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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

Bajo las ruedas (8 page)

BOOK: Bajo las ruedas
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Quien a su ingreso en el Seminario tenía aún madre, recordaba durante toda su vida aquel día con agradecimiento y risueña emoción. Hans Giebenrath no estaba en aquel caso y traspasó el umbral sin emoción ninguna, pero vio afuera un gran número de madres que se despedían de sus hijos, y eso le causó una extraña impresión.

En las largas estancias guarnecidas de armarios se amontonaban cajones y cestas, y los muchachos, algunos ayudados por sus padres, estaban atareados en desempaquetar y ordenar todas sus ropas y sus efectos. Cada cual tenía un armario numerado y su estantería también numerada en los cuartos de trabajo. Padres e hijos estaban arrodillados, con las manos ocupadas por mil objetos diferentes y los rostros marcados por la agitación. Se desdoblaban ropas, se alisaban camisas, se desempaquetaban libros y se colocaban en hilera las botas y las zapatillas. Los equipos eran todos iguales, pues la mínima cantidad de mudas y lo esencial de los demás utensilios iban anotados en las solicitudes de ingreso. Aparecieron en todas las manos jofainas de hojalata, con los nombres arañados en el fondo y los bordes relucientes. Fueron colocadas en el cuarto de aseo, con las esponjas, las pastillas de jabón, el peine y los cepillos de dientes al lado. Cada cual había llevado, además, una lámpara, un cántaro de petróleo y unos cubiertos.

Los muchachos no podían contener su agitación. Los padres sonreían, trataban de ayudarles, echaban frecuentes miradas a sus relojes de bolsillo, mostraban un ligero aburrimiento e intentaban inútilmente emocionarse. Las madres eran, en cambio, el alma de todo aquel movimiento. Pieza a pieza sacaban los trajes y las mudas de las maletas y los cofres, alisaban arrugas, ataban cintas y colocaban las prendas en los estantes de los armarios.

—Cuida mucho las nuevas camisas. Han costado tres y medio .marcos cada una.

—Manda las mudas cada cuatro semanas por ferrocarril... si te corre prisa por correo. El sombrero negro es sólo para los domingos.

Una mujer gruesa y comodona estaba sentada sobre un cofre enseñando a su hijo el arte de coser botones.

—Cuando sientas añoranza —se escuchó en otro rincón—, escribe todo lo que quieras. No es mucho tiempo el que falta hasta Navidad.

Una mujer aún joven contemplaba el lleno armario de su hijo y pasaba la mano sobre las mudas, los pantalones y las chaquetas, como si quisiera llevarse la impresión de todo aquello antes de marcharse. Luego se volvió hacia su hijo, un rapaz crecido y corpulento, y comenzó a acariciarlo también. Él se avergonzó y apartó la cabeza sonriendo, metiéndose las manos en los bolsillos para tener una apariencia más varonil. La despedida parecía ser más penosa a la madre que a él.

A otros les ocurría lo contrario. Contemplaban a sus madres con ojos tiernos y ademán implorante, como si quisieran volver con ellas al hogar lejano. Pero en todos los rostros se echaba de ver el temor de la despedida y los sentimientos de ternura y amor filial en lucha con la vergüenza de los que les contemplaran y la dignidad de su naciente virilidad. Algunos, que de buena gana se habrían echado a llorar, componían con esfuerzo un gesto indiferente, aparentaban no sucederles nada y hasta se atrevían a sonreír a sus madres.

Casi todos en su equipaje llevaban, aparte de! equipo normal y de algunas piezas de lujo, un saquito de manzanas, unas salchichas ahumadas, un cestillo de pastelería o algo semejante. Otros habían llevado sus patines, y algunos se habían atrevido a cargar con algún objeto puramente superfluo como cajitas de música, flautas y otros instrumentos que recordaban su no lejana niñez.

Podía identificarse fácilmente a los muchachos que habían llegado directamente de su hogar y a los que habían estado antes en institutos o pensiones. Pero tampoco éstos podían ocultar su agitación y emoción ante la nueva vida que les aguardaba.

El viejo Giebenrath ayudó a deshacer las maletas y el cajón de su hijo, revelándose práctico e inteligente en aquel menester. Terminó antes que los otros y dio, aburridamente, unas vueltas por el dormitorio en compañía de Hans. Al tropezar por doquier con padres monitorios e instructivos, con madres consoladoras y consejeras e hijos oyentes y respetuosos, consideró conveniente dirigir también a su Hans algunas palabras que le ayudaran en el nuevo camino que emprendía. Meditó largamente mientras el muchacho iba mudo a su lado, y luego colocó súbitamente la diestra sobre el hombro de su hijo y comenzó un pequeño discurso lleno de tópicos y frases hechas que Hans escuchó sorprendido y en silencio hasta que sus miradas tropezaron con las de un pastor que desde un rincón del dormitorio no pudo reprimir la sonrisa divertida ante la admonición paterna. El muchacho se avergonzó y empujó con el codo al improvisado orador.

—¿No es verdad que procurarás honrar a tu familia? ¿Y que serás fiel al nombre que te legaron tus antepasados?

—Naturalmente —respondió Hans.

E] padre calló y respiró aliviado. Comenzaba a parecerle todo aquello muy aburrido. Hans volvió la cabeza y contempló con afligida curiosidad el silencioso crucero que se divisaba desde la ventana en toda su longitud. Pero sus miradas se dirigieron pronto a donde estaban los que iban a ser sus futuros camaradas. No conocía a ninguno. El compañero de examen en Stuttgart no parecía haber sido aprobado, a pesar de su excelente latín, porque Hans no lo vio por parte alguna. A pesar de su aparente igualdad, podía distinguirse perfectamente a los de ciudad de los campesinos, y a los ricos de los pobres. Los hijos de buenas familias llegaban poco al Seminario, en parte por el orgulloso sentido de los padres y el talento e ingenio de los hijos; pero a pesar de ello, algunos profesores o altos funcionarios mandaban a sus vástagos a Maultbronn en recuerdo de sus propios años de clausura. De modo que entre los cuarenta levitones negros se observaban algunas diferencias de tela y corte que hallaban su confirmación en los modales, dialecto y comportamiento también diferentes. Había corpulentos aldeanos de la Selva Negra, de músculos abultados y cabellos pajizos; finos habitantes de Stuttgart, de botas puntiagudas y un dialecto corrompido de tan refinado; muchachos pueblerinos, con la piel requemada por el sol y temor en la mirada, y de ciudad, con gestos pausados y claro acento en el lenguaje. Aproximadamente la quinta parte de ellos llevaba gafas.

Un observador perspicaz hubiera podido reconocer en seguida que la pequeña muchedumbre no era una mala selección entre la juventud del país. Al lado de las cabezas, que desde lejos delataban los infundíbulos de Nuremberg, faltaban los mozos corpulentos y obstinados, en los que yace aún en sueños una vida superior tras la frente tersa. Quizá pertenecían algunos a aquellos cráneos suabos, inteligentes y tenaces, que a través de los tiempos han invadido el mundo, haciendo de sus pensamientos obstinados y secos el vértice de algún sistema nuevo. Pues los suabos no se sustentan a sí mismos y al mundo sólo con morigeradas teologías, sino que, con orgullo, muestran una capacidad tradicional para la especulación filosófica, de la que han surgido a veces algunos profetas y muchos locos. Y así se ejercita ese fructífero país, cuyas grandes tradiciones políticas quedan muy alejadas en la distancia de la Historia y que está actualmente entre las garras del águila como un indefenso polluelo. Pero no por ello deja de sentir la atracción de los campos espirituales de la teología y la filosofía y de ejercer su honda influencia en el mundo, ya que se oculta, además, en el pueblo, desde las más remotas edades, un gusto por las bellas formas y la poesía ensoñadora que hace surgir de cuando en cuando versificadores y poetas que no pertenecen a los peores. Pero apenas se les presta atención, porque también nuestros hermanos del norte han establecido su predominancia en poesía, hallan basto y grosero e] lenguaje del sur y le dan con sus lenguas afiladas un acento que trasciende a olor terroso o elegancia berlinesa. Los suabos no se ofenden por eso y únicamente aspiran a que les den lo que les es propio: sus tierras generosas, donde duermen y sueñan los últimos restos de una pasada esplendidez, su lenguaje dulce y su espíritu poético. Y que los del norte se queden con lo suyo; sus fronteras y sus aduanas, entre las que serpentean los caminos flanqueados por relucientes cañones. Ambas cosas tienen su contenido y su interés.

En la organización y los usos del Seminario de Maulbronner no existía, observado superficialmente, ni un solo rastro suabo, máxime cuando al lado de los epígrafes latinos que llenaban los muros como un recuerdo de los años conventuales, se habían pegado las regocijantes etiquetas de un clasicismo contemporáneo. Las habitaciones donde fueron distribuidos los muchachos, se llamaban "Foro", "Helade", "Atenas", "Esparta", "Acrópolis". El nombre de Germania", dado a la más pequeña y más incómoda, parecía ser la advertencia de que existían sobrados motivos para despreciar el presente germánico y ensalzar, en cambio, el ensueño lejano de un pasado grecorromano, aunque éste tampoco hallara toda su esplendidez en la evocación que despertaban los nombres, pues la casualidad hizo que el aposento Atenas" no estuviera ocupado por los más brillantes oradores, sino por unos cuantos muchachos aburridos y poco habladores que trataban inútilmente de olvidar las comodidades y las venturas del hogar, y que "Esparta" no fuera refugio de guerreros y ascetas, sino acomodo de un puñado de huéspedes lozanos y sensuales. Hans Giebenrath, en compañía de nueve recién llegados, fue a parar al aposento Helade".

Le acometió una extraña sensación cuando, al anochecer, entró en el dormitorio estrecho y húmedo, y se tendió por vez primera sobre la dura cama de alumno. Del techo colgaba una lámpara de petróleo, a cuyo rojizo resplandor se desvistieron los nueve, y que el asistente apagó a las diez menos cuarto. Entre cada cama había una silla para poner la ropa, y junto a una columna pendía la cuerda de la campana matutina. Dos o tres muchachos se conocían ya entre sí y cambiaron unos cuantos cuchicheos que pronto se desvanecieron en el silencio general. Pero los demás se desconocían y cada cual yacía silencioso y encogido en su propia cama, con los ojos muy abiertos en la oscuridad y la respiración pausada. Algunos se durmieron muy pronto y sus suspiros profundos resonaron en el silencio de la habitación, acompañados del crujido de las sábanas nuevas al darse una vuelta o de los chirridos de la cama .metálica. Los que permanecían despiertos estaban, por el contrario, muy silenciosos y apenas se atrevían a moverse. Hans tardó en conciliar el sueño. Prestó atención a la respiración regular de su vecino y escuchó un rumor extraño y entrecortado que llegaba de una de las camas próximas.

Alguien estaba llorando con la cabeza metida debajo de las sábanas. Los ahogados y lejanos sollozos le parecieron a Hans muy ridículos. Pero luego se acordó de su cuarto tranquilo y aislado, de su mesa llena de libros y de cuadernos de apuntes, y sintió que el corazón aceleraba sus latidos. No fue nostalgia ni añoranza, pero bastó el recuerdo para comprender el sufrimiento del desconocido y el de muchos de sus nuevos camaradas. A medianoche no velaba ya nadie en el aposento. Los jóvenes durmientes yacían en sus camas, con las mejillas apretadas contra la almohada, tristes y obstinados, tímidos y festivos, vencidos por el reposo y el dulce olvido. Sobre los viejos tejados y las esbeltas torres lucía una luna menguante y pálida; su resplandor bañaba las cornisas y los umbrales, fluía sobre las ventanas góticas y los portales románticos y temblaba en la gran concha de la fuente clausural. Unos rayos se deslizaban a través de los cristales de las tres ventanas del aposento "Helade", velando los sueños de los muchachos con tanto amor como velaron en sus tiempos los de viejos monjes.

El día siguiente comenzó con el solemne acto de ingreso, que se celebró en el oratorio. Asistió todo el claustro de profesores, y el éforo hizo un pequeño discurso apropiado a las circunstancias. Los alumnos le escucharon encogidos en las sillas, silenciosos e inquietos, tratando de lanzar furtivas miradas a sus padres que estaban sentados en el espacio reservado a los invitados. Las madres contemplaban sonrientes a sus hijos, mientras los padres, serios y envarados, seguían el discurso con gravedad completamente afectada. Pero tanto en unas como en otros alentaba en aquel instante el más radiante orgullo. Su corazón rebosaba de sentimientos loables y hermosas esperanzas, y ni uno sólo acertaba a pensar que, a cambio de una simple ventaja monetaria, estaba vendiendo a su hijo al Estado. Al final fueron llamados los alumnos uno tras otro por su nombre. Se levantaron, y después de estrechar la mano del éforo, respondieron afirmativamente a su pegunta:

—¿Está dispuesto a comportarse bien durante su estancia en esta institución y desempeñar después su cargo con completa fidelidad y suficiencia?

Pero ninguno se atrevió a pensar que tal vez le fuera imposible cumplir su promesa y tampoco ningún padre se acercó a recordárselo.

Para los alumnos fue mucho más emocionante el momento de despedirse de su padre y de su madre. Unos a pie, otros en diligencia y otros en toda clase de vehículos, no tardaron en desaparecer a la vista de sus hijos. Los pañuelos ondearon en la lejanía y los ojos se velaron de lágrimas. Por fin por el recodo del camino desapareció el último carruaje, el último pañuelo se agitó en el tibio aire septembrino y los hijos regresaron, solitarios y pensativos, al interior del convento.

—Ya se han marchado sus señores padres -—dijo el fámulo con una sonrisa que quiso ser compasiva.

A partir de ese instante comenzaron a conocerse los unos a los otros; en primer lugar los componentes de cada aposento. Se llenaron de tinta los tinteros, la lámpara, de petróleo, se pusieron en orden los libros y los cuadernos y cada cual trató de acomodarse lo mejor posible. Al mismo tiempo se miraron unos a otros con curiosidad, comenzaron las primeras conversaciones, tímidas e indecisas aún, y se sintieron las primeras simpatías o antipatías. Se preguntó por los lugares nativos y se habló de las escuelas frecuentadas hasta entonces, de los estudios y del examen común. Alrededor de algunos pupitres se formaron animados grupos y pronto sonaron las primeras risas juveniles entre la vetustez de las paredes. Y al llegar la noche, los compañeros de aposento se conocían tan bien como los pasajeros de un barco al finalizar la travesía.

Entre los nuevos camaradas que compartían con Hans el aposento Helade, había cuatro cabezas que demostraban decisión y carácter, mientras las demás no pasaban de ser, en mayor o menor grado, las del tipo común. A las primeras pertenecía Otto Hartner, hijo de un profesor de Stuttgart, talentoso, silencioso y muy reconcentrado en sus propias cosas. Había crecido muy corpulento, iba bien vestido e imponía por su pisar fuerte y decidido.

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