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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (8 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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Kiel, el artillero, consideraba la misión un permiso para cazar a cualquier fremen que encontraran vagabundeando cerca de los lugares donde se recolectaba la especia. ¿Por qué imaginaban aquellos sucios vagabundos que podían entrar en las tierras de los Harkonnen sin permiso de la oficina del distrito de Carthag? De todos modos, muy pocos fremen eran sorprendidos a plena luz del día, y la tarea se estaba haciendo pesada.

Garan pilotaba el tóptero. Subía y bajaba como si estuviera en una atracción de parque temático. Mantenía una expresión estoica, aunque a veces una sonrisa asomaba a sus labios. Al terminar su quinto día de patrulla, seguía consignando discrepancias en mapas topográficos, y mascullaba por lo bajo cada vez que descubría un nuevo error. Eran los peores planos que había utilizado en su vida.

En el compartimiento de pasajeros se sentaba Josten, al que acababan de trasladar desde Giedi Prime. Acostumbrado a las instalaciones industriales, los cielos grises y los edificios sucios, Josten contemplaba las llanuras arenosas, estudiaba las hipnóticas configuraciones de dunas. Divisó la nube de polvo hacia el sur, en las profundidades de la Llanura Funeral.

—¿Qué es eso? ¿Una operación de recogida de especia?

—Ni hablar —dijo Kiel—. Los cosecheros lanzan al aire un hilo de humo similar a un cono, recto y delgado.

—Demasiado bajo para un demonio de polvo. Demasiado pequeño. —Garan se encogió de hombros, movió los controles del tóptero y se dirigió hacia la nubecilla pardorrojiza—. Vamos a echar un vistazo.

Después de tantos días tediosos, se habrían saltado la rutina para ir a investigar una roca grande que sobresaliera de la arena…

Cuando llegaron al lugar, no encontraron huellas, ni maquinaria, ni el menor signo de presencia humana, pero no obstante hectáreas de desierto parecían devastadas. Motas de color herrumbroso manchaban las arenas de un ocre más oscuro, como sangre secada al sol abrasador.

—Parece que alguien haya tirado una bomba aquí —comentó Kiel.

—Podría ser efecto de una explosión de especia —sugirió Garan—. Vamos a aterrizar.

Cuando el tóptero se posó sobre las arenas calcinadas. Kiel abrió la escotilla. La atmósfera de temperatura controlada escapó con un siseo y fue sustituida por una oleada de calor. Tosió a causa del polvo.

Garan se inclinó hacia adelante y aspiró aire con fuerza.

—Oledlo. —El olor a canela quemada atacó su olfato—. Una explosión de especia, sin duda.

Josten pasó junto a Kiel y saltó al suelo. Se inclinó, asombrado, recogió un puñado de arena ocre y la rozó con los labios.

—¿Podemos coger especia fresca y llevárnosla? Debe de valer una fortuna.

Kiel había estado pensando en lo mismo, pero se volvió con ceño hacia el recién llegado.

—No tenemos equipo de procesamiento. Has de separarla de la arena, y no puedes hacerlo con los dedos.

Garan habló en voz más baja, pero también más firme.

—Si volvieras a Carthag e intentaras vender el producto bruto a un vendedor callejero, te conducirían en volandas hasta el gobernador Rabban… o peor aún, tendrías que explicar al conde Fenring cómo terminó un poco de especia del emperador en los bolsillos de un patrullero.

Mientras los soldados se acercaban al pozo irregular que había en el centro de la nube de polvo ya disipada, Josten miró alrededor.

—¿No corremos peligro? ¿Los gusanos grandes no acuden al reclamo de la especia?

—¿Tienes miedo, muchacho? —preguntó Kiel.

—La arrojaremos al gusano si vemos uno —sugirió Garan—. Nos dará tiempo de huir.

Kiel observó movimientos en la excavación arenosa, formas que serpenteaban, cosas enterradas que hacían túneles y excavaban, como gusanos en carne podrida. Josten abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla.

Un ser parecido a un látigo emergió de la arena, de dos metros de largo y piel carnosa segmentada. Era del tamaño de una serpiente grande, y su boca era un círculo abierto que centelleaba con dientes afilados como agujas.

—¡Un gusano de arena! —exclamó Josten.

—Sólo es una cría —dijo Kiel, desdeñoso.

—¿Estás seguro? —preguntó Garan.

El gusano movió su cabeza sin ojos de un lado a otro. Otros seres similares, todo un nido, aparecieron alrededor, como expulsados por la explosión.

—¿De dónde demonios han salido? —preguntó Kiel.

—No constaba en mi informe —dijo Garan.

—¿Podemos… coger uno? —preguntó Josten.

Kiel reprimió una réplica sarcástica, cuando se dio cuenta de que el novato había tenido una buena idea.

—¡Vamos!

Corrió hacia la arena calcinada.

El gusano intuyó el movimiento y retrocedió, sin saber si atacar o huir. Se arqueó como una serpiente de mar y se hundió en la arena.

Josten aceleró y se arrojó al suelo para agarrar el cuerpo segmentado que aún sobresalía.

—¡Qué fuerte es!

El artillero le imitó y aferró la cola.

El gusano intentó liberarse, pero Garan hundió las manos en la arena y le cogió la cabeza. Los tres patrulleros tiraron con todas sus fuerzas. El pequeño gusano se debatía como una anguila en una placa eléctrica.

En el lado opuesto del pozo, más gusanos emergieron como un extraño bosque de periscopios en el mar de dunas, con las bocas negras vueltas hacia los hombres. Por un momento aterrador, Kiel temió que fueran a atacarles como un enjambre de sanguijuelas, pero las crías huyeron como una exhalación, desapareciendo bajo la arena.

Garan y Kiel arrastraron a su cautivo hasta el ornitóptero. Como formaban una patrulla Harkonnen, contaba con todo el equipo necesario para detener delincuentes, incluyendo aparatos anticuados para amarrar a un cautivo como si fuera un animal.

—Josten, ve a buscar las cuerdas que hay en el equipo de arresto —dijo el piloto.

El nuevo recluta volvió corriendo con las cuerdas, hizo un lazo que pasó por la cabeza del animal y lo apretó. Garan soltó la piel gomosa y tiró con fuerza de la cuerda, mientras Josten pasaba una segunda cuerda por el cuerpo.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Josten.

En una ocasión, al principio de su llegada a Arrakis, Kiel había acompañado a Rabban en una cacería de gusanos abortada. Habían llevado un guía fremen, soldados armados hasta los dientes, incluso un planetólogo. Utilizaron al guía fremen como cebo y atrajeron a un gusano enorme, al que mataron con explosivos, pero antes de que Rabban pudiera apoderarse de su trofeo la bestia se había disuelto, transformado en seres similares a amebas que cayeron a la arena, sin dejar otra cosa que un esqueleto cartilaginoso y dientes de cristal sueltos. Rabban se enfureció.

Kiel sintió un nudo en el estómago. El sobrino del barón podía considerar un insulto que tres simples patrulleros fueran capaces de capturar un gusano, cuando él no había podido.

—Será mejor que lo ahoguemos.

—¿Ahogarlo? —preguntó Josten—. ¿Por qué? ¿Y por qué debo desperdiciar mi ración de agua en eso? Garan se detuvo.

—He oído que los fremen lo hacen. Si ahogas a la cría de un gusano, dicen que escupe una especie de veneno. Es muy raro.

Kiel asintió.

—Oh, sí. Esos chiflados del desierto lo utilizan en sus rituales religiosos. Todo el mundo se entrega a orgías sin cuento, y muchos mueren.

—Pero… sólo tenemos dos litrojones de agua en el compartimiento —dijo Josten, todavía nervioso.

—Pues sólo utilizaremos uno. En cualquier caso, sé dónde podemos volver a llenarlo.

El piloto y su artillero intercambiaron una mirada. Habían patrullado juntos lo suficiente para haber llegado a pensar exactamente lo mismo.

Como si supiera el destino que le aguardaba, el gusano se debatió con mayor violencia aún, pero ya se estaba debilitando.

—Cuando consigamos la droga —dijo Kiel—, nos lo pasaremos en grande.

Por la noche, volaron con sigilo sobre las montañas afiladas como cuchillos, se acercaron desde detrás de una colina y aterrizaron sobre una meseta que dominaba la aldea de Bilar Camp. Los habitantes vivían en cuevas excavadas y en edificios que se extendían hacia las llanuras. Molinos de viento generaban electricidad. En los depósitos de suministros brillaban diminutas luces que atraían a algunas mariposas y a los murciélagos que se alimentaban de ellas.

Al contrario de los misteriosos fremen, estos aldeanos estaban algo más civilizados, pero también más oprimidos. Se trataba de hombres que trabajaban como guías del desierto y se unían a las cuadrillas que recolectaban la especia. Habían olvidado cómo sobrevivir en su planeta sin convertirse en parásitos de los gobernadores planetarios.

En una patrulla anterior, Kiel y Garan habían descubierto una cisterna camuflada en la meseta, un tesoro en agua. Kiel ignoraba de dónde habían sacado los aldeanos tanto líquido. Lo más probable era que hubieran cometido un fraude, hinchando el censo para que la generosidad Harkonnen proporcionara más de lo que merecían.

La gente de Bilar Camp había cubierto la cisterna con roca para que pareciera una prominencia natural, pero no habían apostado guardias alrededor de sus reservas ilegales. Por algún motivo ignoto, la cultura del desierto prohibía el robo más que el asesinato. Confiaban en que sus posesiones estarían a salvo de bandidos o ladrones nocturnos.

Por supuesto, los patrulleros no tenían la menor intención de robar el agua… tan sólo la que necesitaran.

Josten corrió tras ellos cargado con su contenedor, que albergaba la espesa y venenosa sustancia exudada por el gusano ahogado. Nerviosos y asustados por lo que habían hecho, arrojaron el cadáver cerca del perímetro de la explosión de especia y se fueron con la droga. Preocupaba a Kiel que las emanaciones tóxicas del gusano se filtraran en el interior del litrojón.

Garan manipuló el grifo de la cisterna, disimulado con astucia, y llenó uno de los contenedores vacíos. Era absurdo desperdiciar toda el agua sólo para gastar una broma pesada a los aldeanos. A continuación, Kiel cogió el contenedor de bilis del gusano y lo vació dentro de la cisterna. Los aldeanos se llevarían una buena sorpresa la próxima vez que bebieran de sus reservas ilegales.

—Eso les servirá de lección.

—¿Sabes qué efecto les causará la droga? —preguntó Josten.

Garan negó con la cabeza.

—He oído muchas historias absurdas.

—Quizá deberíamos dejar que el chico lo probara antes —dijo el artillero.

Josten retrocedió y levantó las manos. Garan echó un vistazo a la cisterna contaminada.

—Apuesto a que se quitan la ropa y bailan desnudos en las calles, chillando como posesos.

—Quedémonos a mirar —dijo Kiel.

Garan frunció el ceño.

—¿Vas a ser tú el que explique a Rabban por qué hemos llegado tan tarde de la patrulla?

—Vámonos —se apresuró a contestar Kiel.

Mientras el veneno del gusano contaminaba la cisterna, los patrulleros volvieron corriendo a su ornitóptero, contentos a regañadientes de dejar que los aldeanos descubrieran la broma por sí mismos.

7

Antes de nosotras, todos los métodos de aprendizaje estaban contaminados por el instinto. Antes de nosotras, los investigadores viciados por el instinto poseían un período de atención limitado, que con frecuencia no se prolongaba más allá de la duración de su vida. No concebían proyectos que abarcaran cincuenta generaciones o más. El concepto del adiestramiento total músculo/ nervio no había penetrado en su conciencia. Nosotras aprendimos a aprender.

Libro de Azhar
, de la Bene Gesserit

¿En verdad es una niña especial? La reverenda madre Gaius Helen Mohiam vio realizar a la muchacha de proporciones perfectas ejercicios musculonerviosos
prana-bindu
sobre el suelo de madera dura del módulo de adiestramiento de la Escuela Materna.

Mohiam, que acababa de llegar del banquete interrumpido de Arrakis, intentaba analizar a su estudiante con imparcialidad, reprimiendo la verdad.
Jessica. Mi hija…
La muchacha no debía saber jamás sus antecedentes, jamás debía sospechar. Incluso en los anales de reproducción Bene Gesserit, no se identificaba a Mohiam con el apellido adoptado al ingresar en la hermandad, sino por su nombre de nacimiento, Tanidia Nerus.

Jessica, doce años, estaba inmóvil, los brazos caídos a los lados, mientras intentaba relajarse, paralizar el movimiento de todos los músculos de su cuerpo. Aferraba una espada imaginaria en la mano derecha, con la vista clavada en un contrincante quimérico. Se había armado de una enorme paz interior y concentración.

Pero el ojo penetrante de Mohiam tomó nota de sacudidas apenas discernibles en la pantorrilla de Jessica, alrededor de su cuello, sobre una ceja. Necesitaría más práctica para perfeccionar las técnicas, pero la niña había realizado excelentes progresos y prometía mucho. Jessica estaba bendecida con una paciencia infinita, la capacidad de calmarse y escuchar lo que le decían.

Tan concentrada… tan llena de posibilidades. Tal como estaba previsto desde antes de su concepción.

Jessica hizo una finta a la izquierda, flotó, dio media vuelta y volvió a convertirse en una estatua. Sus ojos, aunque miraban a Mohiam, no veían a su profesora y mentora.

La severa reverenda madre entró en el módulo de adiestramiento, miró los límpidos ojos verdes de la muchacha y percibió un gran vacío en ellos, como la mirada de un cadáver. Jessica había desaparecido, perdida entre sus fibras musculosas y nerviosas.

Mohiam humedeció un dedo y lo acercó a la nariz de la joven. Percibió el más ínfimo movimiento de aire. Los pechos incipientes del esbelto torso apenas se movían. Jessica estaba muy cerca de una suspensión
bindu
total… pero aún le quedaba algo.

Queda mucho trabajo duro.

En la Hermandad, sólo la perfección total bastaba. Como instructora de Jessica, Mohiam repetiría las viejas rutinas una y otra vez, revisando los pasos que debían seguirse.

La reverenda madre retrocedió, estudió a Jessica pero no la despertó del trance. Intentó identificar en el rostro ovalado de la muchacha sus propias facciones, o las de su padre, el barón Vladimir Harkonnen. El cuello largo y la nariz pequeña reflejaban la genética de Mohiam, pero el pico de viuda, la boca grande, los labios generosos y la piel clara derivaban del barón… de cuando aún era sano y atractivo. Los ojos verdes, bien separados, y el color broncíneo del pelo procedían de latencias más lejanas.

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