los pechos, que yo asía con firmeza desde atrás, se le endurecían como una punta de flecha—. Druida, ¿no deberíamos esperar a que se nos calmen las escoceduras?
—El vino sin diluir nos limpiará las heridas, y la miel nos las cerrará —jadeé mientras le explicaba cómo la valeriana y la mirra impedían la gangrena, y le hablaba de las preparaciones de hierbas más importantes, que se elaboran a partir de mezclas de resina y sebo. Al poco ninguno sabía ya si era mayor el dolor o el deseo, y llegamos al clímax con gran alboroto, poseídos, desenfrenados. No me habría extrañado en absoluto que atrajéramos a la legión décima al completo.
* * *
Alrededor del mediodía cabalgamos de vuelta al campamento romano. No dejábamos de buscar la amorosa mirada del otro y no acabábamos de comprender lo que nos había sucedido. Cuando estuvimos a unos cien pasos de la
porta praetoria
, divisamos a una unidad de arqueros sirios que lucían cascos puntiagudos. Su vestimenta era oriental: túnicas largas de color verde oscuro que llegaban hasta los talones y una cota de malla muy larga con un cierre en punta por encima. Tensaron sus cortos arcos y prepararon una flecha. Le ofrecí al primer centinela el rollo de papiro que Labieno me había dado el día anterior y el guardia consultó con un oficial, el cual me examinó con atención para luego ordenar a un jinete celta que nos llevara al despacho. El celta se llamaba Cuningunulo y era eduo. A pesar de estar en el servicio romano, seguía vistiendo los pantalones celtas de lana a cuadros que iban atados a los tobillos con correas de cuero; espada y venablo eran asimismo celtas. Incluso en el servicio romano se enorgullecía de ser celta, y cuando luchara contra los celtas bajo estandarte romano seguramente lo haría como celta orgulloso, igual que en su día habría hecho mi padre de no haber sido por esa atroz historia del molusco con que se sacó una muela.
—He oído que eres druida —dijo Cuningunulo.
Asentí. Ese silencio majestuoso se había convertido en mí en una costumbre.
—¿Hay alguna hierba que ayude al ojo a ver las colinas claras otra vez?
—No —repliqué con sequedad.
—Pero los romanos conocen cientos de ungüentos… —me contradijo con impaciencia.
—Los romanos conocen cientos de ungüentos porque ninguno de ellos sirve de nada.
Cuningunulo esbozó una amplia sonrisa. Al parecer, mi respuesta le había convencido.
—¿Ves las colinas como detrás de un velo o las ves dobles? —le pregunté.
—Doblemente veladas —gruñó el eduo, dubitativo.
—En tus ojos brilla el color amarillo. No es el amarillo del sol, sino el amarillo de un huevo podrido. Deberías empinar menos el codo, Cuningunulo.
El eduo me miró desconcertado. Al parecer, no había creído que nadie fuera a desenmascararlo como borrachín notorio a primera vista. Sonrió.
—Lo intentaré, druida. En agradecimiento quisiera darte un consejo. He oído que has traducido las conversaciones entre la delegación helvecia y el procónsul, y que a Aulo Hircio, el encargado de la secretaría de César, le gustaría contratarte. Te aconsejo que aceptes esa oferta. Nuestros padres sólo tenían la opción de enrolarse como mercenarios, pero nosotros podemos entrar al servicio de César como tropa auxiliar. Ahí siempre hay bastante para comer, nos pagan un sueldo generoso y al término de nuestro servicio incluso recibimos la ciudadanía romana. ¡Tus descendientes serán ciudadanos romanos! Piensa en tus hijos y acepta la oferta, druida.