Por la tarde quiso repasar de nuevo los participios griegos, pero su tía le obligó a salir de paseo. Por unos instantes se imaginó Hans algo parecido al verde de los prados y el aroma del bosque, y asintió complacido, casi regocijado. Pero pronto se dio cuenta de que los paseos, en la gran ciudad tenían un deleite muy diferente al de la tierra natal.
Su padre no pudo acompañarles, por tener que hacer unas visitas, de modo que salió solo con su tía. Ya en la escalera tuvo lugar el primer contratiempo. Se tropezaron en el primer descansillo, con una gruesa dama, ante la cual la tía hizo una pequeña reverencia. La dama se detuvo y ambas mujeres se pusieron a charlar con animación. La plática duró más de un cuarto de hora. Hans estuvo todo ese tiempo apretado contra la barandilla de la escalera, con el perrillo de la gruesa dama rondándole las piernas y ladrándole sin cesar, y teniendo la convicción de que el cuchicheo de su tía se refería a él, pues la voluminosa dama no paraba de mirarle de arriba a abajo a través de sus quevedos. Se despidió, por fin, y ellos siguieron su camino. Pero apenas habían puesto los pies en la calle, cuando la tía entró en una tienda. Transcurrió un buen rato antes de que volviera a aparecer, y entretanto permaneció Hans, tímido y encogido, tropezando con las personas que transitaban presurosas por la acera y siendo objeto de las burlas de los pilluelos de la calle. Cuando salió la tía del establecimiento, volvió a cogerle de la mano y le entregó, sonriente, una pastilla de chocolate. Él le dio las gracias con mucha amabilidad, a pesar de que no le gustaba el chocolate. En la esquina más próxima tomaron el tranvía de caballos. A Hans le regocijó, al principio, el nuevo medio de comunicación, pero los repetidos campanillazos y la gente que entraba y salía del vagón a cada parada terminaron por aburrirle. Cuando bajaron se alegró, y su satisfacción aumentó al ver que estaban en una gran alameda rodeada de hermosos jardines. Bajo los árboles saltaba el agua de un surtidor, florecían macizos multicolores y en un estanque diminuto nadaban hermosos peces dorados. Pasearon arriba y abajo y luego dieron una vuelta completa a la alameda, entre el enjambre de los demás paseantes. Hans contempló gran número de rostros, de trajes y vestidos elegantes, bandadas de bicicletas, de sillas con ruedas de enfermos y cochecitos de niños, escuchó una confusión de voces y respiró una atmósfera cálida y polvorienta. Al final se sentaron en un banco, al lado de la demás gente. La tía había pasado casi todo el tiempo hablando, y al sentarse no pudo reprimir un hondo suspiro. Volvió a sonreír a su sobrino y le instó para que se comiera el chocolate. El no quiso hacerlo.
—¡Dios santo! ¿No irás a incomodarte, verdad? ¡Come, hombre, come!
Hans sacó la pastilla de chocolate del bolsillo de la americana, jugueteó unos instantes con el papel plata y dio, por fin, un pequeño mordisco. El chocolate no le había gustado nunca, pero no se atrevía a decírselo a su tía. Mientras su sobrino mordisqueaba de mala gana la tableta descubrió ella un conocido entre la multitud, y le hizo una seña con la mano enguantada.
—Sigue sentado aquí. Vuelvo en seguida.
Hans aprovechó la oportunidad para arrojar su chocolate en medio del césped. Luego meneó la pierna al compás, contempló a la mucha gente que pasaba ante él y se sintió bastante desgraciado. Al final trató de recitar nuevamente los irregulares, pero comprobó que casi no se acordaba. ¡Los había olvidado todos! ¡Y al día siguiente era el examen…!
Regresó la tía y le dio la noticia de que aquel año se presentaban ciento ochenta aspirantes al examen y sólo podrían pasar unos treinta y seis. Al escuchar tales palabras, se le cayó al muchacho el alma a los pies y no despegó los labios una sola vez durante el regreso. Al llegar a la casa, le acometió nuevamente el dolor de cabeza, no quiso probar bocado y mostró tal desesperación, que su padre le reprendió severamente, y hasta su propia tía le encontró insoportable. La noche que siguió fue horrible. Se despertó muchas veces y tuvo espantosas pesadillas. Se vio sentado, con otros muchachos, en el aula donde iba a celebrar el examen. El rostro del examinador era igual al del párroco, pero luego se transformaba en el de la tía y ponía ante él un montón de pastillas de chocolate para que se las comiera todas. Y mientras las mordisqueaba, bañado en lágrimas, sus compañeros se levantaban y desaparecían por una pequeña puerta. Todos habían comido ya el montón de chocolate que les correspondía, pero el suyo, en cambio, crecía y crecía sin cesar, llenando los bancos y la mesa, invadiendo toda la habitación y amenazando con sumergirle en su masa...
A la mañana siguiente, mientras Hans bebía su café sin apartar los ojos del reloj para no llegar tarde al examen, en su ciudad natal muchos se acordaron de él. El primero en recordar la fecha fue el zapatero Flaig. Recitó sus oraciones en alta voz, antes de comenzar el desayuno, y luego permaneció unos instantes con la mirada baja. Toda la familia, incluidos los dos oficiales y los tres aprendices, estaba sentada a la mesa. El zapatero levantó sus ojos al cielo y, con voz solemne, añadió ésta a sus oraciones habituales:
—Señor; mantén tu protección sobre el estudiante Hans Giebenrath, que hoy verifica su examen. Bendícele y dale fuerzas para que sea un fiel intérprete de tu sano nombre.
El párroco no rezó, pero al terminar el desayuno le dijo a su mujer:
—Ahora se dirigirá Giebenrath al examen. Estoy seguro de que saldrá bien, y no me sorprendería que el muchacho resultara algo extraordinario. Entonces no tendré por qué arrepentirme de haber gastado el tiempo dándole clases de latín.
El maestro se dirigió a sus alumnos antes de dar principio a las tareas:
—A esta hora comienza en Stuttgart el examen. Deseemos a Giebenrath lo mejor y hagamos votos para que su calificación llene de orgullo a toda esta ciudad. Claro que él no necesita nuestros votos, pues vale como diez de vosotros, y el examen servirá para que se pongan de manifiesto sus extraordinarias facultades.
El maestro calló. Y los alumnos volvieron casi unánimes sus pensamientos al ausente, especialmente los muchos que habían cruzado apuestas sobre su aprobado y su fracaso.
Y mientras todas las mentes se volvían a él y todos los corazones latían apresurados por la inminencia del acontecimiento, Hans entró, acompañado por su padre, en el aula del examen. Eran las diez de la mañana, y los muchachos pálidos que llenaban la sala se agitaban inquietos. Se marchó su padre y Hans quedó solo, abandonado a su propio destino. Al principio miró a su alrededor, como un criminal en la cámara de torturas, conteniendo a duras penas los latidos de su corazón y la ansiedad que le ganaba por momentos. Pero cuando entró, por fin, el profesor, pidió silencio y dictó el texto correspondiente al ejercicio de latín, Hans lo encontró ridículamente fácil. Realizó su tema con rapidez y casi con alegría, lo pasó en limpio cuidadosamente y fue uno de los primeros en entregarlo. En verdad que al regreso se equivocó de camino y deambuló dos horas largas por las calurosas calles de la ciudad, pero ello no empañó en lo más mínimo su júbilo, y casi se alegró del contratiempo, que le' permitió degustar un saborcillo de aventura y verse libre por unas horas de las repetidas preguntas de su padre y de su tía. Y, en efecto, cuando, después de inquirir a diestro y siniestro, llegó a las puertas de la casa de su tía, le recibió el alud incontenible de preguntas:
—¿Qué tal ha ido? ¿Cómo ha ido? ¿Has sabido tu lección?
—Ha sido .muy fácil —respondió con orgullo—. Ya en quinto curso hubiera podido traducir el tema.
Y se puso a comer con verdadero apetito.
Tuvo toda la tarde libre. Su padre lo aprovechó para efectuar algunas visitas a conocidos y amigos de la ciudad. En una de ellas encontraron a un muchacho de rostro melancólico que había llegado de Góppingen para sufrir también el examen. Los dos se contemplaron mutuamente con gran curiosidad.
—¿Qué te ha parecido el tema de latín? ¿Fácil, verdad?
—preguntó Hans.
—Muy fácil. Pero el caso es que precisamente en los temas fáciles es donde se hacen mayor número de faltas. No se presta atención y es frecuente caer en trampas ocultas.
—¿Tú crees?
—¡Claro! Los examinadores no son tan tontos.
Hans se asustó un poco, pero después de quedarse pensativo unos instantes, preguntó al de Góppingen:
—¿Tienes aquí el texto?
El otro fue a buscar el cuaderno a su habitación y juntos repasaron, palabra por palabra, todo el tema. El de Góppingen demostró ser un latinista consumado, pues conocía denominaciones gramaticales de las que Hans no había oído siquiera hablar.
—¿Qué nos toca mañana?
—Griego y composición.
El de Góppingen respondió con presteza y luego preguntó, a su vez, cuántos condiscípulos de Hans habían acudido al examen.
—Ninguno más. Sólo yo.
El otro no pudo contener un gesto de sorpresa.
—Los de Góppingen somos doce. Entre nosotros hay dos o tres que esperan alcanzar los primeros puestos. El número uno del año anterior fue también de Góppingen. ¿Seguirán estudiando en el Gymnasium si te suspenden?
Hans tuvo que confesarse que jamás se había tratado, entre él y su padre, de tal posibilidad.
—No sé... creo que no...
—Yo seguiré estudiando, de todos modos, aunque ahora me reprueben. Si eso sucede, mi madre me mandará a Ulm.
Las palabras impresionaron a Hans. También los doce de Góppingen, con los tres que aspiraban a la mejor puntuación, le causaron temor. Él no se hubiera atrevido a pensar nunca de aquel modo.
En cuanto regresó a su alojamiento, le faltó tiempo para repasar sus temas de griego. El latín no le había inspirado ningún temor, pero el griego era muy diferente. Le gustaba y aún llegaba a entusiasmarle, pero sólo la lectura. Especialmente Jenofonte era tan bello, de un estilo tan enérgico y vigoroso, que se hacía muy fácil su comprensión y llenaba de placer su lectura. Pero tan pronto como se trataba de análisis gramaticales o de traducir del griego al alemán, se transformaba el encanto en un laberinto y le acometía tal temor del idioma, que bien podía creerse que retrocedía a los tiempos de su primera lección, cuando aún no conocía siquiera el alfabeto griego.
Al día siguiente tuvo lugar el examen de griego, seguido del de composición alemana. El tema griego fue bastante extenso y nada fácil; la composición tuvo sus momentos difíciles, y el ánimo de Hans se mostró bastante más decaído que el día anterior. A partir de las diez se hizo insoportable el calor de la sala. Hans no tenía una buena pluma y echó a perder dos pliegos de papel antes de pasar en limpio el tema griego. Durante la composición le puso en gran aprieto uno de los que se sentaban a su lado, al pasarle por debajo del banco un papel con una pregunta escrita y reclamar con repetidos codazos su respuesta inmediata. Estaba rigurosamente prohibido el trato con los compañeros, y ser sorprendido en la falta podía equivaler a la expulsión del examen. Tembloroso de temor y de excitación, Hans escribió en el papel: "Déjame en paz". Y volvió la espalda al preguntón, para demostrarle su indiferencia. El calor era cada vez más sofocante. Hasta el propio profesor que ejercía su vigilancia paseando arriba y abajo por el aula sin descansar un solo momento, se pasaba repetidamente el pañuelo por la frente. Hans sudaba a mares dentro del grueso traje que estrenó el día de la confirmación. El dolor de cabeza le acometió de nuevo y, por fin, entregó sus cuartillas, con la sensación que estaban llenas de faltas y de que, para él, el examen había terminado.
De regreso a casa, permaneció silencioso todo el tiempo de la comida, encogiéndose de hombros a las preguntas que le hacían y poniendo el rostro de un delincuente. La tía trató de consolarle, pero el padre se impacientó y no pudo evitar sus reproches. Terminada la comida hizo seña al muchacho para que le acompañara al gabinete contiguo, y trató de interrogarle nuevamente:
—Ha ido muy mal —respondió Hans.
—¿Por qué no has puesto más atención en el tema? —inquirió el padre, con irritación.
Hans calló, pero cuando su padre comenzó a reprocharle de nuevo, enrojeció y exclamó:
—¡Pero tú no entiendes una sola palabra de griego!
Lo peor era que faltaban sólo dos horas para el oral. Este era el que inspiraba al muchacho más temor. Conforme iban pasando los minutos sentía una congoja que atenazaba su garganta y una inquietud que hacía presa en todo su ser. Y mientras recorría, una vez más, las ardientes calles de la ciudad, camino del aula, la vista se le nublaba en vértigos de pesar y de miedo.
Pasó diez minutos interminables sentado ante tres graves caballeros que ocupaban sus respectivos sitios detrás de una gran mesa verde; tradujo un par de aforismos latinos y contestó con presteza las preguntas que le hicieron.
Volvió a pasar otros diez minutos ante tres caballeros diferentes; tradujo algunas frases griegas y respondió como pudo al nuevo interrogatorio. Como colofón quisieron que les dijera un aforismo compuesto e irregular, pero él no acertó a dar la respuesta precisa.
—Puede usted retirarse. Hacia allá; la puerta a la derecha.
Hans echó a andar como un autómata, pero cuando ya iba a trasponer el umbral, le vino el aforismo a la memoria. Se detuvo, indeciso.
—¡Márchese! —le gritaron—. ¡Márchese! ¿O se encuentra usted algo indispuesto?
—No. Pero acabo de recordar el aforismo. Le volvieron a llamar al interior del aula. Vio que uno de los respetables caballeros se reía, y no pudo contener la oleada de rubor que le subió al rostro. Luego trató de recordar las preguntas y las respuestas, pero no acertó más que a confundirse aún más. Sus ojos seguían viendo la extensa superficie verde de la mesa, los tres graves caballeros y el libro abierto que sostenían sus manos temblorosas. ¿Qué había respondido, Dios santo?
Mientras hacía su camino de vuelta, se imaginó que hacía mucho tiempo que estaba en la ciudad y que no podría salir más de ella. El jardincillo de la casa paterna, los montes azulados y los recodos del río donde acostumbraba pescar, le parecieron algo muy lejano y muy querido. Súbitamente sintió deseos de volver a contemplar aquellos lugares, y la nostalgia estrujó con fuerza su corazón. ¡Si pudiera regresar aquel mismo día! ¿Qué interés tenía la permanencia en la ciudad cuando el examen había terminado?
Se compró un bollo de leche y estuvo vagando durante toda la tarde por las calles de la ciudad, sin rumbo fijo pero con la única idea de evitar una larga conversación con su padre. Cuando finalmente se decidió a regresar a su casa, vio que todos habían estado inquietos por su tardanza.- Pero su aspecto era tan agotado, que su padre no le riñó. Le dieron una sopa de huevo y le mandaron en seguida a la cama. Al día siguiente tenía que examinarse de religión y matemáticas, y luego podría regresar a la ciudad natal.