Bajo las ruedas (5 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
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La villa tomaba aquellos días un aire campesino. Carretas y carros cargados de paja, olor de heno y brillo de guadañas recién afiladas llenaban las calles y el aire. Desde los altillos y los desvanes se veía a los hombres que segaban las mieses, destacando como puntitos oscuros en el mar amarillo, y de no haber sido por las dos fábricas que alzaban sus chimeneas en las afueras, cualquiera hubiera creído hallarse en un pueblo.

Hans se levantó muy temprano el primer día de vacaciones. Fue a la cocina y aguardó impaciente a que estuviera listo el café, pues la vieja Anna acababa de levantarse. Le ayudó a encender el fuego, fue al horno a buscar el pan, apuró apresuradamente el café con leche y se metió una rebanada en el bolsillo. Salió de la casa sin haber visto siquiera a su padre y anduvo sin descanso hasta el dique superior. Allí se detuvo, sacó del bolsillo una redonda caja de estaño y comenzó a coger saltamontes. Al poco rato tuvo la caja llena. Pasó el tren a marcha lenta sobre el dique, con unos pocos pasajeros asomados a las abiertas ventanillas y un largo penacho de vapor y humo saliendo de la chimenea. Contempló cómo el humo permanecía unos instantes en el aire y luego se deshacía en la atmósfera clara y luminosa de la mañana. ¡Cuánto tiempo hacía que no veía todo aquello! Echó a andar de nuevo, respirando hondamente como si quisiera beber el aire puro y recuperar todo el tiempo perdido en los estudios y el examen. El tiempo parecía haberse detenido unos años atrás y creía ser nuevamente el muchacho que jugaba entre los ciruelos y buscaba cebo para sus anzuelos en la tierra húmeda de la ribera.

No pudo contener los latidos de su corazón cuando desde el pretil del puente contempló el trecho más hondo del río. Apretó contra el pecho la caja llena de saltamontes y empuñó con fuerza la improvisada caña. Las aguas no habían adquirido todavía el color verdoso que tenían al mediodía y el sol se filtraba entre las ramas para juguetear en la arena húmeda de las orillas. En breves minutos alcanzó el lugar apropiado. Reclinado muellemente en el tronco de un sauce, con las piernas colgando sobre el agua, podía pasarse horas y horas sin que nadie le molestara. Arrolló el sedal, colocó en su extremo un pequeño perdigón, ensartó en el anzuelo a uno de los saltamontes y lanzó luego el aparejo en medio de la corriente, después de voltearlo varias veces sobre su cabeza. Y empezó el viejo juego tan conocido: los peces rodearon el anzuelo tratando de atrapar el cebo, transcurrieron unos minutos largos y llenos de emoción y por fin desapareció el saltamontes sin que picara ningún pez. Un segundo saltamontes pasó a ocupar su puesto, seguido de un tercero, un cuarto y un quinto. La bandada de pececillos se alejó varias veces, para volver a aparecer. Hans aseguró el cebo al anzuelo, lastró el sedal con un nuevo perdigón y lo volvió a lanzar en medio de la corriente. Por fin vio acercarse al cebo un pez mediano. Lo movió suavemente y aguardó a que el pez volviera a acercarse. Este no tardó. Mordisqueó el cebo unos instantes y por fin picó con fuerza. Hans sintió el tirón, agarró la caña con fuerza y comenzó a levantar el sedal, poco a poco. El muchacho vio que era una comiza, pero antes de que tuviera tiempo de sacarlo totalmente del agua, el pez coleteó con furia y cayó de nuevo en la corriente. Le vio dar dos o tres vueltas entre dos aguas y luego desaparecer en las profundidades, raudo como una flecha de plata. Había picado mal.

El contratiempo despertó en el pescador la apasionada ansiedad del pasatiempo. A partir de aquel instante, su mirada no se apartó del lugar donde el sedal se hundía en el agua. Sus mejillas estaban enrojecidas y sus movimientos eran prestos y seguros. Una segunda comiza picó el anzuelo. Esta no se escapó, sino que pasó a ocupar el primer lugar en el cestillo de Hans. Siguió una carpa pequeña y tres gubios, uno tras otro. El muchacho se alegró de la pesca, a su padre le gustaban mucho los gubios. Tenían aproximadamente el largo de una mano, eran bastante gruesos y su color entre verde y castaño cuando estaban en el agua, se fue transformando en el interior de la cesta en un azul acerado con destellos verdosos.

Entretanto se había elevado el sol, la espuma brillaba blanca como la nieve en el dique superior, rizaba la superficie del río una brisa leve, y al levantar los ojos, se veían unas cuantas nubecillas sobre las montañas lejanas. Hacía calor, pero nada caracterizaba tanto al día de verano como aquellas nubecillas que parecían estar colgadas e inmóviles sobre los montes y que estaban tan impregnadas de luz y claridad que no se podía mirarlas fijamente. Sin ellas no parecería que hacía calor, porque ni siquiera el cielo azul ni la superficie del agua translucían la canícula. Pero apenas se ponía la vista en aquellos vapores, se sentía arder el sol, se buscaba la sombra y se llevaba la mano a la frente para secar el sudor.

La atención de Hans no se mantuvo fija mucho tiempo en el anzuelo. El cansancio fue haciendo presa en él, y con el mediodía llegó la mala hora para la pesca. Las brecas, incluso las mayores y de más peso, se dejaban arrastrar por la corriente con objeto de tomar el sol. Nadaban entre dos aguas, reunidas en grandes bandadas y evitando con cuidado los obstáculos que se amontonaban río abajo. Se espantaban muy a menudo, sin causa aparente que lo motivara, no se dejaban atraer por ningún cebo, y aunque el pescador se pasara todas las horas del mediodía con el anzuelo tendido, ni una lograba atrapar.

Hans anudó el sedal a una de las ramas del sauce, se sentó sobre la hierba y se puso a contemplar el río verdoso que mansamente se deslizaba. Lentamente fueron pasando las bandadas de peces. Un lomo oscuro sucedía a otro y la corriente las arrastraba sin ningún esfuerzo ni interrupción, con fluidez pausada. Hans se quitó las botas y metió los pies en el agua. Contempló los peces pescados y se extasió largo rato con sus tonalidades. ¡Qué hermosos eran! el color blanco se unía al castaño y al verde y la plata al oro opaco, al azul y al negro tornasolado. Todos cambiantes a cada movimiento y a cada aleteo, como el brillo de un montón de piedras preciosas.

El silencio era casi absoluto. Apenas se escuchaba el rumor lejano de los carros al atravesar el puente y el tableteo del molino eran algo más que un leve rumor.

Hans entornó los ojos y se abismó en una soñolienta meditación. El griego y el latín, la gramática y la prosodia, las matemáticas y los ejercicios memorísticos, la confusión y el abatimiento de todo un año largo e inquieto, se hundieron silenciosamente en las horas quietas y cálidas. Hans sintió un ligero dolor de cabeza, pero no tan fuerte como antes y nunca tan desalentador. Abrió los ojos y volvió a contemplar el agua mansa, el sedal atado a la rama del sauce y los peces en el cestillo. En aquel instante se acordó de que había pasado ya su examen y de que era el número dos de aquel año. Chapoteó con ambos pies en el agua, se metió las manos en los bolsillos y comenzó a silbar. En realidad-no sabía silbar bien y se le escapaba el aire entre los dientes sin que surgiera el tono apetecido, pero ello no fue obstáculo para que se sintiera feliz. Podían burlarse sus compañeros de escuela de que no supiera silbar, pero la verdad era que lo poco que sabía bastaba para aquellos momentos. Nadie le oía. Los antiguos compañeros estarían sentados en sus mesas, estudiando geografía y sudando una gota por cada pelo. Sólo Hans Giebenrath gustaba de aquella libertad al aire libre. Se había adelantado, y los demás estaban muy por debajo de él. Recordó las burlas que le prodigaron por no querer tomar parte en sus juegos y en sus algaradas, por preferir el estudio a la holganza y la quietud al bullicio. Pero había alcanzado el premio merecido. ¿Se daban cuenta aquellos estúpidos? Los detestaba tanto, que interrumpió un instante su silbido para escupir con desprecio. Luego recogió el sedal y la sonrisa asomó a sus labios al ver que el anzuelo estaba otra vez sin cebo. Soltó los saltamontes que aún quedaban en la caja y les vio alejarse saltando por la hierba. En la tenería próxima dieron la señal de abandonar el trabajo. Era mediodía; la hora de ir a comer.

Se sentó a la mesa sin pronunciar palabra. —¿Has pescado algo? —preguntó su padre. —Cinco presas.

—¡Vaya! Pero ten cuidado de no pescar a los mayores, para que siempre haya crías.

La conversación acabó con el consejo paterno. Hacía mucho calor y era una lástima no poder bañarse inmediatamente después de la comida. ¿Por qué no? Era dañoso, según decían. Pero Hans sabía muy bien que no causaba ningún daño porque se había bañado muchas veces a pesar de la prohibición. Pero aquel día procuró contenerse. Era mayor para cometer travesuras y recodaba muy bien que en el examen le habían tratado de "usted".

Además no era tan desagradable pasar una hora en el jardín, tendido bajo la sombra de dos abetos, leyendo algún libro o contemplando el revoloteo de las mariposas. Permaneció así hasta las dos, y poco le faltó para que se durmiera. Pero la impaciencia del baño le mantuvo despierto. Sólo unos cuantos muchachos estaban en la orilla. Los mayores no habían salido aún de la escuela y Hans los compadeció desde el fondo de su corazón, sintiendo al mismo tiempo el orgullo de ser el único que podía bañarse a aquella hora. Se desnudó lentamente y se zambulló luego en el agua tibia del río. Supo disfrutar alternativamente del fresco y del calor, nadando tan pronto un trecho como tendiéndose un rato sobre la hierba de la orilla para que el sol secara rápidamente su piel húmeda. Los restantes muchachos daban vueltas a su alrededor con tímido respeto. Hans se convenció de que se había vuelto una celebridad y se sintió de nuevo completamente diferente a todo lo que le rodeaba.

Casi toda la tarde la pasó alternando sol y agua con un gozo no sentido hacía mucho tiempo. Alrededor de las cuatro llegaron los de su clase, ruidosos y alborotados como siempre.

——¿Qué tal, Giebenrath? ¿Lo pasas bien?

Él se tendió en la hierba con un gesto de suficiencia.

—Muy bien, …muy bien…

—¿Cuándo ingresas en el Seminario?

—En septiembre. Ahora estoy de vacaciones.

Se sintió envidiado. Y ni siquiera causó mella en él, que los mayores hicieran bromas y que éstas arreciaran hasta el punto que uno de ellos se pusiera a cantar el conocido estribillo que se dedicaba en la clase a los aplicados.

Se echó a reír como toda respuesta. Entretanto se habían desnudado los muchachos, y uno de ellos se zambulló limpiamente en el agua, mientras los demás se tendían en la hierba antes de bañarse. Admiraron un buen buceador y echaron a un miedoso al agua entre los gritos jubilosos de la alborotada tropa. Se persiguieron los unos a los otros, corrieron y nadaron, saltaron y jugaron incansablemente. Creció el alboroto y el jolgorio, y la corriente apareció salpicada en toda su anchura de cuerpos mojados y brillantes.

Poco después Hans se marchó. Estaban cerca las horas reposadas del crepúsculo, en las que los peces volvían a picar el cebo. Hasta la hora de la cena permaneció con el anzuelo tendido debajo del puente, pero sin pescar una sola presa. Los peces acudían ávidos y a cada instante se tragaban el cebo, pero sin quedar enganchados en el anzuelo.

Hans comprendió que las cerezas eran demasiado grandes y blandas para cebo y decidió dejar el nuevo intento para después de la cena.

Al regresar le dijeron que habían acudido muchos conocidos a felicitarle, y le mostraron también el periódico de aquel día, que publicaba debajo de los anuncios oficiales el siguiente suelto: "Nuestra ciudad ha enviado este año un aspirante al examen de ingreso en el Seminario Teológico Menor. Hans Giebenrath ha sabido dejar bien alto el nombre de su villa natal, y con toda satisfacción hacemos constar que ha aprobado el examen, alcanzando el número dos entre todos los aspirantes del próximo curso".

Dobló la hoja y se la metió en el bolsillo sin decir nada, pero en su interior se sintió Heno de júbilo y de orgullo. Después de cenar, regresó a la orilla del río. Como cebo llevó unos trocitos de queso, manjar que gustaba a los peces y que era fácilmente visible en la oscuridad.

Dejó la caña en casa y cogió únicamente los sedales y los anzuelos. Le gustaba pescar de aquel modo, sosteniendo la cuerda en la mano, sin caña ni flotadores, con el aparejo compuesto- tan sólo de sedal y anzuelo. Era más fatigoso, pero mucho más alegre. Se dominaban los menores movimientos del cebo, se presentían las idas y venidas' de los peces, y al sentir el tirón de los sedales, se adivinaban los coletazos de la presa como si estuviera ante los ojos. Sin duda alguna, era aquel método de pesca mucho más difícil que el otro, puesto que se necesitaban unos dedos seguros y una atención de espía, pero no cabía comparar tampoco lo apasionante del acecho y la satisfacción que se sentía cuando el pez picaba el cebo.

La honda cañada del río quedó pronto envuelta en las primeras sombras de la noche. El agua transcurría oscura y silenciosa bajo el puente y en el molino inferior brillaba ya una luz. Del rumbo de la villa llegaba rumor de risas y de gritos, la atmósfera estaba un poco bochornosa y entre las aguas saltaba a cada instante un pez con brusco chapoteo.

Al anochecer se agitaban los peces extrañamente, zigzagueando por la corriente, saltando sobre el agua oscura y precipitándose como ciegos sobre el cebo. Al utilizar el último pedazo de queso, había pescado Hans cuatro carpas pequeñas, que pensaba llevar al párroco al día siguiente.

Sopló una ráfaga de viento cálido. Se había hecho rápidamente de noche, pero el cielo todavía estaba muy claro. La torre de la iglesia y el tejado del castillo sobresalían sobre la oscura masa de la villa. En la lejanía debía haberse desencadenado una tempestad, porque de cuando en cuando sonaba un trueno ronco y profundo que se desvanecía prestamente en el aire.

Cuando Hans se echó en la cama, estaba tan cansado y tenía tanto sueño, que no se detuvo siquiera para pensar en la jornada transcurrida. Le quedaban aún una larga serie de hermosos y alegres días para dedicarlos a la holganza, a! baño, a la pesca y a la meditación. Tan sólo le atormentaba la idea de no haber alcanzado el número uno en el examen, pero esperaba que los goces veraniegos borraran pronto el penoso resquemor.

Era aún temprano, cuando se detuvo en el umbral de la casa del párroco, con sus cuatro carpas en el cestillo y una expresión radiante en el rostro. El pastor salió de su cuarto de estudio y le estrechó la diestra afectuosamente.

—¡Buenos días, Hans Giebenrath! ¡Te felicito, te felicito de todo corazón!... ¿Pero qué traes aquí?

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