Había sido un gozo interior para el rector contemplar cómo se despertaba y crecía aquella ambición en su alumno. ¿Quién dice que los profesores no tienen corazón y son unos pedantes engolados e inanimados? Nada de eso. Cuando un maestro se da cuenta de que uno de sus alumnos muestra un talento poco común, de que un niño abandona la espada de madera, el arco, el tirador y los demás juguetes infantiles, de que comienza a aspirar a un horizonte más amplio y que la seriedad de la tarea transforma su rostro, sus gestos y su ser entero hasta convertirle en un muchacho casi ascético, de que sus miradas se hacen más fijas y seguras y su mano más pálida y quieta, siente reír en su alma la alegría y el orgullo. Su deber y la actividad de que es responsable ante el Estado, le obligan a encadenar los impulsos y las fuerzas primitivas de la Naturaleza, inculcando en su lugar reposados y comedidos ideales, tranquilas convicciones y quietas ambiciones. Muchos de los que han llegado a ser burgueses satisfechos y diligentes empleados, hubieran sido violentos renovadores o infructuosos soñadores, de haberles faltado esa segura formación docente que realizó el milagro de su transformación. Había en ellos algo violento y primitivo, desbordado y sin horma que tuvo que ser destruido; una llama peligrosa que hubo que apagar antes de que se propagara. El hombre creado por la Naturaleza es algo incalculable, imprevisible y tenebroso. Es un torrente desbordado desde desconocidas cumbres y una selva virgen sin camino ni orden. Y así como una selva virgen necesita ser desbrozada y abierta a los caminos del exterior, la escuela necesita vencer al hombre primitivo y de impulsos naturales, para hacer de él un miembro útil a la sociedad, despertando sus cualidades y propiedades hasta lograr que la instrucción y la educación adquiridas lo envuelvan y lo transformen por completo.
¡Qué hermoso fue el desarrollo del joven Giebenrath! Por propio impulso apartó de su lado la holganza y el juego, no se rió nunca tontamente en las lecciones y prescindió de los pasatiempos favoritos que eran para él la jardinería, la cría de conejos y la pesca, para dedicarse íntegramente a los estudios.
Una de aquellas tardes de vacaciones, el rector visitó personalmente a Giebenrath en su casa. Después de saludar al padre con exagerada amabilidad, entró en el cuarto de Hans y halló al muchacho sentado ante el Evangelio de San Lucas. Se acentuó en su rostro la sonrisa benevolente, y no pudo evitar darle unas palmaditas amistosas en la espalda.
—¡Eso está muy bien, Giebenrath! ¿Otra vez-tan aplicado? ¿Pero cómo es que no te dejas ver más a menudo? He estado aguardando cada día tu visita.
—Quise ir muchas veces a su casa —dijo el muchacho con aire de disculpa —, pero deseaba llevarle al menos un hermoso pescado como regalo.
—¿Pescado? ¿Qué clase de pescado?
—Una carpa o algo por el estilo.
—¿Vuelves a pescar?
—Sí: un poco. Papá me ha dado permiso.
—¡Bien, bien...! ¿Te divierte mucho?
—Si. Es bonito.
—Bien, muy bien. La verdad es que te has ganado tus vacaciones. Pero doy por seguro que ahora tienes menos, ganas de estudiar que de divertirte.
—Es natural, señor rector.
—Pero no quiero obligarte a nada, si es que no tienes ganas de estudiar.
Hans creyó conveniente rectificar su postura anterior.
—Sí que las tengo.
El rector calló unos instantes, se acarició la delgada barba y terminó por sentarse en una silla.
—Quiero que lo comprendas, Hans —dijo en un tono casi melifluo—. La cosa está muy clara. Una vieja experiencia nos dice que a un buen examen sigue siempre un súbito retroceso. En el Seminario tendrás que aprender muchas cosas nuevas y que codearte con un número respetable de compañeros que habrán utilizado el verano para dar un repaso a los viejos textos. Algunos habrán tenido una mala puntuación en el examen, pero su constancia les servirá para superar a aquellos que han abandonado los libros durante todo el verano.
Se interrumpió para suspirar hondamente, como si le preocupara en demasía lo que estaba diciendo.
—En la escuela te ha sido muy fácil mantener siempre los primeros puestos, pero en el Seminario te será mucho más difícil. Habrá muchos alumnos que no se resignarán fácilmente a quedar en tercer o cuarto lugar y que lucharán con todas sus fuerzas para lograr el primero. ¿Comprendes lo que te digo?
—Sí, señor rector.
—Por eso yo quisiera aconsejarte que durante estas vacaciones trabajaras un poco. Para mí es cuestión de honor verte convertido en algo. Creo que deberías solicitar de tu padre permiso para tomar a un profesor particular que te ayudara en matemáticas. Bastarían tres o cuatro clases semanales para ponerte a buen nivel.
—Sí, señor rector.
De nuevo volvió a florecer la tarea diaria con tanto celo, que Hans sentía verdaderos remordimientos cuando malgastaba una hora en pescar o en pasear por el bosque. Los días eran cada vez más largos y pesados, y la hora del baño había sido transformada por la correspondiente a las lecciones de matemáticas.
A pesar de todos sus esfuerzos y de su aplicación, le fue imposible encontrar agradables las clases de álgebra. Era amargo y desagradables pasar las tardes sofocantes en la cálida habitación del profesor, respirando la atmósfera soñolienta y repitiendo fatigosamente el a más b y /a menos b con el pensamiento puesto en la orilla del río y la frente perlada por el sudor. Había algo entorpecedor y opresivo en el aire, que en los días malos terminaba por transformarse en irritación y desesperación. Con las matemáticas le iba, generalmente, algo mejor. No pertenecía a la clase de alumnos cerrados e incapaces de comprender nada, y los resultados, casi siempre exactos, le producían entusiasmo y satisfacción. También le satisfacía de las matemáticas que no hubiera en ellas ningún error y engaño, que no se diera la posibilidad de apartarse del tema y rozar los engañosos campos inmediatos. Por igual causa tenía en gran estima al latín, pues la claridad de esa lengua, su seguridad y su precisión, le alejaban cualquier motivo de duda. Pero a pesar de que sus cálculos fueran exactos en todos los resultados, no hallaba en ello nada justo. Las tareas matemáticas, y las clases diarias le semejaban el caminar por una carretera; adelantaba mucho trecho, ganaba diariamente en comprensión y aprendía una tarde lo que la anterior ignoraba, pero sin llegar nunca a la cumbre de un monte desde dónde contemplar abiertos panoramas y anchos paisajes.
Las clases con el rector fueron algo más animadas, y el párroco logró también hacer el corrompido griego del Nuevo Testamento más sugestivo y atrayente que el puro lenguaje hermético. Fue precisamente Hornero causa de bastantes sorpresas y abundantes goces, pero también extensas dificultades al nuevo estudiante. Con frecuencia tuvo Hans que detenerse ante un verso misterioso y musical, pero de comprensión difícil y complicada. Lleno de temblorosa impaciencia y de agitada tensión, no halló prisa suficiente para encontrar en el diccionario las llaves que le franquearon la entrada del jardín quieto y tranquilo.
Volvieron a acumularse las tareas, y algunas noches tuvo que acostarse muy tarde, atado de nuevo a la mesa por la resolución de un importante problema algebraico o la traducción de un versículo griego. El viejo Giebenrath contemplaba orgulloso aquella aplicación de su vástago. En su mente alentaba oscuro el ideal de tantas gentes estrechas e insignificantes; ver crecer una rama del propio tronco que sobrepasa su misma cabeza. Y veneraba el ideal con fanático respeto, deponiendo toda actitud que pudiera herirle y sacrificando todo a su completo logro.
Durante las últimas semanas de las vacaciones, tanto el rector como el párroco se mostraron de nuevo suaves y solícitos. Mandaron a pasear al muchacho, suspendieron sus lecciones y le repitieron, una y otra vez, que tenía que estar fresco y confortado para cuando llegara el momento de emprender la marcha.
Hans fue a pescar un par de veces. De nuevo el dolor de cabeza le atormentaba con insistencia y permaneció sentado largo rato en la orilla, sin prestar verdadera atención al anzuelo hundido en las aguas verdes donde espejeaba un cielo claro y prematuramente otoñal. Le parecía incomprensible el júbilo que tres meses antes le acometió ante el comienzo de sus vacaciones veraniegas, y sentía, por el contrario, la satisfacción de que se terminaran y la impaciencia por ingresar en el Seminario, donde iba a comenzar una vida nueva y a aprender nuevas cosas. Su desgana y su falta de atención se reflejaron con, claridad en el cestillo vacío, y bastaron unas bromas de su padre para que no volviera a pescar y colgara otra vez los sedales y los anzuelos en la pared inclinada del desván.
Ya en los últimos días de sus vacaciones, se acordó de que hacía algunas semanas que no visitaba al zapatero. No tenía demasiados deseos de hablar con nadie, pero creyó que era su obligación ir a verle por última vez. Al atardecer se encaramó hacia su casa. El maestro estaba sentado con un chiquillo en cada rodilla, y a través de la ventana abierta salía el olor de cuero y estropajo que llenaba toda la vivienda. Hans estrechó, confuso, la diestra fuerte y callosa del maestro.
—¿Qué tal te va? —preguntó éste—. ¿Te has aplicado en las clases del párroco?
—He aprendido mucho en mi visita diaria a su casa.
—¿Qué has aprendido?
—Principalmente griego, pero también otras cosas.
—¿Y no has podido venir a verme nunca?
—La verdad es que me quedaba muy poco tiempo libre. En casa del párroco tenía que estar diariamente una hora, dos en casa del rector y cuatro veces a la semana tenía clase con el profesor de matemáticas.
—¿Todo eso estando en vacaciones? ¡Ha sido una locura, una verdadera locura!
—No lo sé. Los maestros no opinaban igual. Y las asignaturas no eran muy difíciles.
—Puede ser —exclamó Flaig, dudoso. Cogió el brazo del muchacho y lo apretó sin mucha fuerza—. ¿Pero qué bracitos son éstos? Y también tienes muy delgada la cara.
¿Te sigue el dolor de cabeza?
—Sí; aquí y aquí —respondió el muchacho tocándose la nuca.
—Una locura, Hans. Ha sido una locura y un pecado además. A tu edad hay que tener aire puro, movimiento y descanso. ¿Para qué existen, si no, las vacaciones? ¿Para seguir estudiando y permanecer encerrado entre cuatro paredes? De ese modo te conviertes en un montón de huesos y pellejo.
Hans se echó a reír.
—Supongo que ya sabrás salir de esto. Pero lo que es demasiado, es demasiado. ¿Y qué tal ha ido con las lecciones del párroco? ¿Qué ha dicho?
—Ha dicho muchas cosas, pero ninguna mala. Sabe mucho.
—¿No te ha hablado despectivamente de la Biblia?
—No; ni una sola vez.
—Eso está bien. Pues yo te aseguro que es mucho mejor sufrir diez veces daño en el cuerpo, que una sola en el alma. Recuerda que quieres llegar a ser un pastor, y que esa es una profesión difícil y aún penosa en algunos casos. Acaso seas uno de los que han acertado el camino, en cuyo caso te convertirás en maestro y guía de almas, y sabrás seguir andando en línea recta durante toda tu vida. Lo deseo de todo corazón, y por ello rogaré continuamente.
Se había levantado y medía a grandes pasos la habitación. Luego se paró ante el muchacho y le puso ambas manos en los hombros.
—¡Adiós, Hans! ¡Permanece siempre en el lado del bien! El Señor te bendiga y te proteja. Amén.
La solemnidad de su voz, la oración y el alemán puro en que hablaba fueron opresivos y penosos al muchacho. La despedida del párroco había sido totalmente diferente.
Entre despedidas y preparativos transcurrieron, prestos e inquietos, los dos días que faltaban para la partida. El padre llenó un cajón con ropa de cama, trajes, mudas y libros, y luego se entretuvo en preparar el restante equipaje de su hijo. Y una mañana, temprano, emprendieron los dos el camino de Maulbronn. A Hans le fue doloroso abandonar la tierra natal y salir de la casa paterna para ingresar en una desconocida institución.
A
L NOROESTE DEL PAÍS
, entre colinas boscosas y diminutos lagos, está situado el convento cisterciense de Maulbronn. Extensas, fuertes y bien conservadas, las hermosas y antiguas construcciones son un lugar de reposo tentador, pues su fortaleza interna y externa las hace impenetrables a las corrientes del mundo, y los bellos parajes que las rodean son un sedante a los ojos fatigados del caminante. El que desea visitar el convento tiene que atravesar un amplio y pintoresco portalón abierto en el muro alto y espeso y penetrar en un patio silencioso. En el centro mana una fuente, y árboles seculares flanquean las cuatro esquinas, ocultando con sus ramas las fachadas hoscas de las construcciones. Enfrente del portalón aparece, entre el follaje, el frontispicio de la iglesia principal, con un atrio postrománico llamado paraíso por los seminaristas, de una belleza conmovedora y graciosa al mismo tiempo. Sobre el ancho tejado de la iglesia sobresale la aguja de una torre tan estrecha, que no puede comprenderse cómo sostiene las campanas. El crucero integro, semeja una hermosa obra de arte, y comprende como presea una valiosa capilla, el refectorio con su bóveda esquilfada, los múltiples oratorios, el locutorio, el refectorio de los legos, las celdas de los monjes y dos iglesias que completaban el conjunto arquitectónico. Pintorescos muros, miradores historiados, puertas y jardincillos, un molino y varias casas comunales ciñen los viejos edificios. El ancho patio, silencioso y vacío, juega en sueños con la sombra de sus árboles, y sólo a la hora del mediodía sopla una leve ráfaga de vida sobre él, portadora de movimientos, gritos, voces y risas que pronto se desvanecen para volver a refugiarse tras los muros recogidos del antiguo convento.
Con amorosa solicitud había dispuesto el Gobierno que aquellos edificios medio ocultos tras colinas y bosques, alejados del mundo y sumidos en una quietud paradisíaca, sirvieran de acomodo a los alumnos del Seminario teológico protestante, a fin de que la belleza y la paz rodearan a las almas juveniles. Al mismo tiempo, la distancia y la clausura tenían el doble objetivo de mantener a toda aquella muchachada alejada de las influencias de la ciudad y de la vida familiar, y predisponerlos a la sequedad casi ascética de su nueva existencia. Por este medio se hacía posible que los casi adolescentes pobladores de la institución pusieran todo su empeño y afán en estudiar durante largos años el griego y el hebreo y que toda el ansia inquieta de sus almas se transformara en el goce plácido y la alegría serena del estudio. Para esto contaba también como factor principal la vida de internado, la necesidad de la propia instrucción y el sentimiento de homogeneidad. El Gobierno, a cuya costa vivían y estudiaban los seminaristas, había procurado que sus educandos fueran unos espíritus infantiles a los que pudiera por ello reconocer más tarde. Era una especie de fino y seguro estigma y un ingenioso símbolo de servidumbre. Con la sola excepción de los indómitos, que de cuando en cuando se destacaban entre la masa amorfa de los demás, se podía reconocer a los seminaristas suaves durante toda su vida. ¡Qué diferentes son los hombres y qué diversos los ambientes y las circunstancias donde viven y se desarrollan sus facultades! De ese modo igualaba el Gobierno a sus protegidos y los vestía con una especie de librea o uniforme espiritual, del que no podían desprenderse nunca.