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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (5 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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El barón Harkonnen había sugerido esta costumbre para demostrar que a un gobernador planetario le importaba un bledo la escasez de agua. Era una optimista demostración de riqueza. A Fenring le había gustado la idea, y se había instituido el procedimiento, con un giro benevolente, pese a todo: lady Margot vio una forma de ayudar a los mendigos, de una manera bastante simbólica. Con el consentimiento a regañadientes de su marido, anunció que al final de cada banquete se invitaba a los mendigos a congregarse ante la mansión, con el fin de recibir el agua que pudieran exprimir de las toallas mojadas.

Margot, con las manos hormigueantes y mojadas, entró en el largo salón con su marido. Tapices antiguos adornaban las paredes. Globos de luz salpicaban la sala, todos dispuestos a la misma altura sobre el suelo, todos sintonizados en el espectro amarillo. Sobre la reluciente mesa de madera colgaba una araña de centelleante cuarzo de Hagal azul verdoso, con un sensible detector de venenos oculto en la parte superior de la cadena.

Un pequeño ejército de lacayos apartaba de la mesa las sillas de los invitados y extendía una servilleta sobre el regazo de cada comensal. Alguien tropezó y tiró al suelo un centro de mesa de cristal, que se hizo añicos. Los criados se apresuraron a recoger los restos y a sustituirlo. Todo el mundo fingió no darse cuenta.

Margot, sentada a la cabecera de la larga mesa, saludó con un cabeceo elegante al planetólogo Pardot Kynes y a su hijo de doce años, que se sentaron flanqueándola. La había sorprendido que el hombre del desierto, al que apenas se veía ya, hubiera aceptado su invitación, y esperaba averiguar hasta qué punto eran ciertos los rumores que corrían sobre él. Según su experiencia, fiestas como estas destacaban por las conversaciones intrascendentes y la hipocresía, aunque algunas cosas no escapaban a la atención de una astuta observadora Bene Gesserit. Examinó con cautela al delgado hombre, y se fijó en un remiendo del cuello gris de su casaca de gala, y en el enérgico contorno de su mandíbula, cubierta por una barba rubia.

La reverenda madre Mohiam tomó asiento a dos sillas de distancia de ella. Hasimir Fenring presidía la mesa, con el barón Harkonnen a su derecha. Consciente de que el barón y Mohiam se odiaban, Margot los había sentado bastante alejados.

Fenring chasqueó los dedos, y los criados cargados con bandejas de platos exóticos salieron por puertas laterales. Recorrieron la mesa, identificaron el manjar y sirvieron raciones en cada plato.

—Gracias por invitarnos, lady Fenring —dijo el hijo de Kynes mirando a Margot. El planetólogo había presentado al joven como Weichih, que significaba «bienamado». Observó que se parecía al padre, pero en tanto el Kynes de mayor edad tenía una mirada soñadora, Weichih poseía una dureza producto de haber crecido en Arrakis.

Margot le sonrió.

—Uno de nuestros chefs es un fremen de la ciudad, que ha preparado una especialidad de los sietch para el banquete, pastelillos de especia con miel y sésamo.

—¿La cocina fremen ha alcanzado categoría imperial? —preguntó Pardot Kynes con una sonrisa irónica. Daba la impresión de nunca haber considerado la comida otra cosa que mero sustento, y pensaba que una cena oficial constituía una distracción de trabajos más serios.

—La cocina es una cuestión de… gusto. —Margot eligió las palabras con diplomacia. Sus ojos centellearon.

—Considero vuestra respuesta una negativa —dijo el hombre.

Altas doncellas extraplanetarias iban sirviendo vino azul impregnado de melange. Para asombro de los residentes, aparecieron bandejas de marisco, rodeado de mejillones de Buzzell. Hasta los habitantes más ricos de Arrakis probaban en muy escasas ocasiones el marisco.

—¡Ah! —exclamó Fenring, complacido, desde el otro extremo de la mesa, cuando un criado levantó la tapa de una bandeja—. Me encantan los nabos de Ecaz, ummm. Gracias, querida.

El criado cubrió las hortalizas con una salsa oscura.

—Ningún gasto es excesivo para nuestros honorables invitados —dijo Margot.

—Voy a explicaros por qué son tan caras estas hortalizas —gruñó un diplomático de Ecaz, atrayendo la atención de todo el mundo. Bindikk Narvi era un hombre menudo, de voz profunda y tonante—. El sabotaje de cosechas ha reducido drásticamente nuestros suministros a todo el Imperio. Llamamos a esta nueva calamidad la «plaga de Grumman». —Traspasó con la mirada al embajador de Grumman, sentado frente a él, un hombre corpulento que bebía sin cesar, de piel oscura y arrugada—. También nosotros hemos descubierto un sabotaje biológico en nuestros bosques de árboles de niebla, en el continente de Elacca.

Todo el Imperio valoraba las esculturas de árboles de niebla de Ecaz, que se esculpían controlando el crecimiento mediante el poder de la mente humana.

Pese a su tamaño, el hombre de Moritani, Lupino Ord, habló con voz aflautada.

—Una vez más, los ecazi fingen escasez para aumentar los precios. Un truco antiquísimo, que se remonta a la época en que vuestros ladrones antepasados fueron expulsados de la Vieja Tierra tras caer en desgracia.

—Las cosas no ocurrieron así…

—Por favor, caballeros —terció Fenring. Los grumman siempre habían sido muy volubles, dispuestos a dejarse llevar por una furia vengadora en cuanto percibían el insulto más leve. Fenring la consideraba una característica aburrida y desagradable. Miró a su mujer—. ¿Hemos cometido algún error en la distribución de asientos, querida, ummm?

—Tal vez en la lista de invitados —replicó ella.

Risas educadas y forzadas se elevaron alrededor de la mesa. Los dos hombres en litigio callaron, aunque se fulminaron con la mirada.

—Me complace ver que nuestro eminente planetólogo ha venido con su inteligente hijo —dijo el barón Harkonnen con tono untuoso—. Un chico muy atractivo. Tienes la distinción de ser el invitado más joven.

—Es un honor para mí encontrarme entre una compañía tan distinguida —contestó el muchacho.

—Te han educado para seguir los pasos de tu padre, según me han dicho —continuó el barón. Margot detectó un sutil sarcasmo en su voz de bajo—. No sé qué haríamos sin un planetólogo…

La verdad era que Kynes apenas aparecía por la ciudad, y casi nunca entregaba los informes solicitados al emperador, aunque a Shaddam le daba igual. Margot había averiguado por su marido que el emperador estaba ocupado en otros asuntos, cuya naturaleza ignoraba.

Los ojos del joven centellearon. Levantó una botella de agua.

—¿Puedo proponer un brindis por nuestros anfitriones?

Pardot Kynes parpadeó debido a la audacia de su hijo, como sorprendido de que tal delicadeza social no se le hubiera ocurrido antes a él.

—Una sugerencia excelente —exclamó el barón. Margot se dio cuenta de que arrastraba las palabras, debido al excesivo consumo de melange.

El muchacho de doce años habló con voz firme, antes de tomar un sorbo.

—Que la generosidad que exhibís aquí, con tanta comida y abundancia de agua, sea tan sólo un pálido reflejo de la riqueza de vuestros corazones.

Los invitados corearon el brindis, y Margot detectó un brillo de codicia en sus ojos. El planetólogo, nervioso, dijo por fin lo que anhelaba expresar, cuando el tintineo de copas se desvaneció.

—Conde Fenring, tengo entendido que habéis emprendido la construcción de un extenso invernadero. Me gustaría mucho verlo.

De pronto, Margot comprendió por qué Kynes había aceptado la invitación, el motivo de que hubiera salido del desierto. El hombre, vestido con su casaca y pantalones, sencillos pero cómodos, cubierto por una capa de color arena, parecía más un fremen que un funcionario imperial.

—Habéis averiguado nuestro pequeño secreto, ¿ummm? —Fenring se humedeció los labios, con incomodidad—. Tenía la intención de enseñarlo a mis invitados esta noche, pero ciertos… retrasos deplorables lo han impedido. Tal vez en otro momento.

—Al construir un invernadero particular, ¿no hacéis gala de cosas que el pueblo de Arrakis no puede tener? —preguntó el joven Weichih.

—Todavía —musitó Pardot Kynes.

Margot le oyó.
Interesante.
Comprendió que sería un error subestimar a aquel hombre tosco, e incluso a su hijo.

—No cabe duda de que reunir plantas de todo el Imperio es un objetivo admirable —dijo con paciencia—. Lo considero una exhibición de las riquezas que el universo ofrece, más que un recordatorio de las carencias del pueblo.

Pardot Kynes reprendió a su hijo en voz baja pero firme.

—No hemos venido para imponer nuestros puntos de vista a los demás.

—Al contrario, os ruego que expongáis vuestras opiniones —se apresuró a decir Margot, al tiempo que intentaba pasar por alto las miradas insultantes que intercambiaban los embajadores de Ecaz y Grumman—. No nos sentiremos ofendidos, os lo prometo.

—Sí —dijo un importador de armas cartaginense, sentado hacia el centro de la mesa. Sus dedos estaban tan cargados de anillos enjoyados que apenas podía levantar las manos—. Explicad la opinión de los fremen. ¡Todos queremos saberlo!

Kynes asintió lentamente.

—He vivido con ellos muchos años. Para empezar a comprender a los fremen, hay que comprender que la supervivencia es su principal prioridad. No desperdician nada. Todo se recicla para volver a utilizarlo.

—Hasta la última gota de agua —dijo Fenring—. Hasta el agua de los cadáveres, ¿ummm?

Kynes paseó la vista entre su hijo y Margot.

—Y vuestro invernadero particular necesitará para su mantenimiento una gran cantidad de esta preciosa agua.

—Ah, pero como Observador Imperial destacado en el planeta, puedo hacer lo que me plazca con los recursos naturales —dijo Fenring—. Considero que el invernadero de mi esposa es un desembolso positivo.

—Nadie pone en duda vuestros derechos —dijo Kynes, en un tono tan firme como la Muralla Escudo—. Y yo soy el planetólogo del emperador Shaddam, como lo fui antes de Elrood IX. Todos estamos obligados por nuestros deberes, conde Fenring. No escucharéis de mis labios discursos sobre ecología. Me he limitado a contestar a la pregunta de vuestra dama.

—Bien, planetólogo, en tal caso, decidnos algo que no sepamos sobre Arrakis —dijo el barón—. Lleváis mucho tiempo aquí. Es la posesión Harkonnen en la que pierdo más hombres. La Cofradía ni siquiera es capaz de poner en órbita los satélites meteorológicos suficientes para proporcionar vigilancia y hacer predicciones. Es de lo más frustrante.

—Y, gracias a la especia, Arrakis es también muy productivo —dijo Margot—. En especial para vos, querido barón.

—El planeta desafía toda comprensión —dijo Kynes—. Será necesaria más que mi breve existencia para determinar lo que sucede aquí. Sólo sé esto: hemos de aprender a vivir con el desierto, antes que contra él.

—¿Los fremen nos odian? —preguntó la duquesa Caula, una prima del emperador. Sostenía pinchadas en el tenedor unas mollejas condimentadas con coñac.

—Es una comunidad cerrada en sí misma, y desconfían de los que no son fremen. Pero es un pueblo sincero y honrado, con un código de honor que nadie de esta mesa, ni siquiera yo, comprende por completo.

Margot formuló la siguiente pregunta con un elegante enarcamiento de cejas, mientras vigilaba la reacción de su interlocutor.

—¿Es verdad lo que ha llegado a nuestros oídos, que os habéis convertido en uno de ellos, planetólogo?

—Sigo siendo un servidor del Imperio, mi señora, si bien hay mucho que aprender de los fremen.

Se elevaron murmullos desde diferentes asientos, acompañados por comentarios, mientras llegaban los primeros platos.

—Nuestro emperador aún no tiene heredero —dijo Lupino Ord, el embajador de Grumman. La voz del hombretón era un poco chillona. Había bebido sin parar—. Sólo dos hijas, Irulan y Chalice. No es que las mujeres no sean valiosas… —Paseó una mirada maliciosa con sus ojos negros como el carbón, y captó las miradas desaprobadoras de varias damas sentadas a la mesa—. Pero sin un heredero varón, la Casa Corrino ha de dejar paso a otra Gran Casa.

—Si vive tanto como Elrood, a nuestro emperador tal vez le queda todavía un siglo —señaló Margot—. Tal vez no estáis enterado de que lady Anirul está embarazada de nuevo.

—En ocasiones, mis deberes me mantienen alejado de las noticias recientes —admitió Ord. Alzó su copa de vino—. Esperemos que el siguiente sea varón.

—¡Bravo, bravo! —gritaron varios comensales.

Pero el diplomático ecazi, Bindikk Narvi, hizo un gesto obsceno. Margot había oído hablar de la legendaria animosidad entre el archiduque Armand Ecaz y el vizconde Moritani de Grumman, pero no conocía la gravedad de la situación. Se arrepintió de haber sentado a los dos rivales tan cerca.

Ord agarró una botella de cuello esbelto y se sirvió más vino azul, antes de que un criado se le adelantara.

—Conde Fenring, poseéis muchas obras de arte que plasman a nuestro emperador… cuadros, estatuas, placas con su efigie. ¿No invierte Shaddam demasiado dinero en tales encargos autoaduladores? Se han esparcido por todo el Imperio.

—Y siempre hay alguien que los decapita o derriba —dijo el importador de armas de Carthag con una risotada burlona.

En deferencia al planetólogo y a su hijo, Margot eligió un pastelillo de melange de la bandeja de postres. Tal vez los invitados no habían oído los otros rumores, que esos bondadosos regalos contenían aparatos de vigilancia que controlaban las actividades que tenían lugar a lo largo y ancho del Imperio. Como la placa clavada en la pared que había justo detrás de Ord.

—Shaddam desea dejar su impronta como gobernante, ¿ummm? —comentó Fenring—. Hace muchos años que le conozco. Desea distanciarse de la política de su padre, tan dilatada en el tiempo.

—Tal vez, pero está dejando de lado el entrenamiento de los Sardaukar, mientras permite que las filas de sus generales… ¿Cómo se llaman?

—Bursegs —dijo alguien.

—Sí, mientras permite que las filas de sus bursegs aumenten, con pensiones exorbitantes y otras prebendas. La moral de los Sardaukar se está relajando, pues se les exige cada vez más con recursos cada vez menos numerosos.

Margot reparó en que su marido había adoptado un silencio inquietante. Contemplaba al imprudente borracho con los ojos entornados.

Una mujer susurró algo al embajador de Grumman, que acarició con un dedo el borde de su copa.

—Ah, sí. Me disculpo por decir lo evidente a alguien que conoce tan bien al emperador.

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