Bajo las ruedas (11 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
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Emocionado y apenado por aquellas tristes escenas de dolor, Hans se precipitaba, con redoblado ímpetu, sobre la tarea. Las horas que le restaban eran cada vez menores, y cada día el estudio le parecía más difícil. No le sorprendió demasiado que volviera a acometerle el viejo dolor de cabeza, pero sí le preocuparon las horas, cada vez más frecuentes, que pasaba sin hacer nada y el esfuerzo que le era necesario para realizar lo más imprescindible. A menudo le atormentaba la convicción de que su amistad con el original Heilner le agotaba y hacia enfermar una parte de su ser hasta entonces intacta. Pero cuando más lloroso y sombrío le veía, mayor era la compasión que sentía por él y más orgullo y dulzura le embargaban al saberse imprescindible para su amigo.

Pronto advirtió, sin embargo, que aquel aire eternamente melancólico era sólo una propensión enfermiza que no pertenecía al ser verdadero de Heilner. Cuando el amigo leía sus versos en alta voz, hablaba de sus ideales poéticos o recitaba monólogos de Shakespeare o de Schiller con fuerza y con pasión, le parecía a Hans estar en un mundo totalmente alejado de la realidad, moviéndose con una divina libertad y una fogosa pasión hasta entonces desconocida, como si, semejante a un homérico mensajero celeste, de súbito le hubieran crecido alas en los pies. Hasta entonces jamás se había atrevido a penetrar en el mundo de los poetas y los creadores, pero la palabra de Heilner bastó para que gustara y advirtiera por vez primera la belleza del lenguaje, la fuerza cambiante de las imágenes, la alegoría de las metáforas y la musicalidad de las rimas. Y su veneración por aquel mundo recién descubierto ante sus ojos fue un sentimiento parejo a la admiración que en él despertaba su amigo Heilner.

Entretanto, hicieron su aparición los días tempestuosos de noviembre, en los que se podía trabajar muy pocas horas sin ayuda de la lámpara; noches negras, con la tempestad rondando las alturas próximas o azotando con furia los muros vetustos y agrietados del antiguo convento, mañanas brumosas y tardes brevísimas, en las que el sol se ponía cuando apenas los seminaristas habían acabado con su almuerzo. Los árboles estaban completamente deshojados, y sólo las encinas fuertes y nudosas, reinas de aquel paraje boscoso, alzaban sus copas, en las que el viento silbaba y susurraba con mayor fuerza que en los demás árboles. Hans estaba más melancólico que nunca, y nuevamente prefería refugiarse en cualquier rincón solitario de la sala de estudio, buscar consuelo en el violín o tratar con otros camaradas.

Una noche fue a acomodarse en su sitio de costumbre y halló al diligente Lucius sentado ante un atril y abstraído completamente en sus ejercicios. Se marchó furioso y volvió a la media hora. Lucius seguía estudiando.

—¡Podías acabar de una vez! —gritó Heilner—. Hay otros que también quieren estudiar. Tu infame rascar se está convirtiendo en una plaga insoportable.

Lucius no quiso retirarse. Heilner se irritó más, y cuando el otro reanudó tranquilamente su ejercicio, dio un puntapié al atril y arrojó las partituras a la cara del ejecutante. Una oleada de sangre subió al rostro de Lucius.

—Se lo diré al éforo —exclamó con decisión.

—¡Bien! —chilló Heilner, furioso—. Yo también le diré que te he dado una bofetada —y uniendo las palabras a la práctica, quiso golpear a su contrincante.

Lucius escapó a la acometida y ganó corriendo la puerta. Su perseguidor se precipitó detrás de él y comenzó una persecución a través de salas y corredores, por escaleras y claustros, que les llevó hasta el ala más alejada del convento, donde estaba situada la vivienda del éforo. Heilner atrapó al fugitivo precisamente en la puerta del cuarto de estudio. Siguió un breve forcejeo en el que Lucius pudo desasirse y llamar precipitadamente. Heilner quiso marcharse, pero un empujón de su contrincante le hizo entrar como una bomba en el sanctasanctórum del éforo.

La falta no tenia precedentes en toda la historia del Seminario. A la mañana siguiente, los alumnos se vieron obligados a escuchar un severo discurso del éforo sobre la degeneración de la juventud. Lucius se mantuvo respetuosamente inclinado durante toda la disertación, y Heilner obtuvo un severo castigo de reclusión.

—Desde hace muchos años —tronó el éforo dirigiéndose a él— no se aplicaba semejante castigo en esta institución. Me preocuparé de que siga aun recordándolo dentro de diez años. Y a los demás —prosiguió dirigiéndose al resto de los alumnos— les pongo a este Heilner como un ejemplo claro de lo que no hay que ser.

La promoción entera lanzó una mirada temerosa hacia el acusado, que, pálido y obstinado, no quitaba los ojos del severo semblante del éforo. Muchos le admiraron en silencio, pero a pesar de eso, permaneció solitario y abandonado como un leproso cuando los demás salieron al corredor. Había que tener mucho valor para hablar con él después de lo ocurrido.

Hans Giebenrath no lo hizo. Bien sabía que hubiera sido su deber, y durante largo rato estuvo atormentándole la sensación de su cobardía. Avergonzado y lleno de un íntimo desasosiego, se volvió hacia una ventana sin atreverse a mirar a su desgraciado amigo. Algo le impulsaba a acercarse a él, y hubiera dado cualquier cosa por hacerlo sin darse cuenta. Pero un castigado con reclusión estaba condenado durante algún tiempo al más completo ostracismo. Se sabía que los profesores le vigilaban especialmente y que era mal visto que alguien mantuviera tratos con él. Hans tampoco lo ignoraba, y de ahí la lucha entre su deber de amistad y la ambición de mantener su aplicación. Su ideal era avanzar en los estudios, hacer unos buenos exámenes y lograr una buena puntuación. Lo peligroso y lo romántico no le habían atraído nunca. Se encogió temeroso en su rincón. Le quedaban todavía fuerzas para adelantarse unos pasos y mostrar su gallardía, pero de segundo en segundo se le fue haciendo más difícil, y sin darse apenas cuenta se consumó su traición.

Heilner se dio pronto cuenta de lo que estaba ocurriendo en el alma de su amigo. Vio que los demás le evitaban y que entre los demás se contaba también Hans. El desengaño recrudeció su tristeza. Comparados con el dolor y la rebeldía que sentía en aquellos instantes, sus anteriores lamentos le parecieron vacíos y ridículos. Se acercó a Hans y musitó a su espalda:

—¡Eres un cobarde, Giebenrath! ¡Bah, al diablo...! —y con estas palabras se alejó, silbando entre dientes y con las manos metidas en los bolsillos.

Otras preocupaciones y otros acontecimientos distrajeron pronto el interés y la emoción despertada por el castigo de Heilner. Pocos días después cayó la primera nevada, a la que siguió una temperatura y un tiempo completamente invernal. Fue posible deslizarse en trineo por los declives del bosque y hacer bolas de nieve, y súbitamente se dieron todos cuenta de que estaban cercanas la Navidad y las vacaciones. Heilner seguía su existencia habitual. Recorría los pasillos con la cabeza alta y el semblante despectivo, no hablaba con nadie y escribía versos en una libreta con cubierta de hule negro y el sobrescrito "Cantos de un monje".

Las encinas, los chopos, los arbustos y las menudas praderas estaban cubiertas de escarcha y nieve helada que formaban imágenes de fantástica belleza. El frío hacía crujir el hielo en los estanques y el claustro semejaba un marmóreo jardín. Una emoción recorría todos los aposentos y la proximidad navideña ponía su resplandor y su júbilo hasta en los más reposados y comedidos profesores. Entre maestros y alumnos no había uno solo a quien le fuera indiferente la Navidad, y en aquellos días el correo era más profuso que nunca. Las cartas del hogar estaban llenas de bellas insinuaciones y frases cargadas de buenos presagios. Unas preguntaban qué era lo que más deseaba el querido seminarista, otras daban cuenta de los preparativos que estaban haciendo para su llegada, de las golosinas que les aguardaban o lo amorosamente que les esperaban los seres queridos.

Antes de partir de vacaciones, a toda la promoción y especialmente a los del aposento "Helade", les fue dado vivir un alegre suceso. Se decidió invitar a todo el Cuerpo de preceptores a una fiesta de Navidad que debía tener lugar en "Helade", por ser el mayor aposento de todos. Una alocución, dos declamaciones, un solo de flauta y un dúo de violín componían todo el programa. Pero a última hora alguien hizo notar que faltaba un número humorístico. Se meditó largamente, se aceptaron y se rechazaron sugerencias y se celebraron largos y misteriosos conciliábulos sin lograrse una unanimidad completa. El tiempo se echaba encima, cuando Karl Hamel propuso un solo de violín por Emil Lucius. La propuesta fue aceptada de completo acuerdo, porque a nadie le cupo la menor duda de que Lucius y su violín era lo más grotesco que podía hallarse en todo el Seminario. Con ruegos, promesas y amenazas se logró que el desdichado músico aceptara su parte en el programa. Y a la afectuosa invitación a los profesores y la reseña de los demás números, se añadió especialmente: "Noche de Paz". "Interpretada por Emil Lucius, virtuoso de cámara". Este último titulo tuvo que agradecerlo a sus diarios y repetidos ejercicios en la sala de estudio.

El éforo, los profesores, el vigilante, el maestro de música y el fámulo mayor fueron invitados a la fiesta. El maestro de música no pudo evitar un sudor frío cuando apareció Lucius, repeinado y pulido, con su andar menudo y su sonrisa casi humilde. Su sola apariencia representaba ya una invitación al regocijo. La canción "Noche de Paz" se transformó bajo sus dedos torpes en una queja conmovedora, en un emocionante y melancólico canto de dolor; comenzó dos veces, rompió y deshizo la melodía, trató inútilmente de llevar el compás con el pie y trabajó y sudó como leñador durante el invierno.

El éforo hizo una alegre señal al maestro de música que, pálido por la indignación, trataba de soportar el desaguisado.

Lucius comenzó la canción por tercera vez, y de nuevo se detuvo a los primeros compases. Entonces bajó el violín con cómica desesperación, se volvió hacia los auditores y trató de disculparse.

—¡No puede ser! Pero hay que tener en cuenta que sólo estoy aprendiendo violín desde el otoño.

—Está bien, Lucius —exclamó el éforo—; le agradecemos su ahínco. Siga estudiando sin descanso.
Per aspera ad astra
.

El 24 de diciembre se animaron los aposentos a las tres de la madrugada. De las ventanas colgaban gruesos carámbanos de hielo, el agua de lavarse se había helado en las tinas y un aire cortante como un cuchillo azotaba el patio del convento. Pero nadie pensó en permanecer un minuto más en la cama. Sobre las mesas del refectorio humeaban los grandes calderos de café y vetustos los muros estaban animados por el alegre jolgorio. Pronto estuvo todo dispuesto. Las maletas alineadas en el vestíbulo y los ojos brillantes de los alumnos anunciaban la inminente partida. Fueron saliendo en grupos, arrebujados en sus abrigos y bufandas, destacándose como manchas oscuras sobre la blancura de la nieve. Atravesaron el bosque y tomaron el camino que conducía a la próxima estación. Todos charlaban entre sí, hacían chistes y gastaban bromas, riendo con alboroto y correteando por la nieve. En todos los corazones anidaba la gozosa impaciencia. Esparcidas por toda la región, en las villas y pueblos y en las solitarias casas de campo aguardaban a los seminaristas las familias amorosas. Padres y hermanos, sentados en torno a la estufa o al lado del hogar, contaban las horas que faltaban para su llegada. Para casi todos los muchachos era aquélla la primera Navidad en que desde lejos tenían que regresar a sus hogares, y los más tenían la certeza de que se les aguardaba con amor y con orgullo.

Nunca habían estado tan unánimes, tan sociables y tan alegres como durante aquella media hora en que esperaron al tren en la pequeña estación del bosque. Sólo Heilner permaneció solitario y silencioso, y cuando llegó el tren, aguardó a que hubieran subido todos sus camaradas para refugiarse en otro vagón. En la estación siguiente, al cambiar de coche, Hans le vio nuevamente, pero la agitación y la alegría del regreso no le dejaron sentir la vergüenza y el arrepentimiento que le acometían al verlo.

Al llegar al hogar, halló a su padre satisfecho y sonriente. Le aguardaba una mesa bien llena de regalos, pero a pesar de eso, no podía decirse que en casa de los Gie-benrath se celebraba una verdadera fiesta de Navidad. Faltaban canciones y entusiasmo, faltaba una madre y faltaba un árbol navideño. El viejo Giebenrath no conocía el arte de festejar las solemnidades. Pero se sentía orgulloso de su hijo, y aquella vez no había ahorrado en regalos. Y como Hans no estaba acostumbrado a otra cosa, tampoco le extrañó.

Las gentes de la villa le encontraron de peor aspecto, más pálido, más delgado y más abatido. Le preguntaron si en el convento escaseaba la comida, pero él denegó, aseguró que se encontraba bien y que únicamente le molestaba el frecuente dolor de cabeza. Pero el párroco le consoló, asegurándole que él había sufrido los mismos síntomas durante su juventud y que con los años todo había desaparecido.

El río estaba helado y se llenaba de patinadores los días festivos. Hans pasaba casi todo el día en la calle, vestido con un traje nuevo y cubierta la cabeza con la gorra verde de los seminaristas, alejado de sus antiguos condiscípulos por el abismo que separaba aquel mundo inferior, del superior donde ahora él moraba.

Capítulo IV

E
N EL CURSO
de los cuatro años de internado, se perdían definitivamente uno o más componentes de cada promoción de seminaristas. Unas veces se moría alguno y era enterrado entre cánticos o transportado a su tierra natal con el acompañamiento de alguno de sus camaradas, otras algún audaz se fugaba de Maulbronn o era expulsado algún pecador por causa de sus excepcionales faltas, y ocasionalmente, sólo muy de cuando en cuando, y en especial en las últimas clases, algún muchacho ponía fin a su perplejidad ante el mundo y a sus tribulaciones y dolores en la vida, con un tiro en la sien o ahogándose en uno de los numerosos estanques que rodeaban el Seminario.

También lo promoción de Hans Giebenrath tuvo que lamentar la pérdida de algunos componentes, y quiso una sorprendente casualidad que todos ellos pertenecieran al aposento "Helade".

Entre sus habitantes hubo un hombrecillo decidido y rubio, de nombre Hindiger, pero al que pusieron el apodo de Hindú. Hijo de un sastre de Allgau, no se caracterizó por la locuacidad ni por el carácter ruidoso. Por ser compañero de mesa del virtuoso Lucius, tuvo con él más trato que con los demás, aunque sin abandonar por ello su aire de reserva habitual, que no era obstáculo para que en todo instante se mostrara afectuoso y deferente con los demás. Sólo cuando faltó, se dieron cuenta los del "Helade" que le habían apreciado por ser un modesto vecino y un punto de reposo en la tan frecuentemente alborotada existencia del aposento.

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