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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (7 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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El brutal asesinato de un diplomático de Ecaz a manos de un embajador Grumman no era pecata minuta, ni siquiera en el lejano Arrakis, pero daba la impresión de que al vizconde Moritani le importaba un pimiento la opinión pública. Las Grandes Casas ya estaban pidiendo la intervención imperial para evitar un conflicto a mayor escala. El día anterior, Leto había enviado un mensaje al Consejo del Landsraad, ofreciéndose como mediador.

Sólo tenía veintiséis años, pero ya era un veterano con una década al frente de una Gran Casa. Atribuía su éxito al hecho de que nunca había perdido el contacto con sus raíces. De eso podía dar gracias a su difunto padre, Paulus. El viejo duque había sido un hombre sencillo a quien gustaba mezclarse con su pueblo, como el duque Leto hacía ahora. Su padre debía haber sabido (aunque nunca lo había admitido ante Leto) que también era una buena táctica política, pues le procuraba el cariño de su pueblo. Las exigencias del cargo conllevaban una complicada mezcla. A veces, Leto no sabía dónde empezaban y terminaban sus personalidades pública y privada.

Poco después de haber asumido las responsabilidades del cargo, Leto Atreides había asombrado al Landsraad con su dramático Juicio de Decomiso, una audaz treta destinada a eludir la acusación de haber atacado a dos naves tleilaxu en el interior de un Crucero de la Cofradía. La jugada de Leto había impresionado a muchas Grandes Casas, e incluso había recibido una carta de felicitación de Hundro Moritani, el astuto y desagradable vizconde de Grumman, quien a menudo se negaba a colaborar, y hasta a participar, en asuntos del Imperio. El vizconde dijo que admiraba la «insolente burla de las normas obrada por Leto», lo cual demostraba que «el liderazgo es obra de hombres fuertes con fuertes convicciones, no de funcionarios que estudian las comas de las leyes». Leto no estaba muy seguro de que Moritani creyera en su inocencia. Opinaba que al vizconde le gustaba que el duque Atreides hubiera salido incólume de acusaciones tan abrumadoras.

Por el otro lado de la disputa, Leto también mantenía contactos con la Casa Ecaz. El viejo duque, su padre, había sido uno de los grandes héroes de la Revuelta de Ecaz, luchando al lado de Dominic Vernius para derrotar a los secesionistas violentos y defender a los gobernantes del mundo boscoso bendecidos por el Landsraad. Paulus Atreides había acompañado al agradecido y joven archiduque Armand Ecaz durante la ceremonia de celebración de la victoria que le había restaurado en el Trono de Caoba. Entre las posesiones del viejo duque se contaba la Cadena de la Valentía que Armand Ecaz había colocado alrededor de su grueso cuello. Además, los abogados que habían defendido a Leto durante el juicio en la sede del Landsraad habían venido de la región ecazi de Elacca.

Puesto que era respetado por los dos bandos en litigio, Leto pensaba que tal vez podría encontrar una forma de que hicieran las paces. ¡Política! Su padre siempre le había enseñado a tener en cuenta la situación global, desde los elementos más insignificantes hasta los más decisivos.

Leto sacó del bolsillo de la blusa un vocoder y dictó una carta a su primo, Shaddam IV, felicitándole por el gozoso nacimiento de un nuevo hijo. El mensaje sería enviado mediante un correo oficial en el siguiente Crucero de la Cofradía que despegara hacia Kaitain.

Cuando Leto ya no pudo oír el chapoteo de las barcas de pesca, ascendió el camino sinuoso que conducía hasta lo alto del acantilado.

Desayunó en el patio en compañía de Duncan Idaho, que ya había cumplido veinte años. El joven de cara redonda vestía el uniforme verde y negro de la guardia Atreides. Llevaba el grueso cabello muy corto, para que no le estorbara cuando se adiestraba en el manejo de las armas. Thufir Hawat le había dedicado muchas horas, y proclamaba que era un estudiante muy aventajado, pero Duncan ya había alcanzado los límites de lo que el guerrero Mentat podía enseñarle.

De niño, había escapado de los calabozos Harkonnen al castillo de Caladan, donde se había puesto a la merced del viejo duque. Cuando se hizo mayor, continuó siendo uno de los miembros más leales de la Casa Atreides, y el que mejor manejaba las armas. Los maestros espadachines de Ginaz, aliados militares de la Casa Atreides desde hacía mucho tiempo, habían admitido en fecha reciente a Duncan Idaho en su academia renovada.

—Lamentaré tu partida, Duncan —dijo Leto—. Ocho años es mucho tiempo…

Duncan estaba sentado muy tieso, sin expresar el menor temor.

—Pero cuando regrese, mi duque, os podré servir mejor en todos los sentidos. Todavía seré joven, y nadie osará amenazaros.

—Oh, todavía me siguen amenazando, Duncan. No te equivoques.

El joven hizo una pausa antes de dedicarle una leve y dura sonrisa.

—En tal caso, serán ellos quienes cometan una equivocación. No yo. —Se llevó una tajada de melón de Paradan a la boca, mordió la fruta amarilla y se secó el jugo salado que resbalaba por su barbilla—. Echaré de menos estos melones. La comida de los barracones no tiene ni punto de comparación.

Cortó la tajada en porciones más pequeñas.

Enredaderas de buganvilla trepaban por las paredes de piedra que les rodeaban, pero todavía era invierno y las plantas no habían florecido. No obstante, debido a un calor inusual y al adelanto de la primavera, ya habían empezado a aparecer brotes en los árboles. Leto suspiró de satisfacción.

—No he visto un lugar más hermoso en todo el Imperio que Caladan en primavera.

—Desde luego, Giedi Prime no da la talla. —Duncan alzó la guardia, inquieto al ver el aspecto relajado y plácido de Leto—. Hemos de estar siempre vigilantes, mi duque, sin permitirnos la menor debilidad. No olvidéis jamás la vieja enemistad entre los Atreides y los Harkonnen.

—Ya hablas como Thufir. —Leto engulló una cucharada del budín de arroz pundi—. Estoy seguro de que no existe hombre mejor que tú al servicio de los Atreides, Duncan. Pero temo que tal vez vayamos a crear un monstruo al enviarte a un adiestramiento de ocho años. ¿Qué serás cuando vuelvas?

El orgullo se reflejó en los hundidos ojos verdeazulados del joven.

—Seré un maestro espadachín de Ginaz.

Por un largo momento, Leto pensó en los gravísimos peligros de la escuela. Casi una tercera parte de los estudiantes morían durante el adiestramiento. Duncan se había burlado de las estadísticas, aduciendo que ya había sobrevivido a peores probabilidades contra los Harkonnen. Y tenía razón.

—Sé que triunfarás —dijo Leto. Sintió un nudo en la garganta, una profunda tristeza por la partida de Duncan—. Pero nunca has de olvidar la compasión. Aprendas lo que aprendas, no regreses creyéndote mejor que otros hombres.

—No lo haré, mi duque.

Leto buscó debajo de la mesa, sacó un paquete largo y delgado y lo entregó a su interlocutor.

—Éste es el motivo de que solicitara tu compañía para el desayuno.

Duncan, sorprendido, lo abrió y extrajo una espada ceremonial muy trabajada. Aferró el pomo.

—¡La espada del viejo duque! ¿Me la prestáis?

—Te la regalo, amigo mío. ¿Recuerdas cuando te encontré en la sala de armas, justo después de que mi padre muriera en el ruedo? Habías bajado la espada de su estante. Entonces era casi tan alta como tú, pero ahora ya la has superado.

Duncan no encontró palabras para agradecerle el detalle.

Leto miró al joven de arriba abajo.

—Creo que si mi padre hubiera vivido para ver el hombre en que te has convertido, él mismo te la habría regalado. Ya eres adulto, Duncan Idaho, y digno de la espada de un duque.

—Buenos días —dijo una voz alegre. El príncipe Rhombur Vernius entró en el patio, con cara de sueño pero ya vestido. El anillo de joyas de fuego de su mano derecha centelleó a la luz del sol. Su hermana Kailea caminaba a su lado, con el cabello cobrizo sujeto por un broche de oro. Rhombur paseó la mirada entre la espada y las lágrimas que brillaban en los ojos de Duncan—. ¿Qué está pasando aquí?

—Le he dado a Duncan un regalo de despedida.

Rhombur silbó.

—Muy generoso para un mozo de cuadras.

—Tal vez el regalo sea excesivo —dijo Duncan, mirando al duque Leto. Contempló la espada, y luego desvió la vista hacia Rhombur—. Nunca volveré a trabajar en las cuadras, príncipe Vernius. La próxima vez que os vea seré un maestro espadachín.

—La espada es tuya, Duncan —dijo Leto en un tono más firme, imitado de su padre—. No discutiremos más el asunto.

—Como deseéis, mi duque. —Duncan hizo una reverencia—. Os pido que me excuséis, pues debo ir a preparar mi viaje.

El joven cruzó el patio a grandes zancadas.

Rhombur y Kailea se sentaron a la mesa, donde habían dispuesto los platos de su desayuno. Kailea sonrió a Leto, pero no con su habitual estilo cariñoso. Durante años, la pareja había dado vueltas de puntillas alrededor de la relación romántica, pues el duque no deseaba implicarse más debido a razones políticas, la necesidad de que desposara a la hija de una Gran Casa poderosa. Los motivos eran los mismos que el viejo duque le había machacado una y otra vez, la responsabilidad del duque para con el pueblo de Caladan. Leto y Kailea sólo se habían cogido de la mano una vez. Ni siquiera la había besado todavía.

—¿La espada de tu padre, Leto? —preguntó Kailea, bajando la voz—. ¿Era necesario? Es muy valiosa.

—No es más que un objeto, Kailea. Significa más para Duncan que para mí. Yo no necesito una espada para convocar dulces recuerdos de mi padre. —Leto reparó en la barba rubia incipiente que asomaba en la cara de su amigo, lo cual contribuía a que Rhombur pareciera más un pescador que un príncipe—. ¿Cuándo fue la última vez que te afeitaste?

—¡Infiernos bermejos! ¿Qué más da mi aspecto? —Tomó un sorbo de zumo de cidrit, pero hizo una mueca al notar la acidez—. Como si tuviera algo importante que hacer.

Kailea, que comía con rapidez y en silencio, estudió a su hermano. La joven tenía unos ojos verdes penetrantes. Su boca de gata compuso un mohín de desaprobación.

Cuando Leto miró a Rhombur, reparó en que el rostro de su amigo aún conservaba cierta redondez propia de la infancia, pero los ojos castaños ya no eran brillantes. En cambio, revelaban una profunda tristeza por la pérdida de su hogar, el asesinato de su madre y la desaparición de su padre. Ahora, de lo que había sido una gran familia, sólo quedaban su hermana y él.

—Supongo que da igual —dijo Leto—. Hoy no nos aguardan asuntos de estado, ni viajes a la gloriosa Kaitain. De hecho, podrías dejar de bañarte definitivamente. —Leto removió su cuenco de budín de arroz pundi. Entonces, su voz adquirió un tono brusco—. Sin embargo, sigues siendo miembro de mi corte, y uno de mis consejeros de mayor confianza. Esperaba que desarrollaras un plan para recuperar tus posesiones y posición perdidas.

Como un recordatorio constante de los días gloriosos de Ix, cuando la Casa Vernius había gobernado el mundo máquina antes de la conquista de los tleilaxu, Rhombur llevaba todavía la hélice púrpura y cobre en el cuello de todas las camisas. Leto observó que la camisa de Rhombur estaba muy arrugada y necesitaba un lavado.

—Leto, si tuviera alguna idea de lo que hay que hacer, subiría al siguiente Crucero y lo intentaría. —Parecía confuso—. Los tleilaxu han cerrado Ix tras barreras impenetrables. ¿Quieres que Thufir Hawat envíe más espías? Los tres primeros nunca consiguieron llegar a la ciudad subterránea, y los dos últimos desaparecieron sin dejar rastro. —Juntó los dedos—. Sólo puedo confiar en que los ixianos leales estén combatiendo desde el interior y derroten pronto a los invasores. Espero que todo salga bien.

—Mi amigo el optimista —dijo Leto.

Kailea frunció el entrecejo y habló por fin.

—Han pasado doce años, Rhombur. ¿Cuánto tiempo hace falta para que todo se arregle por arte de magia?

Su hermano, incómodo, intentó cambiar de tema.

—¿Te has enterado de que la esposa de Shaddam ha dado a luz a su tercera hija?

Kailea resopló.

—Conociendo a Shaddam, apuesto a que está muy disgustado por no tener un heredero varón.

Leto se negó a aceptar unos pensamientos tan negativos.

—Lo más probable es que esté contentísimo, Kailea. Además, su esposa aún puede darle muchos hijos más. —Se volvió hacia Rhombur—. Lo cual me recuerda, viejo amigo, que deberías tomar una esposa.

—¿Que se ocupe de que vaya siempre limpio y afeitado?

—Para empezar tu Casa de nuevo, tal vez. Para continuar la estirpe de Vernius con un heredero en el exilio.

Kailea estuvo a punto de decir algo. Terminó el melón, mordisqueó una tostada. Al poco, se excusó y se levantó de la mesa.

Durante el largo silencio que siguió, brillaron lágrimas en los párpados del príncipe ixiano, que luego resbalaron por sus mejillas. Las secó, avergonzado.

—Sí. He estado pensando en eso. ¿Cómo lo has sabido?

—Me lo has dicho más de una vez, después de haber dado cuenta mano a mano de dos o tres botellas de vino.

—Es una idea demencial. Mi Casa ha muerto, Ix ha caído en manos de un puñado de fanáticos.

—Bien, pues empieza una nueva Casa Menor en Caladan, un nuevo negocio familiar. Podríamos echar un vistazo a la lista de industrias y pensar qué hace falta. Kailea tiene buen ojo para los negocios. Yo proporcionaré los recursos que necesites para establecerte.

Rhombur se permitió una risita agridulce.

—Mi fortuna siempre estará estrechamente vinculada a la tuya, duque Leto Atreides. No; prefiero quedarme aquí, vigilando tus espaldas, para impedir que dilapides todo el castillo.

Leto asintió sin sonreír, y enlazaron las manos en el medio apretón del Imperio.

6

La naturaleza no comete errores; acertado y equivocado son categorías humanas.

P
ARDOT
K
YNES
,
Discursos en Arrakis

Días monótonos. La patrulla Harkonnen, compuesta por tres hombres, sobrevolaba las ondulaciones doradas de las dunas a lo largo de un sendero de vuelo de mil kilómetros. En el paisaje implacable del desierto, hasta una ráfaga de polvo causaba entusiasmo.

Los patrulleros describieron un largo círculo en su ornitóptero acorazado, esquivaron montañas, y después se desviaron hacia el sur sobre grandes llanuras. Glossu Rabban, sobrino del barón y gobernador provisional de Arrakis, les había ordenado que volaran con regularidad para dejarse ver, para demostrar a los miserables poblados que los Harkonnen estaban vigilando. Siempre.

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