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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

Bajo las ruedas (9 page)

BOOK: Bajo las ruedas
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Karl Hamel era hijo de un rico juez de aldea del Elba. Para conocerle se necesitaba algún tiempo, pues estaba lleno de contradicciones y repelía su sosiego inalterable ante todas las cosas. Pero luego se echaba de ver que era también apasionado, vivaracho y enérgico. Sin embargo, estas fases duraban poco y no necesitaba mucho tiempo para volver a su anterior flema, de tal modo, que no se sabía si tomarle por un contemplativo reposado o un marrullero redomado.

Otro fenómeno extravagante, aunque no tan complicado, era Hermán Heilner, un aldeano de la Selva Negra, procedente de buena familia. Desde el primer día se adivinaba que era un poeta y un espíritu selecto, y corría la voz de que había compuesto en hexámetros la composición del examen. Hablaba mucho y bien, poseía un hermoso violín y parecía llevar a flor de piel todo su ser compuesto de una mezcla juvenil de sentimentalismo y ligereza. Pero la verdad era que también tenía un interior menos visible. Su desarrollo era, en cuerpo y alma, parejo a su edad, y comenzaba ya a recorrer su propio camino sin ayuda de nadie.

Pero el más sorprendente huésped de la "Helade" era Emil Lucius, un hombrecillo menudo y recortado, de cabellos rubios, tenaz, diligente y seco como un campesino. A pesar de su estatura y sus facciones, no tenía la apariencia de un muchacho, sino que había en él algo de adulto que hacía creer que no iba a crecer más. Ya en el primer día, mientras los demás se aburrían, charlaban para acostumbrarse los unos a los otros y se gastaban algunas bromas, permaneció sentado, con la gramática abierta sobre las rodillas y los oídos tapados con los pulgares, estudiando sin descanso como si tratara con ello de recuperar los años perdidos.

Pero no se tardaba mucho tiempo en descubrir los embustes y el modo de vivir de aquel bulo, hallando en él un egoísmo y una mezquindad tan refinada, que precisamente su perfección en tales vicios le reportaban una especie de benevolencia o al menos de compasión entre todos los que le rodeaban. Tenía un sistema de ahorrar y sacar provecho a los demás que comenzaba por las mañanas, al levantarse, cuando Lucius entraba siempre el primero o el último en la sala de aseo para utilizar las toallas y en algunas ocasiones hasta el jabón de sus compañeros. Así se daba el caso de que durante una o dos semanas ininterrumpidamente utilizaba su toalla, mientras sus compañeros las tenían sucias a los cuatro días. Pero luego se hizo obligatorio cambiarlas semanalmente, y todos los lunes, por la tarde, el fámulo superior pasaba revista para cerciorarse de que las órdenes eran cumplidas. Lucius se valía entonces de una treta y colgaba cada lunes, por la mañana, una toalla limpia al lado de su numerada palangana, aprovechando el intervalo de recreo para descolgarla, doblarla cuidadosamente, meterla de nuevo en el armario y colgar la vieja en su lugar. Su jabón era tan compacto y duro, que duraba meses enteros sin gastarse, y sus cepillos de dientes tenían las cerdas tan gruesas que al frotarse con ellos hacían sangrar las encías. Pero todas estas particularidades no hacían repelente el exterior de Emil Lucius, sino que más bien resultaba atractivo su rostro sonrosado y sus cabellos rubios que peinaba con gran cuidado. También sus ropas y sus mudas interiores estaban muy cuidadas y limpias, y eran siempre de la mejor calidad.

De la sala de aseo se pasaba al refectorio. El desayuno consistía en una taza de café, un terrón de azúcar y un panecillo. La mayoría encontraba aquello poco satisfactorio, pues la gente joven acostumbraba a desayunar copiosamente después de un sueño ininterrumpido de ocho horas. Pero Lucius se mostraba satisfecho y aún se quitaba un terrón de azúcar de la boca para venderlo luego a dos por un penique o cambiar veinticinco por un cuaderno de escritura. Trabajaba al anochecer, aprovechando la luz de una lámpara vecina para ahorrar el petróleo de la suya, y no cabía por ello presumir que perteneciera a una familia pobre, ya que sus padres ocupaban una buena posición, que se traslucía tanto en las ropas como en los modales del hijo.

Emil Lucius no sólo ampliaba su sistema a las cosas y los bienes palpables, sino también al reino del espíritu, donde podía lograr lucro y provecho con poco esfuerzo. En esto era lo suficientemente listo para no olvidar que toda posesión espiritual no representa más que un valor relativo, y volcaba su aplicación sólo en las asignaturas cuyo cultivo podía darle frutos en posteriores exámenes. Durante las primeras horas de la noche se le veía sentado ante la tarea, mientras sus camaradas se entregaban al juego, a la lectura o a cualquier clase de pasatiempos. El ruido de los demás no parecía molestarle, y hasta lanzaba de cuando en cuando una ojeada furtiva hacia ellos, como si vigilara atentamente sus distracciones. Si todos ellos hubieran trabajado también, no habría sido tan efectiva su aplicación.

Nadie tomaba a mal esas astucias y mañas del ambicioso, que como todos los exagerados no tardó en dar algunos pasos en falso y cometer una que otra tontería. Como todas las asignaturas del Seminario eran gratuitas, decidió aprovechar esa ventaja para tomar clases de violín. No poseía una sola idea sobre música, ni siquiera tenía talento u oído, pero creía que podía estudiar violín con la misma facilidad con que aprendía matemáticas 'o latín. Había oído decir que la música era de utilidad en la vida, que transformaba el carácter de los hombres en afable y sensible, y quiso aprovechar la oportunidad, tanto más favorable cuanto no había que pagar un solo céntimo, pues el Seminario poseía unos cuantos instrumentos para las prácticas.

Al profesor de música Hans se le erizaron los pelos cuando Lucius le anunció que deseaba tomar clases de violín, pues le conocía de las clases de canto, en las que sus gorgoritos eran el regocijo de los condiscípulos y la desesperación del maestro. Intentó disuadir al muchacho de sus propósitos, pero el éxito no le acompañó, pues Lucius le respondió muy sonriente que su afición a la música era inconmovible. Recibió, por lo tanto, el peor violín de los que se utilizaban para los ejercicios, dio clase dos veces a la semana y se ejercitó diariamente su buena media hora. Pero luego de las primeras clases, sus compañeros de aposento declararon que no podrían resistir más y le conminaron a abandonar inmediatamente la "Helade". A partir de aquel instante, Lucius se convirtió en una sombra que vagaba por pasillos, cruceros y claustros en busca de un rincón alejado y solitario donde rascar sin descanso las cuerdas de su instrumento. Transcurrieron unas semanas, pero no se notó ni un progreso en el improvisado músico. El sufrido maestro no pudo evitar por más tiempo su nerviosidad y su irritación, y se apresuró a declararlo inepto, aconsejándole que cambiara de asignatura. Pero la tragedia continuó. El alegre músico eligió el piano y atormentó a todos con largos meses de estudio hasta que se enfrió su entusiasmo y, definitivamente, calló. Y años después, cuando la conversación recaía sobre la música, no faltaba por su parte un gesto de suficiencia acompañado de la explicación de que sólo las circunstancias ¡adversas le habían forzado a abandonar el cultivo de tan noble arte.

El aposento "Helade" daba frecuentes ocasiones para ironizar sobre sus ocupantes, pues también Heilner, el espíritu selecto, promovía a veces algunas ridículas escenas. Karl Hamel jugaba a la ironía y a la observación burlona. Era un año mayor que los demás, lo que le prestaba una cierta superioridad, aunque sin permitirle nunca ningún papel de importancia en el trato entre condiscípulos. Caprichoso y fantástico, sentía cada ocho días la necesidad de poner a prueba su fuerza física en una camorra de la que casi siempre salía triunfante.

Hans Giebenrath era espectador sorprendido de todo lo que lo rodeaba y seguía su camino reposado como un camarada bueno pero callado. Se aplicaba en sus estudios tanto como Lucius, y era afectuoso con todos sus compañeros, a excepción de Heilner, que ensoberbecido por su genial ligereza, se burlaba de él como un machetero. En general era buena la armonía reinante entre todos los muchachos, aunque tampoco tenía carta de rareza las camorras y alborotos nocturnos en los dormitorios. Con la conciencia de la propia superioridad, cada día sorprendía menos el poco habitual trato de usted de los maestros, pero de cuando en cuando hacía explosión el sentimiento infantil que aún alentaba en aquellas almas adolescentes y sentían la necesidad física de gritar, de revolcarse, de expansionar los músculos. Y entonces se poblaba el dormitorio de dolorosos porrazos y enérgicos insultos.

Al director o maestro de una institución semejante debía serle instructiva y valiosa la observación de cómo tras la convivencia de unas semanas,, la tropa juvenil semejaba una mezcla química de la que se desprendieran nubecillas oscilantes y copos movedizos, uniéndose y separándose hasta formar un buen número de productos sólidos. Pasadas las primeras sorpresas y los primeros temores y después que hubieron trabado conocimiento los unos con los otros, comenzó el palpitar y la búsqueda incesante. Se formaron y se disolvieron grupos, y las simpatías y antipatías de los primeros días se esfumaron o se hicieron más sólidas. Raramente se unieron entre sí los viejos compañeros de estudios; los más buscaron nuevas amistades; muchachos de ciudad e hijos de campesinos, tontos y listos, avaros y pródigos. Todos se trataron, se hablaron, se juntaron o se distanciaron, impelidos por la fuerza de su naciente personalidad. Las adolescentes almas rompieron su crisálida y echaron a volar como libres mariposas. Las pasiones se desataron, los caracteres se fueron dibujando, fuertes y poderosos y cundieron las clásicas escenas de afecto y celos, las amistades insolubles y las arriscadas enemistades que, al fin y a la postre, terminaron con unos cuantos insultos o puñetazos o con unas palabras de conciliación y un amistoso paseo entre los árboles. Y lo que parecía eterno se diluyó en la volubilidad sin malicia de la adolescencia.

Hans no tuvo parte alguna en todos aquellos impulsos. Los primeros días, Kafl Hamel le demostró una amistad exuberante, que pronto se volvió hacia uno de los huéspedes del aposento "Esparta". Hans se quedó entonces completamente solo. Un fuerte sentimiento le empujaba hacia el reino amable y dulce de la amistad, pero la timidez le obligaba a detenerse. En sus años infantiles, difíciles y faltos de una madre, se había consumido sin un afecto real y constante que supiera despertar el entusiasmo dormido en él, y sentía el horror del tímido hacia todas las demostraciones exteriores. A ello había que añadir su orgullo de muchacho y su gran ambición. No era fingida como la de Lucius, sino animada efectivamente por un ansia de saber, pero le hacía mantenerse también alejado de todo lo que le podía distraer de su labor. Y así, noche y día, permanecía sentado en su mesa, sin moverse, indiferente en apariencia, pero sensible a las risas y los juegos de sus compañeros. Karl Hamel había sido injusto, pero si cualquier otro se hubiera acercado a Hans y hubiese tratado de atraerle, el muchacho le habría seguido muy a gusto. Porque él seguía encogido, como una muchacha tímida, aguardando a que fuera a buscarle alguien más fuerte y más audaz, capaz de arrebatarle violentamente y forzarle a sentirse feliz.

Los primeros tiempos pasaron muy deprisa. Al lado de todos aquellos asuntos daban mucho quehacer las múltiples asignaturas, en especial el hebreo, que era para los seminaristas algo así como la piedra de toque de su capacidad. Los pequeños lagos y estanques que rodeaban a Maulbronn reflejaban el cielo pálido y brumoso del avanzado otoño, y ráfagas frías agitaban los árboles del bosque. No tardaron en caer las primeras escarchas, que ahuyentaron los pájaros rezagados.

El lírico Hermann Heilner, que había tratado inútilmente de ganar algún amigo que congeniara con él, terminó por refugiarse en su propia soledad. Diariamente tomaba el camino del bosque y llegaba hasta las orillas de un estanque rodeado de juncos, donde unos cuantos sauces llorones reflejaban sus ramas desmayadas. La belleza triste de aquel paisaje atraía al visionario. Con un junco trazaba invisibles figuras en la verdosa superficie del agua, leía alguna, poesía o meditaba simplemente, teniendo en el césped de la orilla, sobre el tema otoñal de la muerte, mientras el silbido del viento y el rumor de las hojas componían una sinfonía silvestre llena de melancólicos acordes. Otras veces sacaba del bolsillo una pequeña libreta de tapas negras y escribía uno o dos versos en su interior.

Eso estaba haciendo aquel mediodía oscuro y brumoso en que Hans, que paseaba también solo, llegó también a orillas del lago. Contempló unos instantes al joven poeta, sentado en una piedra, con el cuaderno sobre las rodillas y mordisqueando el lápiz con ademán pensativo. Sobre la hierba estaba un libro abierto. Lentamente se acercó a él.

—¡Dios te guarde, Heilner! ¿Qué haces?

—Leo a Hornero. ¿Y tú Giebenrath?

—No te creo. Sé bien lo que haces.

—¡Vaya!

—Naturalmente. Compones versos.

—¿Tú crees?

—Seguro.

—¡Siéntate aquí!

Giebenrath se sentó al lado de Heilner y permaneció unos instantes contemplando las aguas verdosas. El viento jugueteaba con las hojas secas y entre las ramas susurraba su eterna canción. Los sauces se desmayaban sobre el espejo del agua, y la bruma lo envolvía todo en un velo gris.

—Esto es muy triste —dijo Hans.

—Sí.

Ambos abandonaron la piedra y se tendieron sobre el césped. Sus pupilas dejaron de percibir el paisaje otoñal que les rodeaba y se sumergieron en la contemplación del cielo cenizo, manchado a trechos por nubes plomizas.

—¡Qué nubes tan hermosas! —exclamó Hans, contemplándolas cómodamente.

—Sí, Giebenrath. ¡Quién pudiera ser una de ellas! —suspiró Heilner.

—¿Para qué?

—Para ser empujados por el viento sobre bosques, pueblos y montañas. Para deslizamos sobre el cielo como unos barcos sobre el agua. ¿Has visto un barco alguna vez?

—No. Heilner. ¿Y tú?

—Sí. Pero tú no comprendes esas cosas. Sólo sabes estudiar sin descanso, resolver matemáticas y analizar textos hebreos,

—¿Me tienes por un machetero?

—Yo no he dicho eso.

—No soy tanto como tú crees. Pero háblame de los barcos.

Heilner dio una vuelta que estuvo a punto de hacerle caer en el agua. Quedó boca abajo, con la barbilla apoyada en ambas manos y los codos hincados en la hierba.

—Vi a esos barcos en el Rhin —dijo Heilner —, durante las vacaciones. Un domingo hubo música en ellos y por la noche encendieron luces de colores. Las luces se reflejaban en el agua, y los barcos se deslizaban río abajo, entre músicas y risas. Se bebía vino del Rhin, y los vestidos blancos de las muchachas flotaban al aire tibio de la noche.

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