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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (11 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Kynes había vivido durante años entre los fremen. Se decía que al emperador Shaddam IV le importaban poco sus actividades, y como Kynes no pedía fondos y muy pocos suministros, le dejaban en paz. A cada año que pasaba, lo iban olvidando más. Shaddam y sus consejeros habían dejado de esperar grandes revelaciones de los informes periódicos del planetólogo.

Lo cual convenía a Pardot Kynes, y también a su hijo.

En el curso de sus vagabundeos, Kynes solía desplazarse hasta pueblos distantes, donde la gente llevaba una vida miserable. Los verdaderos fremen rara vez se mezclaban con la gente de la ciudad, a la que despreciaban por ser tan blanda, tan civilizada. Liet no habría vivido jamás en aquellos patéticos asentamientos ni por todos los solaris del Imperio. Aun así, Pardot los visitaba.

Evitaban las carreteras y senderos más transitados, y viajaban en el vehículo terrestre, para comprobar el funcionamiento de las estaciones meteorológicas y recoger datos, aunque los devotos seguidores de Pardot habrían hecho de buena gana aquel trabajo humilde por su «Umma».

Los rasgos de Liet-Kynes recordaban a los de su padre, aunque con una cara más delgada y los ojos hundidos de su madre fremen. Tenía el cabello claro, y aún era barbilampiño, aunque años después se dejaría crecer una barba similar a la del planetólogo. Los ojos de Liet eran del azul profundo que delataba la adicción a la especia, porque toda comida y el aire que se respiraba en el sietch estaban impregnados de especia.

Liet oyó que su padre aspiraba hondo cuando pasaron junto al recodo dentado de un cañón, donde condensadores de rocío camuflados dirigían la humedad hacia las plantaciones de hierbas pobres y conejal.

—¿Lo ves? Está desarrollando vida propia. Varias generaciones más y lograremos que el planeta avance por fases, primero pradera y después bosque. La arena posee un alto contenido en sal, indicador de océanos antiguos, y la especia es alcalina. —Lanzó una risita—. La gente del Imperio se horrorizaría si supiera que utilizamos derivados de la especia para algo tan nimio como fertilizantes. —Sonrió a su hijo—. Pero nosotros conocemos el valor de esas cosas, ¿eh? Si descomponemos la especia, podemos impulsar la digestión de proteínas. Incluso ahora, si voláramos lo bastante alto, podríamos divisar parcelas verdes, donde cultivos de plantas sujetan las dunas.

El joven suspiró. Su padre era un gran hombre que forjaba sueños magníficos para Dune, pero como Kynes sólo se concentraba en una cosa no conseguía ver el universo que le rodeaba. Liet sabía que si alguna patrulla Harkonnen descubría las plantaciones, las destruirían y castigarían a los fremen.

Aunque sólo tenía doce años, Liet acompañaba a sus hermanos fremen en incursiones de castigo, y ya había matado a varios Harkonnen. Durante más de un año, él y sus amigos, bajo las órdenes del audaz Stilgar, habían atacado objetivos que otros se negaban a considerar. Tan sólo una semana antes, los compañeros de Liet habían volado una docena de tópteros en un puesto de suministros. Por desgracia, las tropas Harkonnen se habían vengado con los pobres aldeanos, pues no veían diferencia entre los colonos y los fremen.

No había hablado a su padre de sus actividades guerrilleras, pues Pardot Kynes no comprendería la necesidad. La violencia premeditada, por el motivo que fuera, era un concepto ajeno al planetólogo. Pero Liet haría lo que fuera necesario.

El vehículo terrestre se acercó a una aldea encajada en las estribaciones rocosas. En sus planos constaba como Bilar Camp. Pardot siguió hablando de la melange y sus peculiares propiedades.

—Descubrieron especia en Arrakis demasiado pronto. Desvió la atención científica. Fue tan útil desde el primer momento que nadie se molestó en investigar sus misterios.

Liet se volvió para mirarle.

—Pensaba que por ese motivo te enviaron aquí… para comprender la especia.

—Sí… pero tenemos un trabajo más importante que hacer. Todavía sigo informando al Imperio con la suficiente frecuencia para convencerles de que estoy haciendo mi trabajo, aunque sin mucho éxito.

Mientras hablaba de la primera vez que había estado en esa región, se desvió hacia un grupo de edificios sucios, color arena y polvo.

El vehículo terrestre traqueteó sobre una roca, pero Liet siguió mirando el pueblo, con los ojos entornados para protegerse de la inmisericorde luz de la mañana. El aire poseía la fragilidad del cristal fino.

—Algo va mal —dijo, interrumpiendo a su padre.

Kynes siguió hablando unos segundos más y luego detuvo el vehículo.

—¿Qué pasa?

—Algo va mal.

Liet señaló el pueblo.

Kynes se protegió los ojos del resplandor.

—Yo no veo nada.

—Aun así, procedamos con cautela.

En el centro del pueblo, descubrieron un desfile de horrores. Las víctimas supervivientes vagaban como enloquecidas, chillando y aullando como animales. El ruido era terrorífico, al igual que el olor. Se habían arrancado el pelo de la cabeza en mechones ensangrentados. Algunos utilizaban largas uñas para arrancarse los ojos, que luego sostenían en sus palmas. Ciegos, se tambaleaban apoyándose contra las paredes de las viviendas, y dejaban grandes manchones carmesíes.

—¡Por Shai-Hulud! —susurró Liet, mientras su padre blasfemaba en galach imperial.

Un hombre con las cuencas vacías, como bocas sobre los pómulos, tropezó con una mujer que gateaba por el suelo. Ambos se enfurecieron y arañaron, mordieron, escupieron y chillaron. Eran manchas oscuras sobre la calle, contenedores de agua volcados.

Había muchos cuerpos tendidos en el suelo como insectos aplastados, brazos y piernas paralizados en ángulos extraños. Algunos edificios estaban cerrados a cal y canto, protegidos contra los desgraciados de afuera, que golpeaban las paredes y suplicaban sin palabras que les dejaran entrar. Liet vio el rostro horrorizado de una mujer en la ventana de un piso superior. Otros se escondían, los que no habían sido afectados por la locura asesina.

—Hemos de ayudar a esta gente, padre. —Liet saltó del vehículo—. Trae tus armas. Tal vez necesitemos defendernos.

Llevaban anticuadas pistolas maula y cuchillos. Su padre, aunque era un científico, también era un buen guerrero, una habilidad que reservaba para defender su visión de Arrakis. Se contaba la leyenda de que había matado a varios soldados Harkonnen que habían intentado asesinar a tres jóvenes fremen. Esos fremen eran ahora sus más leales lugartenientes, Stilgar, Turok y Ommun. Pero Pardot Kynes nunca había luchado contra algo como esto…

Los enloquecidos aldeanos repararon en su presencia y gimieron. Empezaron a avanzar.

—No les mates a menos que sea preciso —dijo Kynes, asombrado por lo rápido que su hijo se había pertrechado con un crys y una pistola maula—. Ten cuidado.

Liet se adentró en la calle. Lo primero que le sorprendió fue el terrible hedor, como si el aliento fétido de un leproso moribundo hubiera sido liberado poco a poco.

Pardot, sin dar crédito a sus ojos, se alejó unos pasos del coche. No vio señales de rayos láser en el pueblo, ni marcas de proyectiles, nada que indicara un ataque Harkonnen. ¿Se trataba de una epidemia? Si tal era el caso, sería contagiosa. Si alguna plaga o locura contagiosa se había adueñado del pueblo, no podía permitir que los fremen se apoderaran de aquellos cadáveres para los destiladores de muerte.

Liet avanzó.

—Los fremen atribuirían esta catástrofe a los demonios.

Dos víctimas lanzaron chillidos demoníacos y corrieron hacia ellos, con los dedos como garras, las bocas abiertas como pozos sin fondo. Liet apuntó la pistola maula, murmuró una breve oración y disparó dos veces. Los disparos alcanzaron en el pecho a los atacantes, que cayeron muertos.

Liet hizo una reverencia.

—Perdóname, Shai-Hulud.

Pardot le miró.
He intentado enseñar a mi hijo muchas cosas, pero al menos ha aprendido compasión. Puede aprender toda la información en los videolibros… pero la compasión no. Es innata.

El joven se inclinó sobre los dos cadáveres y los examinó reprimiendo su temor supersticioso.

—Creo que no es una enfermedad. —Miró a Pardot—. He ayudado a las curanderas del sietch, como sabes, y… —Su voz enmudeció.

—¿Qué?

—Creo que han sido envenenados.

Uno a uno, los atormentados aldeanos que vagaban por las calles polvorientas cayeron entre horribles convulsiones, hasta que sólo tres quedaron vivos. Liet utilizó con celeridad el crys y acabó con las últimas víctimas. Ninguna tribu o pueblo volvería a aceptarlos, aunque recobraran la salud, por miedo a que hubieran sido corrompidos por demonios. Hasta sus aguas serían consideradas ponzoñosas.

Liet se quedó extrañado de la facilidad con que había tomado la iniciativa. Indicó a su padre dos de los edificios cerrados.

—Convence a la gente de allí que no queremos hacerles daño. Hemos de descubrir qué ha pasado aquí. —Hablaba en voz baja y fría—. Y quién es el culpable.

Pardot Kynes avanzó hacia el edificio polvoriento. Arañazos y señales de manos ensangrentadas aparecían en las paredes de ladrillo de barro y en las puertas metálicas, donde las víctimas enloquecidas habían intentado abrirse paso. Tragó saliva y se preparó para convencer a los aterrorizados supervivientes de que su odisea había terminado.

—¿Dónde estarás, Liet?

El joven miraba un contenedor de agua volcado. Sabía que sólo había una forma de que el veneno afectara a tanta gente al mismo tiempo.

—Voy a echar un vistazo al suministro de agua.

Pardot asintió con preocupación.

Liet estudió el terreno que rodeaba el pueblo, vio una pista desdibujada que subía por la ladera de la meseta elevada. Se movió con la velocidad de un lagarto, subió el sendero y llegó a la cisterna. Habían disimulado su emplazamiento con inteligencia, aunque los aldeanos habían cometido muchas equivocaciones. Hasta una torpe patrulla Harkonnen era capaz de descubrir aquella reserva ilegal. Examinó la zona con celeridad y observó huellas en la arena.

Percibió un intenso olor amargo alcalino cerca de la abertura de la cisterna, y trató de localizarlo. Lo había captado pocas veces, sólo durante las grandes celebraciones del sietch.
¡El Agua de Vida!
Los fremen sólo consumían esa sustancia después de que una Sayyadina hubiera transformado la exhalación de un gusano ahogado, utilizando la química de su propio cuerpo como catalizador para crear una droga tolerable, que provocaba en el sietch un frenesí de éxtasis. La sustancia, sin transformar, era una toxina feroz.

Los habitantes de Bilar Camp habían bebido Agua de Vida pura antes de su transformación. Alguien lo había hecho a propósito… y los había envenenado.

Entonces vio las marcas de un ornitóptero en la tierra blanda de la meseta.
Tenía que ser un tóptero Harkonnen.
Una patrulla regular… ¿Una broma pesada?

Liet frunció el entrecejo y bajó hasta el pueblo devastado, donde su padre había logrado hacer salir a los supervivientes que se habían atrincherado en sus viviendas. Por suerte, esta gente no había bebido el agua envenenada. Cayeron de rodillas en la calle, rodeados de aquella espantosa carnicería. Sus gritos de dolor resonaron como aullidos de fantasmas.

Lo hicieron los Harkonnen.

Pardot Kynes hacía lo posible por consolarlos, pero a juzgar por la expresión estupefacta de los aldeanos, Liet sabía que su padre debía estar diciendo lo menos adecuado, expresando su compasión en conceptos abstractos que nadie entendía.

Liet bajó la pendiente, y en su mente ya se estaban forjando planes. En cuanto regresaran al sietch, se reuniría con Stilgar y su comando.

Y prepararían la venganza contra los Harkonnen.

11

Un imperio basado en el poder no puede atraer los afectos y lealtades que los hombres dedican de buen grado a un régimen de ideales y belleza. Adorna tu Gran Imperio con belleza, con cultura.

De un discurso del príncipe heredero R
APHAEL
C
ORRINO
, Archivos de L’Institut de Kaitain

Los años habían sido implacables con el barón Vladimir Harkonnen.

Enfurecido, descargó su bastón rematado en cabeza de gusano sobre el mostrador de su sala de terapia. Botes de ungüentos, bálsamos, píldoras e hipoinyectores se estrellaron contra el suelo.

—¡Nada funciona!

Cada día se sentía peor, su aspecto era más repulsivo. En el espejo veía una caricatura hinchada y purulenta del Adonis que había sido.

—Parezco un tumor, no un hombre.

Piter de Vries entró en la estancia con presteza, dispuesto a prestar su ayuda. El barón le atacó con el pesado bastón, pero el Mentat esquivó el golpe con la agilidad de una cobra.

—Sal de mi vista, Piter —chilló el barón, mientras intentaba conservar el equilibrio—. O esta vez sí que pensaré en una forma de matarte.

—Como mi barón guste —dijo De Vries con afectada voz sedosa. Hizo una reverencia y retrocedió hasta la puerta.

El barón sentía afecto por muy poca gente, pero apreciaba el funcionamiento tortuoso de la mente del Mentat pervertido, sus planes intrincados, su pensamiento a largo plazo, pese a su aborrecible familiaridad y su falta de respeto.

—Espera, Piter. Necesito tu cerebro Mentat. —Avanzó cojeando, apoyado en el bastón—. Es la pregunta de siempre. Descubre por qué mi cuerpo está degenerando, o te enviaré al pozo de esclavos más hondo.

El hombre esperó a que el barón le alcanzara.

—Haré todo lo posible, barón. Sé muy bien qué fue de todos vuestros médicos.

—Incompetentes. Ninguno sabía nada.

El barón, antes poseedor de una excelente salud y una tremenda energía, padecía una enfermedad debilitadora cuyas manifestaciones le disgustaban y asustaban. Había aumentado muchísimo de peso. El ejercicio no ayudaba, ni los exámenes médicos o las cirugías exploratorias. Durante años había probado todos los procedimientos curativos y tratamientos experimentales, sin el menor éxito.

Debido a sus fracasos, un puñado de médicos de la Casa habían recibido una muerte horrísona a manos de Piter de Vries, quien con frecuencia descubría aplicaciones imaginativas de sus propios instrumentos. Como resultado, no quedaba ningún médico importante en Giedi Prime, o al menos ninguno visible. Los que no habían sido ejecutados se habían escondido o huido a otros planetas.

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