Publicada en 1905,
Bajo las ruedas
, primera novela de Hermann Hesse (1887-1962), es una prodigiosa recreación del mundo de la adolescencia, pero también una severa acusación contra los sistemas educativos que se imponen a costa de la imaginación y del cultivo armónico de las facultades espirituales, emocionales y físicas. Separado del medio de su infancia y obligado por padres y profesores a una agotadora preparación para el ingreso en un seminario, Hans Giebenrath logra finalmente su objetivo, pero al elevado precio de perder primero su sensibilidad y, más tarde, su equilibrio emocional.
Hermann Hesse
Bajo las ruedas
ePUB v1.0
Horus0102.02.12
Fecha de publicación: 1905
Hermann Hesse
J
OSEPH
G
IEBENRATH
, agente y comisionista, no se diferenciaba en particular del resto de sus conciudadanos. Al igual que ellos, poseía una naturaleza corpulenta y sana, un regular talento comercial unido a una adoración ingenua y cariñosa al dinero, una casa con un minúsculo jardincillo, una tumba familiar en el cementerio, una afición por la iglesia algo clarificada por sus aficiones materiales, un comedido respeto de Dios y de la Justicia y una férrea sumisión a los mandamientos del decoro y la decencia ciudadana. Acostumbraba beber algunas veces, pero jamás se emborrachaba, y aunque emprendía, de pasada, algunos negocios no libres de reproche, nunca los llevaba más allá de lo permitido formalmente. Maldecía por igual a los míseros que mendigaban una limosna y de los potentados que hacían ostentación de su riqueza. Era miembro de una sociedad burguesa y ciudadana y tomaba parte cada viernes en los juegos de bolos, cuidando de elegir con cautela el momento propicio para cada jugada.
Su vida interior se diferenciaba en nada a la de un patán. Las cualidades de su alma estaban poco menos que embotadas y constituían muy poco más que un buen sentido familiar, un desconmensurado orgullo de su propio hijo y una oportuna e intermitente dadivosidad para con los pobres. Sus aptitudes y capacidades espirituales no sobrepasaban las de una astucia y un cálculo nativos y limitados. Sus lecturas se circunscribían a los periódicos, y para ocultar su falta de goces artísticos bastaba la representación anual que la sociedad dedicaba a sus protectores y la visita a un círculo en cualquiera de los días del año.
Con cualquier vecino hubiera podido cambiar vivienda y nombre, sin que sus costumbres y su existencia entera sufrieran la menor variación. En lo más hondo de su alma, compartía con las restantes familias de la ciudad la desconfianza en toda fuerza superior y toda personalidad descollante y la hostilidad implacable e instintiva contra todo lo extraordinario, lo libre, lo selecto y lo espiritual.
Pero basta ya con él. Sólo un profundo humorista podría seguir la descripción de su vida trivial y su desconocida tragedia. Nuestro hombre tenía un hijo único y de él queremos hablar.
Sin duda alguna Hans Giebenrath era un niño talentoso. Para darse cuenta de ello, bastaba contemplar el retraimiento y la abstracción casi constante que le diferenciaba de los demás. La pequeña villa de la Selva Negra no era pródiga en tales figuras y jamás se había dado ninguna que sobrepasara en algo el nivel de sus habituales ciudadanos. Sólo Dios sabía de donde había sacado aquel muchacho los ojos graves y la frente ancha. ¿Acaso de su madre? Esta había muerto hacía bastantes años, y en todo el tiempo que duró su vida no se advirtió en ella nada extraordinario, aparte de la frágil naturaleza que la hacía estar siempre enfermiza. A su padre no había que tenerlo siquiera en cuenta, de modo que la misteriosa inteligencia del muchacho parecía haber caído súbitamente en la villa, que en ocho o nueve siglos de existencia había dado siempre ciudadanos honrados a carta cabal, pero nunca un talento o un genio descollante.
Acaso un observador imbuido de las modernas tendencias y teniendo en cuenta la débil naturaleza de la madre y la vetustez de la estirpe, hubiera podido señalar un síntoma clarísimo de degeneración en aquella hipertrofia de la inteligencia. Pero la villa tenía la dicha de no contar con tales observadores, y sólo los más jóvenes entre los funcionarios y los maestros de escuela poseían una indecisa noción del "hombre moderno" a través de los artículos periodísticos. Allí se podía subsistir y seguir siendo culto y civilizado sin conocer siquiera los diálogos de Zaratustra. La vida era reposada, los matrimonios sólidos y algunas veces felices, y toda la existencia estaba impregnada de ese irremediable hálito de cosa vieja que exhalan nuestras villas cerradas. Los ciudadanos del pequeño municipio eran muy dichosos, y algunos habían logrado incluso transformarse durante los últimos veinte años de artesanos en fabricantes. Seguían quitándose el sombrero delante de los funcionarios, seguían ofreciéndoles todos sus respetos, aunque luego, a sus espaldas, les llamaran mendigos y covachuelistas y, paradójicamente, no tuvieran otra ambición ni otra meta que la de dar a sus hijos los estudios necesarios para llegar a alcanzar la anhelada prebenda.
Desgraciadamente la idea no pasaba de ser un bello sueño irrealizable para los más, ya que sólo a costa de grandes esfuerzos y repetidos sacrificios lograba atravesar el retoño los estudios primarios.
Pero desde el primer momento no cupo ninguna duda sobre el talento de Hans Giebenrath. Los profesores, el rector, los vecinos, el párroco y los condiscípulos, todos los que tuvieron ocasión de tratarle, coincidieron en afirmar que el muchacho era una mente privilegiada. Y con ello quedó decidido su destino, pues en las tierras suabas sólo existe un estrecho camino a seguir para los muchachos inteligentes y de padres ambiciosos: el ingreso en el Seminario, después de sufrir el examen necesario para ser admitido, de allí al Seminario Superior Evangélico-teológico de Tubinga, para salir luego destinado al pulpito o la cátedra. Año tras año recorren tres o cuatro docenas de hijos del país ese camino silencioso y seguro. Pálidos y delgados, como corresponde a los que acaban de recibir la confirmación, exploran por cuenta del Estado los diferentes campos de la ciencia humanística y emprenden, ocho o nueve años más tarde, el segundo y la mayoría de las veces más largo, trecho de su camino, en el transcurso del cual tienen que devolver al Estado los beneficios anteriormente recibidos.
Faltaban pocas semanas para que tuviera lugar un nuevo examen. Así se llama la hecatombe anual en la que "el Estado" selecciona la floración espiritual del país, y a lo largo de la cual, desde pueblos y pequeñas ciudades se dirigen los sollozos, las plegarias y los deseos de muchas familias hacia la capital, en cuyo seno tiene lugar la prueba.
Hans Giebenrath era el único candidato seleccionado en la pequeña ciudad. El honor era grande, pero no adquirido sin esfuerzo. Las clases de la escuela, que duraban diariamente hasta las cuatro, tenían su colofón en una lección de gramática griega que el rector le daba de añadidura. El señor párroco era tan amable de añadir, a las seis, unas lecciones de repaso de latín y religión, y dos veces a la semana hallaba aún tiempo el profesor de matemáticas para dar su lección después de la cena. En la clase de griego se le resaltaba el valor de la variedad de partículas enunciadas en el encadenamiento de las frases, en latín se le obligaba a ser claro y lacónico en el estilo y a conocer perfectamente las muchas sutilezas prosódicas, mientras en matemáticas tenía que demostrar su eficiencia a través de complicadas cuentas finales. Como el profesor acentuaba con frecuencia, todas esas cosas no tenían un valor aparente para posteriores estudios o para la vida normal.
Pero eso era sólo en apariencia. En realidad eran más importantes que ciertas otras cosas, pues componían la base de las capacidades lógicas y los fundamentos de toda la ciencia y saber humanos.
Pero a fin de no tener una sobrecarga espiritual y a fin de que la razón y la inteligencia no le hicieran olvidar el alma, tuvo Hans que frecuentar cada mañana, antes de que comenzaran las clases en la escuela, la lección de los catecúmenos, donde el catecismo, los ejercicios memorísticos y las frecuentes preguntas y respuestas henchían con soplo renovador la conciencia religiosa de las almas juveniles. Desgraciadamente, Hans no se preocupaba demasiado de aquellas lecciones, y con ello les arrebataba todo su influjo bienhechor. Colocaba anotaciones griegas y latinas entre las páginas de su catecismo y se pasaba casi toda la hora enfrascado en aquellos conocimientos puramente profanos. Pero a pesar de todo no estaba su conciencia tan embotada que no hallara con ello una permanente y penosa inseguridad y una leve sensación de temor. Cuando el decano se acercaba a él o pronunciaba simplemente su nombre, no podía evitar un estremecimiento temeroso que se transformaba en un sudor frío y un apresurado latir del corazón cuando tenía que dar una respuesta. Pero casualmente éstas eran siempre correctas e intachables, incluso en la pronunciación, a la que tanta importancia daba el decano.
Los temas y lecciones para anotar o aprender de memoria, para repasar o preparar, se amontonaban después de cada clase en la cartera de Hans Giebenrath, aguardando la hora tranquila de la noche para ser solucionadas, estudiadas y anotadas. Esa tarea, circundada por la paz hogareña y alumbraba por la luz de la lámpara, duraba habitualmente hasta las diez, los miércoles y los sábados, los demás días hasta las once, las doce o aún más. Su padre gruñía un poco por el gasto sin tino de petróleo, pero en el fondo se sentía satisfecho de la extraordinaria aplicación de su hijo. En los ratos perdidos y los domingos, que componen la séptima parte de nuestra vida, la lectura de Hans Giebenrath se limitaba a algunos autores no leídos en la escuela y a un constante repaso de la gramática.
—¡Con tino, con tino…! Una o dos veces a la semana hay que abandonar toda tarea y salir a pasear un poco. Es necesario y obra maravillas. Cuando hace buen tiempo se puede, asimismo, llevar un libro. Ya verás lo alegre y fácil que es estudiar al aire libre… ¡Pero sobre todo hay que andar siempre con la cabeza alta!
Hans obedeció en todos los consejos, y desde aquel instante levantó la cabeza, paseó con relativa frecuencia, utilizando los cortos paseos para estudiar, y .mostró a todos su rostro muy pálido por el prolongado trasnochar y sus ojos tristes, rodeados por unos cercos azulados e impregnados de un hálito de desesperanza.
—¿Qué opina usted de Giebenrath? ¿Cree que triunfará de la prueba? —preguntó un día el profesor de la clase al rector.
—¡Claro! ¡Claro que sí! —exclamó jubiloso el rector— Es uno de los más sensatos. Si lo observa usted bien, se dará cuenta de que está verdaderamente espiritualizado.
En los últimos ocho días la espiritualización se hizo restallante. Los ojos siguieron reflejando su melancolía habitual, pero el atisbo de desesperanza se transformó en un brillo inquieto y casi febril. La frente ancha estaba surcada de minúsculos pliegues y los brazos magros y las manos delgadas colgaban a lo largo del cuerpo con una gracia fatigada que recordaba a Botticelli.
Y llegó la hora señalada. Al día siguiente debía salir temprano hacia Stuttgart, acompañado de su padre, para demostrar ante el tribunal si era acreedor de atravesar las puertas estrechas y conventuales del Seminario. Aquella tarde hizo la visita de despedida al rector.