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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (2 page)

BOOK: Dune. La casa Harkonnen
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—Dios nos sujeta en su mano, y podríamos morir aplastados en cualquier momento.

—Eso es lo que diría tu madre —contestó el planetólogo sin levantar la vista de las madejas de información que el aparato de grabación descargaba en un anticuado compresor de datos—. ¡Fíjate, una ráfaga ha alcanzado ochocientos kilómetros por hora! —Su voz no transmitía temor, sólo entusiasmo—. ¡Es una tormenta monstruosa!

Liet levantó la vista del sellador que había esparcido sobre la delgada grieta. El chillido del aire que se filtraba murió, sustituido por el estrépito ahogado de un huracán.

—Si estuviéramos fuera, este viento nos despellejaría.

Kynes se humedeció los labios.

—Tienes toda la razón, pero has de aprender a expresarte con objetividad y precisión. «Nos despellejaría» no es una frase que yo incluiría en un informe al emperador.

El estrépito del viento, el arañar de la arena y el rugido de la tormenta alcanzaron un crescendo. Después, con un estallido de presión en el interior de la estación, todo se transformó en una burbuja de silencio. Liet parpadeó y bostezó para destaparse los oídos. Un intenso silencio repiqueteaba en su cráneo. A través del casco de la estación todavía podía oír los vientos de Coriolis, como voces susurradas en una pesadilla.

—Estamos en el ojo. —Pardot Kynes se apartó de sus instrumentos, muy satisfecho—. Un sietch en el corazón de la tormenta, un refugio donde menos lo esperarías.

Descargas de estática azulinas chisporroteaban a su alrededor, la fricción de arena y polvo generaba campos electromagnéticos.

—Preferiría estar de vuelta en el sietch —admitió Liet.

La estación meteorológica derivaba en el ojo, a salvo y silenciosa después del intenso golpeteo de la muralla de la tormenta. Encerrados en la pequeña nave, ambos tenían la oportunidad de hablar de padre a hijo.

Pero no lo hicieron…

Diez minutos después, chocaron contra el muro opuesto de la tormenta, y fueron devueltos al demencial flujo con un empujón indirecto de los vientos, cargados de polvo. Liet se tambaleó y tuvo que agarrarse. Su padre consiguió mantener el equilibrio. El casco de la nave vibraba y matraqueaba.

Kynes echó un vistazo a sus controles y al suelo. Miró a su hijo.

—No sé muy bien qué hacer. Los suspensores están… —con una sacudida, empezaron a caer, como si su cable de seguridad se hubiera cortado— fallando.

Liet se sujetó sintiendo una extraña falta de peso, mientras la nave caía hacia el suelo, que una oscuridad polvorienta ocultaba.

Los suspensores averiados chisporrotearon y se estabilizaron justo antes de tocar tierra. La fuerza del generador de campo Holtzman les protegió de lo peor del impacto. Después, la nave se estrelló contra la arena, y los vientos de Coriolis rugieron por encima de ellos como un recolector de especia aplastando bajo sus llantas a un ratón canguro. El cielo liberó un diluvio de polvo.

Pardot y Liet Kynes, que no sufrían más que contusiones sin importancia, se levantaron e intercambiaron una mirada, después de la descarga de adrenalina. La tormenta prosiguió su camino, abandonando la estación…

Liet renovó del interior mediante un snork de arena. Cuando abrió la pesada escotilla, un chorro de arena cayó en el interior, pero Liet reforzó las paredes con un aglutinador de espuma estática. Se puso a trabajar con la ayuda de su fremochila y las manos desnudas.

Pardot Kynes confiaba plenamente en que su hijo conseguiría que les rescataran, de modo que trabajó en la oscuridad para introducir sus nuevas lecturas meteorológicas en un compresor de datos anticuado.

Liet salió al aire libre como un bebé que emergiera del útero, y contempló el paisaje asolado por la tormenta. El desierto había vuelto a nacer: las dunas se movían como ganado, hitos familiares cambiaban; huellas, tiendas, incluso aldeas, habían sido borradas. Toda la depresión parecía recién creada.

Cubierto de polvo pálido, ascendió hasta una extensión de arena más estable y vio la depresión que ocultaba la estación enterrada. Al estrellarse, la nave había abierto un cráter en la superficie del desierto, justo antes de que la tormenta arrojara un manto de arena sobre ellos.

Gracias a sus sentidos fremen y a un sentido innato de la orientación, Liet fue capaz de determinar su posición aproximada, no lejos de la Muralla Falsa del Sur. Reconoció las formas rocosas, las franjas de los riscos, los picos y riachuelos. Si los vientos les hubieran arrojado un kilómetro más adelante, la nave se habría estrellado contra las montañas… un final ignominioso para el gran planetólogo, a quien los fremen reverenciaban como a su Umma, su profeta.

—Padre —gritó Liet al hueco que señalaba la posición de la nave hundida—, creo que hay un sietch en los riscos cercanos. Si nos acercamos allí, los fremen nos ayudarán a desenterrar nuestro módulo.

—Buena idea —contestó Kynes con voz apagada—. Ve a comprobarlo. Yo me quedaré a trabajar. He tenido… una idea.

El joven se alejó con un suspiro en dirección a los salientes de roca ocre. Andaba con ritmo irregular, para no atraer a ningún gigantesco gusano: paso, arrastre, pausa… arrastre, pausa, paso-paso… arrastre, paso, pausa, paso…

Los amigos de Liet en el sietch de la Muralla Roja, en especial su hermano de sangre Warrick, le envidiaban por el tiempo que pasaba con el planetólogo. Umma Kynes había llevado una visión paradisíaca a la gente del desierto. Creían en el sueño de volver a despertar Dune, y seguían al hombre.

Sin que lo supieran los señores Harkonnen (los únicos habitantes de Arrakis que recolectaban la especia, y que consideraban a la gente meros recursos a los que no importaba explotar), Kynes supervisaba ejércitos de trabajadores furtivos y fieles que plantaban hierba para anclar las dunas móviles. Estos fremen establecían cultivos de cactus y arbustos resistentes en cañones protegidos, a los que llegaba el agua de las precipitaciones de rocío. En las regiones inexploradas del polo sur habían plantado palmeras que habían echado raíces y estaban floreciendo. El proyecto experimental de la Depresión de Yeso producía flores, fruta fresca y árboles enanos.

De todos modos, aunque el planetólogo fuera capaz de orquestar planes grandiosos a escala mundial, Liet no confiaba lo suficiente en el sentido común de su padre para dejarle solo durante mucho rato.

El joven siguió el contorno del risco hasta que descubrió sutiles marcas en las rocas, un sendero que ningún forastero observaría, mensajes en la colocación de piedras descoloridas que prometían comida y refugio, bajo las respetadas reglas de la Bendición de los Viajeros,
al’amyah
.

Con la ayuda de los fuertes fremen del sietch, podrían desenterrar la estación meteorológica y arrastrarla hasta un escondite, donde sería despiezada o reparada. Al cabo de una hora, los fremen eliminarían todas las huellas y dejarían que el desierto volviera a sumirse en un silencio inquietante.

Pero cuando miró de nuevo hacia el lugar de la colisión, Liet se alarmó al ver que la nave se movía. Una tercera parte ya sobresalía de la arena. El módulo se alzaba poco a poco con un zumbido profundo, como una bestia de carga atrapada en una ciénaga de Bela Tegeuse. Sin embargo, los suspensores sólo tenían capacidad para elevar la nave unos centímetros cada vez.

Liet se quedó petrificado cuando comprendió lo que su padre estaba haciendo.
Suspensores. ¡En pleno desierto!

Corrió como un poseso, tropezando y trastabillando, seguido de una avalancha de arena.

—Detente, padre. ¡Desconéctalos!

Gritó hasta enronquecer. Miró al otro lado del océano dorado de dunas, con una sensación de terror en el estómago, hacia el pozo infernal de la lejana Depresión del Ciélago. Buscó una ondulación reveladora, la alteración que indicaba un movimiento en las profundidades…

—Sal de ahí, padre.

Se detuvo ante la escotilla abierta, mientras la nave continuaba agitándose sin cesar. Los campos suspensores zumbaban. Liet se agarró al marco de la puerta, saltó a través de la escotilla y cayó en el interior de la estación, asustando a Kynes.

El planetólogo sonrió a su hijo.

—Es una especie de sistema autónomo. No sé qué controles he activado, pero este módulo podría alzar el vuelo en menos de una hora. —Se volvió hacia sus instrumentos—. Me dio tiempo de introducir todos los datos nuevos en un solo archivo…

Liet cogió a su padre del hombro y le arrancó de los controles. Dio un manotazo al interruptor del cierre de emergencia, y los suspensores interrumpieron su funcionamiento. Kynes, confuso, intentó protestar, pero su hijo le empujó hacia la escotilla abierta.

—¡Sal ahora mismo! Corre lo más rápido que puedas hacia las rocas.

—Pero…

Las aletas de la nariz de Liet se dilataron a causa de la exasperación.

—Los suspensores funcionan gracias a un campo Holtzman, como si fueran escudos. ¿Sabes lo que pasa cuando activas un escudo personal en pleno desierto?

—¿Los suspensores vuelven a funcionar? —parpadeó Kynes, y sus ojos se iluminaron cuando comprendió—. ¡Ah! Viene un gusano.

—Siempre viene un gusano. ¡Corre!

Kynes salió por la escotilla y saltó a la arena. Recuperó el equilibrio y se orientó bajo el sol cegador. Cuando vio el risco que Liet le había indicado, a un kilómetro de distancia, corrió hacia él con movimientos torpes e irregulares, como si ejecutara una danza complicada. El joven fremen le siguió hasta el refugio que ofrecían las rocas.

Al cabo de poco oyeron un siseo atronador a su espalda. Liet miró hacia atrás, y después empujó a su padre para que corriera hacia la cumbre de una duna.

—Más deprisa. No sé cuánto tiempo nos queda.

Aumentaron la velocidad. Kynes tropezó, se rezagó.

Las arenas se ondulaban en dirección al módulo semienterrado. En dirección a ellos. Las dunas se ondulaban al ritmo del avance inexorable de un gusano que ascendía hacia la superficie.

—¡Corre con todas tus fuerzas!

Corrieron hacia los riscos, atravesaron la cresta de una duna, bajaron, se precipitaron hacia adelante y la blanda arena cedió bajo sus pies. Las esperanzas de Liet aumentaron cuando vio el refugio rocoso a menos de cien metros de distancia.

El siseo aumentó de potencia cuando el gigantesco gusano aceleró. El suelo tembló bajo sus botas.

Por fin, Kynes llegó a los primeros peñascos y se aferró a ellos como si fueran un ancla, jadeante. Liet le obligó a continuar hasta la ladera, para que el monstruo no pudiera alcanzarles cuando surgiera de la arena.

Momentos después, sentados en un saliente, en silencio mientras respiraban por la nariz para contener el aliento, Pardot Kynes y su hijo vieron que un remolino se formaba alrededor del módulo semienterrado. Mientras la viscosidad de la arena agitada cambiaba, el módulo empezó a hundirse.

El corazón del torbellino se elevó en forma de boca cavernosa. El monstruo del desierto engulló la nave junto con toneladas de arena, que cayeron por una garganta erizada de dientes de cristal. El gusano volvió a hundirse en las áridas profundidades, y Liet observó las ondulaciones de su paso, ahora más lentas, que regresaban a la hondonada vacía…

En el silencio que siguió, Pardot Kynes no parecía entusiasmado por su roce con la muerte, sino más bien decepcionado.

—Hemos perdido todos esos datos. —El planetólogo exhaló un profundo suspiro—. Podría haber utilizado nuestras lecturas para comprender mejor esas tormentas.

Liet introdujo la mano en un bolsillo delantero de su destiltraje y extrajo el anticuado compresor de datos que había arrancado del panel de instrumentos del módulo.

—Incluso mientras procuro salvar nuestras vidas, no dejo de prestar atención a la investigación.

Kynes sonrió, henchido de orgullo paterno.

Bajo el sol del desierto, subieron por el escarpado sendero hasta la seguridad del sietch.

2

Cuidado, hombre, puedes crear vida. Puedes destruir vida. Pero no tienes otra alternativa que experimentar la vida. Y ahí residen tu mayor fortaleza y tu mayor debilidad.

Biblia Católica Naranja
, Libro de Kimla Séptima, 5:3

En Giedi Prime, rico en petróleo, la cuadrilla de trabajadores abandonó los campos al final de otro día interminable. Cubiertos de polvo y sudor, los obreros salieron de las parcelas horadadas y desfilaron bajo un sol rojo camino de casa.

Entre ellos, Gurney Halleck, con el cabello rubio empapado en sudor, daba rítmicas palmadas. Era la única forma de seguir adelante, su método particular de rebelarse contra la opresión de los Harkonnen, que en aquel momento no podían oírle. Compuso una canción de trabajo con letra absurda, e intentó que sus compañeros le corearan, o al menos lo intentaran.

Curramos todo el día, como los Harkonnen dictan,

hora tras hora, anhelamos una ducha,

trabajando, trabajando y trabajando…

La gente caminaba en silencio. Demasiado agotados tras once horas de trabajar en los campos rocosos, apenas reparaban en el trovador aficionado. Gurney desistió de sus esfuerzos con un suspiro de resignación, aunque su sonrisa irónica no desapareció.

—La verdad es que somos unos desgraciados, amigos míos, pero no hay que deprimirse por eso.

Más adelante había un pueblo de edificios prefabricados, un poblado llamado Dmitri en honor del anterior patriarca Harkonnen, el padre del barón Vladimir. Después de que el barón se hiciera con el control de la Casa Harkonnen, décadas atrás, había examinado los mapas de Giedi Prime y bautizado accidentes geográficos a su antojo. De paso, había añadido un toque melodramático a las austeras formaciones: Isla de las Desdichas, Bajíos de la Perdición, Acantilado de la Muerte…

Alguna generación posterior, sin duda, volvería a bautizarlas de nuevo.

Tales preocupaciones eran ajenas a Gurney Halleck. Aunque de escasa cultura, sabía que el Imperio era inmenso, con un millón de planetas y decillones de habitantes… pero no era probable que viajara más allá de Harko City, la metrópolis densamente poblada y contaminada que proyectaba un perpetuo resplandor rojizo sobre el horizonte, hacia el norte.

Gurney examinó a la gente que le rodeaba, gente a la que veía cada día. Desfilaban con la vista gacha, como máquinas, de regreso a sus humildes moradas, tan hoscos que no pudo reprimir una carcajada.

—Meted un poco de sopa en la panza, y espero que esta noche empecéis a cantar. ¿No dice la Biblia Católica Naranja «Regocijaos en vuestros corazones, porque el sol sale y se pone según vuestra perspectiva del universo»?

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