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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (10 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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—Unos pocos rebeldes, conde Fenring, con escasos fondos y recursos limitados. No hay nada de qué preocuparse.

Ajidica se frotó las manos.

—Pero han saboteado vuestro sistema de comunicaciones y destruido cierto número de instalaciones, ¿ummm?

—La agonía de la Casa Vernius, nada más. Ha durado más de una década, y pronto morirá. Es imposible que se acerquen a este pabellón de investigaciones.

—Bien, vuestras preocupaciones acerca de la seguridad han terminado, investigador jefe. El emperador ha accedido a enviar dos legiones Sardaukar más, con el fin de mantener la paz, al mando de Bashar Cando Garon, uno de nuestros mejores hombres.

Una expresión de alarma y sorpresa invadió el rostro del diminuto tleilaxu. Enrojeció.

—Pero eso no es necesario, señor. La media legión destacada es más que suficiente.

—El emperador no lo cree así. Estas tropas subrayarán la importancia de vuestros experimentos para él. Shaddam hará cualquier cosa con tal de proteger el programa Amal, pero su paciencia se ha terminado. —Los ojos del conde se entornaron—. Deberíais considerarlo una buena noticia.

—¿Por qué? No lo entiendo.

—Porque el emperador aún no ha ordenado vuestra ejecución.

9

El centro de coordinación de una rebelión puede ser ambulante. No es preciso que la gente se encuentre en un lugar permanente.

C
AMMAR
P
ILRU
, embajador ixiano en el exilio,
Tratado sobre la caída de gobiernos injustos

Los invasores tleilaxu habían instituido un brutal toque de queda para cualquiera que no estuviera asignado al último turno de noche. Para C’tair Pilru, escabullirse para asistir a las reuniones de los rebeldes era otra manera de burlar sus restricciones.

En las reuniones clandestinas de los luchadores de la libertad, celebradas de manera irregular, C’tair podía por fin quitarse sus máscaras y disfraces. Se convertía en la persona que había sido antes, la que seguía viviendo en su interior.

A sabiendas de que le matarían si era capturado, el diminuto hombre de pelo corto se acercó al lugar de la cita. Se pegaba a las sombras aceitosas de la noche, entre los edificios del suelo de la caverna, sin hacer el menor ruido. Los tleilaxu habían restaurado el cielo proyectado en el techo de la caverna, pero habían reconfigurado la miríada de estrellas que mostraban las constelaciones sobre sus planetas natales. Aquí en Ix, hasta el firmamento era el equivocado.

No era el lugar glorioso que debería ser, sino una prisión infernal bajo la superficie de un planeta.
Lo cambiaremos todo. Algún día.

Durante más de una década de represión, los elementos del mercado negro y los revolucionarios habían construido su red secreta. Los grupos de resistencia dispersos interactuaban para intercambiar suministros, equipo e información. Pero las reuniones ponían nervioso a C’tair. Si les sorprendían juntos, la rebelión sería ahogada en pocos momentos con el fuego de fusiles láser.

Siempre que era posible, prefería trabajar solo, como siempre había hecho. Como no confiaba en nadie, nunca divulgaba detalles de su vida clandestina, ni siquiera a otros rebeldes. Había establecido contactos privados con escasos forasteros en el cañón del puerto de entrada, aberturas y plataformas de aterrizaje en la pared vertical del acantilado, donde naves fuertemente custodiadas transportaban productos tleilaxu a los Cruceros que aguardaban en órbita.

El Imperio necesitaba productos vitales de tecnología ixiana, que ahora se fabricaban bajo control tleilaxu. Los invasores necesitaban las ganancias para financiar sus trabajos, y no podían arriesgarse a un escrutinio exterior. Aunque no podían aislar por completo a Ix del resto del Imperio, los tleilaxu utilizaban los servicios de muy pocos forasteros.

A veces, en las circunstancias más espantosas y con grave riesgo de su vida, C’tair podía sobornar a algún trabajador de los transportes para que le derivara un cargamento o robara un componente vital. Otros elementos del mercado negro contaban con sus propios contactos, pero se negaban a intercambiarse esta información. Así era más seguro.

Mientras se deslizaba con sigilo en la noche claustrofóbica, pasó junto a una fábrica abandonada, dobló por una calle todavía más oscura y aceleró el paso. La reunión estaba a punto de empezar. Tal vez esta noche…

Aunque parecía una empresa condenada al fracaso, C’tair confiaba en encontrar maneras de sabotear a los tleilaxu, y otros rebeldes hacían lo mismo. Furiosos por no poder capturar a los saboteadores, los invasores daban «ejemplo» con los desgraciados suboides. Después de torturas y mutilaciones, el chivo expiatorio era arrojado desde el balcón del Gran Palacio al lejano suelo de la caverna, donde en otra época se habían construido grandes Cruceros. Cada expresión del rostro de la víctima, cada herida sanguinolenta, era proyectada en el holocielo, mientras las grabadoras transmitían sus aullidos y chillidos.

Pero los tleilaxu entendían bien poco de la psique ixiana. Su brutalidad sólo causaba mayor desasosiego y más incidentes de rebelión violenta. Con el paso de los años, C’tair se daba cuenta del cansancio de los invasores, pese a los esfuerzos por aplastar la resistencia con Danzarines Rostros infiltrados y módulos de vigilancia. Los luchadores de la libertad continuaban combatiendo.

Los escasos rebeldes con acceso a noticias del exterior que no habían pasado la censura informaban sobre las actividades que tenían lugar en el Imperio. C’tair se enteró gracias a ellos de los apasionados discursos que su padre, el embajador ixiano en el exilio, pronunciaba ante el Landsraad, poco más que gestos fútiles. El conde Dominic Vernius, que había sido destronado y convertido en renegado, se había desvanecido por completo, y su heredero, el príncipe Rhombur, vivía exiliado en Caladan, sin una fuerza militar y sin el apoyo del Landsraad.

Los rebeldes no podían contar con ayuda externa. La victoria ha de producirse desde el interior. Desde Ix.

Dobló otra esquina, entró en un estrecho callejón y se detuvo sobre una reja. C’tair entornó los ojos, miró a derecha e izquierda, siempre a la espera de que alguien saltara desde las sombras. Su conducta era veloz y furtiva, muy diferente de la rutina acobardada y cooperante que seguía en público.

Dio la contraseña y la reja descendió, para que accediera al subsuelo. Caminó a buen paso por un oscuro corredor.

Durante el turno de día, C’tair llevaba una bata gris de trabajo. Había aprendido a imitar a los abúlicos suboides a lo largo de los años. Caminaba con la espalda encorvada, los ojos indiferentes a todo. Tenía quince tarjetas de identificación, y nadie se molestaba en escrutar las caras de las masas cambiantes de trabajadores. Era fácil hacerse invisible.

Los rebeldes habían incorporado sus propios controles de identificación. Apostaban guardias camuflados delante de la instalación abandonada, bajo globos luminosos de infrarrojos. Cámaras móviles y detectores sónicos proporcionaban algo más de protección, pero de nada servirían si los luchadores de la libertad eran descubiertos.

Los guardias eran visibles en este nivel. Cuando C’tair murmuró su contraseña de respuesta, le indicaron con un ademán que entrara. Demasiado fácil. Tenía que tolerar a esta gente y sus ineptos jueguecitos de seguridad con el fin de adquirir el equipo que necesitaba, pero no se sentía cómodo.

C’tair examinó el lugar de reunión. Al menos, había sido seleccionado con todo cuidado. Esta instalación clausurada había servido para manufacturar meks de combate, para entrenar a los guerreros contra un amplio espectro de tácticas o armas. Sin embargo, los dominadores tleilaxu habían decidido de forma unilateral que tales máquinas «conscientes» violaban los principios de la Jihad Butleriana. Si bien todas las máquinas pensantes habían sido destruidas diez mil años antes, severas prohibiciones continuaban vigentes. Este lugar, y otros semejantes, habían sido abandonados después de la revuelta de Ix, y las líneas de producción habían caído en desuso. Algunos equipos habían sido reconvertidos para otros usos, y el resto se había convertido en chatarra.

Otras metas preocupaban a los tleilaxu.
Trabajo secreto
, un inmenso proyecto que sólo conocían ellos. Nadie, ni siquiera los miembros del grupo de resistentes de C’tair, había sido capaz de dilucidar qué tenían en mente los conquistadores.

En el interior de la instalación, los resistentes hablaban entre susurros. No había orden del día, ni líder, ni discurso. C’tair percibió el olor del sudor nervioso, escuchó extrañas inflexiones en las voces susurrantes. Por más precauciones que tomaran, por más planes de escapatoria que imaginaran, aún era peligroso reunir a tanta gente en el mismo lugar. C’tair siempre mantenía los ojos bien abiertos y conocía la salida más cercana.

Tenía asuntos perentorios. Había traído una bolsa camuflada que contenía los objetos más vitales que había reunido. Necesitaba intercambiarlos con otros resistentes para encontrar los componentes necesarios para su innovador pero problemático transmisor, el rogo. El prototipo le permitía comunicarse a través del espacio doblado con su hermano gemelo D’murr, un Navegante de la Cofradía. Pero C’tair conseguía en muy raras ocasiones establecer contacto, o bien porque su hermano había mutado en un ser que ya no era humano… o porque el transmisor estaba fallando.

Sacó componentes de armas, fuentes de energía, aparatos de comunicación y equipo de escaneo, y los dejó sobre una polvorienta mesa metálica. Eran objetos que provocarían su ejecución sumaria si algún tleilaxu le detenía para interrogarle. Pero C’tair iba bien armado y habría matado antes al hombre.

C’tair exhibió sus artículos. Escrutó los rostros de los rebeldes, los toscos disfraces y las manchas de polvo intencionadas, hasta localizar a una mujer de grandes ojos, pómulos prominentes y barbilla estrecha. Llevaba el pelo muy corto en un esfuerzo por borrar todo rastro de belleza. La conocía como Miral Alechem, aunque era probable que no fuera su verdadero nombre.

C’tair descubría en su cara ecos de Kailea Vernius, la bonita hija del conde Vernius. Tanto a su hermano gemelo como a él les había gustado Kailea, habían flirteado con ella… cuando pensaban que nada iba a cambiar jamás. Ahora, Kailea estaba exiliada en Caladan, y D’murr era un Navegante de la Cofradía. La madre de los gemelos, una banquera de la Cofradía, había resultado muerta durante la conquista de Ix. Y C’tair vivía como una rata furtiva, saltando de escondite en escondite…

—He encontrado el cristalpak que necesitabas —dijo a Miral.

La mujer extrajo un objeto envuelto de una bolsa que colgaba de su cinturón.

—Tengo las varillas modulares que necesitabas, calibradas con precisión… espero. No pude verificarlo.

C’tair cogió el paquete, pero no examinó la mercancía.

—Ya lo haré yo.

Entregó a Miral el cristalpak, pero no preguntó qué pensaba hacer con él. Todos los presentes buscaban formas de luchar contra los tleilaxu. Lo demás no importaba. Mientras intercambiaba una nerviosa mirada con ella, se preguntó si estaría pensando lo mismo que él, que en diferentes circunstancias tal vez habrían entablado una relación personal. Pero no se lo podía permitir. Ni con ella ni con nadie. Le debilitaría, le distraería de su objetivo. Tenía que permanecer concentrado, por el bien de la causa ixiana.

Uno de los guardias de la puerta siseó la alarma, y todo el mundo guardó un atemorizado silencio, al tiempo que se agachaban. Los globos luminosos se apagaron. C’tair contuvo el aliento.

Un zumbido pasó sobre sus cabezas cuando un módulo de vigilancia sobrevoló los edificios abandonados, con la intención de captar vibraciones o movimientos no autorizados. Las sombras ocultaban a los rebeldes. C’tair repasó en su mente todas las posibles vías de escape de la instalación, por si necesitaba huir a ciegas.

Pero el zumbido se alejó. Poco después, los nerviosos rebeldes se levantaron y empezaron a murmurar entre sí, mientras se secaban el sudor de la cara y lanzaban nerviosas carcajadas.

C’tair, asustado, decidió no quedarse ni un segundo más. Memorizó las coordenadas del siguiente lugar de reunión, recogió el resto de su equipo, paseó la vista alrededor, escudriñó las caras una vez más, las grabó en su mente. Si les atrapaban, quizá no volvería a verles nunca más.

Se despidió de Miral Alechem con un cabeceo y se escabulló en la noche ixiana, iluminada por estrellas artificiales. Ya había decidido dónde pasar el resto de su turno de dormir, y qué identidad escogería para el día siguiente.

10

Se dice que los fremen carecen de conciencia, tras haberla perdido debido a su rabioso deseo de venganza. Esto es absurdo. Sólo los seres más primitivos y los sociópatas carecen de conciencia. Los fremen poseen un sentido del mundo muy evolucionado, centrado en el bienestar de su pueblo. Su sentido de pertenencia a la comunidad es casi tan fuerte como su sentido de la individualidad. Sólo a los forasteros les parece que esta gente es brutal… y viceversa.

P
ARDOT
K
YNES
,
La gente de Arrakis

—El lujo es para la gente de noble cuna, Liet —dijo Pardot Kynes, mientras el vehículo terrestre avanzaba por terreno irregular. Aquí, en privado, podía utilizar el nombre secreto de su hijo, en lugar de «Weichih», el nombre reservado para los forasteros—. En este planeta has de tomar enseguida conciencia de los alrededores, y permanecer siempre alerta. Si no aprendes esta lección, no vivirás mucho.

Mientras Kynes manejaba los sencillos controles, señaló con un ademán la luz de la mañana que bañaba las dunas.

—Aquí también hay recompensas. Yo crecí en Salusa Secundus, y hasta aquel lugar destrozado y herido tenía su belleza… aunque en absoluto comparable con la belleza de Dune.

Kynes exhaló un largo suspiro entre sus labios resecos y agrietados.

Liet continuó mirando a través del rayado parabrisas. Al contrario que su padre, siempre propenso a comunicar sus pensamientos y a emitir declaraciones que los fremen tomaban como si fueran trascendentales guías espirituales, Liet prefería el silencio. Entornó los ojos para estudiar el paisaje, en busca de cualquier cosa insignificante fuera de lugar. Siempre alerta.

En un planeta tan duro, era preciso desarrollar una serie de percepciones, todas vinculadas para sobrevivir momento a momento. Aunque su padre era mucho mayor, Liet no estaba seguro de que el planetólogo comprendiera tanto como él. La mente de Pardot Kynes albergaba vigorosos conceptos, pero el hombre de mayor edad los experimentaba como datos esotéricos. No comprendía el desierto ni en su alma ni en su corazón…

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