Bajo las ruedas (14 page)

Read Bajo las ruedas Online

Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
2.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

El éxito fue rotundo, y Dunstan, que adquirió el aire y los modales de un verdadero editor y redactor, gozó en el convento casi de la misma fama picante que en sus tiempos tuvo el famoso Aretino en la República de Venecia.

Pero aún mayor fue la emoción y el pasmo de todos los seminaristas cuando Hermann Heilner participó con todo entusiasmo en la redacción y llevó a cabo con Dunstan un censurado satírico de todo lo que les rodeaba, en el que había más veneno y burla y más mala intención que humor.

Y durante unas cuatro semanas el pequeño periódico mantuvo suspensa a la totalidad del convento.

Giebenrath consintió que su amigo llevara a cabo lo que él no tenía ilusión ni deseos de hacer. Al principio ni siquiera se dio cuenta de que Heilner pasaba casi todas las noches en el aposento "Esparta", pues desde hacía algún tiempo eran otras cosas las que abstraían su atención. Un día tras otro aumentaba su apatía, trabajaba despacio y sin ninguna ilusión, y por fin acabó por ocurrirle algo extraordinario durante la lección de Livio.

El profesor le llamó para la traducción. El permaneció sentado.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no se levanta usted?

Hans no se movió. Sentado en el banco, muy derecho, estaba con la cabeza un poco inclinada y los ojos medio cerrados. La llamada le había despertado a medias de su sueño, pero seguía oyendo muy lejana la voz del maestro. Sintió que su vecino le zarandeaba violentamente, pero no hizo siquiera ademán de levantarse. Le parecía estar rodeado de otras personas, que otras manos le tocaban y le hablaban otras voces; voces cercanas, quedas y profundas, que no pronunciaban una sola palabra, sino que murmuraban hondamente y con suavidad, como el fluir de una fuente.

Y también le parecía que le contemplaban muchos ojos; ojos extraños, presagiosos, grandes y brillantes. Acaso los ojos del populacho romano que citaba Livio, quizá los ojos de hombres desconocidos, en quienes había soñado o a los que había visto en algún cuadro alguna vez.

—¡Giebenrath! —gritó el profesor—. ¿Está usted durmiendo?

El alumno abrió lentamente los ojos, los clavó asombrados en el maestro y denegó con la cabeza.

—Usted se ha dormido. ¿O puede decirme en qué frase estamos?

Hans señaló con el dedo en el libro. Sabía dónde estaban.

—¿Quiere usted levantarse ahora? —preguntó el profesor con sarcasmo. Y Hans se levantó.

—¿Qué hacía usted? ¡Míreme!

Miró al profesor. Pero a éste no pareció gustarle la mirada, porque meneó la cabeza tristemente.

—¿Se encuentra usted mal, Giebenrath?

—No, señor profesor.

—Vuelva a sentarse y venga a mi habitación cuando la clase termine.

Hans obedeció y se inclinó sobre su Livio. Estaba completamente despierto y comprendía todo lo ocurrido, pero al mismo tiempo le parecía seguir contemplando aquellas figuras extrañas que se perdían en la lejanía, y tenía la sensación de que en él continuaban clavados los grandes ojos ardientes. Luego se fueron desvaneciendo poco a poco, sumergiéndose en una niebla lejana y espesa que flotaba más allá del aula, de los condiscípulos, del maestro sentado y de las historiadas ventanas. Hans volvió la cabeza y vio que muchos de sus condiscípulos le miraban. Al mismo tiempo le pareció escuchar nuevamente las palabras del profesor: "Venga a mi habitación cuando la clase termine". ¿Qué había pasado, Dios santo?

Al finalizar, el profesor le hizo una seña y le condujo hasta su habitación a través de una doble fila de curiosos condiscípulos.

—Dígame ahora lo que le ha ocurrido. ¿No estaba dormido?

—No.

—¿Por qué no se ha levantado al oír mi voz?

—No lo sé.

—¿Acaso no me ha oído? ¿Es usted sordo?

—No. Le he oído perfectamente.

—¿Y no se ha levantado? Y después me ha mirado con los ojos muy abiertos. ¿En qué estaba usted pensando?

—En nada. Yo quería levantarme.

—¿Y por qué no lo ha hecho? ¿Se encontraba usted mal?

—Creo que no. No sé lo que me ha ocurrido.

—¿Le duele la cabeza?

—No.

—Está bien. Puede marcharse.

Antes de la comida, volvieron a llamarle y le llevaron al dormitorio. Allí le aguardaba el éforo, acompañado del médico de la institución. Durante largo rato fue reconocido e interrogado sin que se lograra poner en claro lo que le había ocurrido. Por fin el médico se echó a reír, tomando la cosa por su parte más ligera.

—Cosas de los nervios, señor éforo —dictaminó con una sonrisa profesional —. Un estado pasajero de debilidad… una especie de vértigo ligero. Tendremos que preocuparnos de que el hombrecito salga cada día a respirar un poco de aire puro. Para el dolor de cabeza puedo prescribirle unas cuantas gotas.

A partir de aquel día, Hans tuvo que pasear diariamente una hora después de las comidas. No opuso nada a aquella orden del éforo, pero le pareció mucho más grave la prohibición expresa de que Heilner le acompañara. Este se irritó al saber los deseos del éforo, pero no le quedó más remedio que someterse a ellos. Transcurrieron los días y Hans fue hallando cada vez mayor placer en sus solitarios paseos. Comenzaba la primavera. Las colinas se iban vistiendo de un verde intenso y brillante, los árboles abandonaban su sarmentosa silueta invernal y en todas sus ramas restallaban las yemas, confundiendo su color con el del paisaje, como una ola ilimitada de un verde vivo y brillante.

Antes, durante sus años escolares, Hans había acogido de un modo diferente la vuelta de la primera. Entonces le parecía más vivida y curiosa, más singular. Había contemplado la vuelta de las aves, una pareja detrás de otra, como un ejército ordenado. Había seguido día a día la floración de los árboles y luego, en los primeros días de mayo, había comenzado a pescar. ¡Qué lejano estaba todo aquello! La estación era !a misma, pero Hans andaba lentamente por los senderos de Maulbronn, sin tomarse la molestia de levantar la vista hasta los pájaros o contemplar las yemas y los capullos restallantes. Tan sólo veía los colores que brotaban por doquier, aspiraba en grandes bocanadas el aroma del follaje nuevo, se dejaba acariciar por el airecillo tibio y reconfortante y andaba como en éxtasis por los campos y las colinas. Cuando sentía gran cansancio, se tendía sobre la hierba, descabezaba un corto sueño y entonces contemplaba casi continuamente otras cosas que las que verdaderamente le rodeaban. Eran sueños desacostumbrados, dulces y luminosos, que le circundaban semejantes a imágenes claras y bellas o a frondosas alamedas de árboles extraños. Eran sueños inanimados; claras imágenes, sólo para la contemplación. Era el sentirse transportado a otros pensamientos y a otras personas. Era un caminar por tierras desconocidas, sobre un suelo virgen de pisadas. Era una bocanada de aire lejano y extraño, un aire lleno de ligereza y leve sazón soñadora.

Pero otras veces faltaban las imágenes a la cita, y entonces le acometía una sensación indefinible, cálida y emocionante a un mismo tiempo, excitante y casi placentera, como si una mano suave acariciara su cuerpo con blando contacto.

Hans se esforzaba en prestar la debida atención a la lectura y la tarea diaria. Pero lo que no le interesaba parecía resbalar de sus manos y hasta tenía que aprender en el último momento los vocablos hebraicos si quería saberse la lección. Todo esfuerzo era inútil cuando le acometían aquellos frecuentes momentos de inhibición, durante los que su mente parecía emprender una fuga distante y los contornos de lo que realmente le rodeaba se desdibujaban para dejar paso a los productos de su fantasía. Y mientras se daba cuenta, con verdadera desesperación, de que su memoria no admitía nada y se iba volviendo más insegura de día en día, le asaltaban con mucha frecuencia viejos recuerdos, con una lucidez y una claridad sorprendente. En medio de una lectura o una lección se imaginaba súbitamente a su padre o a la vieja Ana, a uno de sus antiguos maestros o cualquiera de sus viejos condiscípulos. Esas bruscas apariciones mantenían presa por un instante toda su atención, luego se borraban de su pensamiento para dejar paso a otras, y a las escenas familiares sucedían los recuerdos de la estancia en Stuttgart, del examen y de las últimas vacaciones. Volvía a verse a orillas del río, con el sedal entre las manos y los ojos fijos en las aguas donde jugueteaba un rayo de sol, y per espacio de unos instantes le parecía que la época a que se remontaban sus recuerdos había quedado muchos años atrás.

Una tarde tibia de primavera, durante uno de sus habituales paseos por el claustro en compañía de Heilner, no pudo contener la explosión de los recuerdos, y habló a su amigo de la villa lejana, de su padre, de la pesca y de la escuela. Heilner le escuchó en silencio, dejándole hablar y asintiendo de cuando en cuando, al tiempo que con la regla trazaba fantásticas figuras en el aire. La regla era el objeto predilecto de sus juegos durante todo el largo día. Poco a poco fue enmudeciendo también Hans. Había anochecido ya, y los dos amigos se acodaron en el alféizar de una ventana.

—¡Hans! —exclamó Heilner de pronto, con voz insegura y emocionada.

—¿Qué?

—Nada.

—¿Qué ibas a decirme? ¿Por qué no sigues?

—¿Cuál es la causa de qué me hayas explicado todo eso...? Pensaba tan sólo. ..

—¿Qué?

—Dime, Hans... ¿Nunca has corrido detrás de una muchacha?

Siguió un largo silencio. Hasta entonces nunca había hablado de aquello. Hans se sintió temeroso y notó como una oleada de sangre le subía al rostro. Sus manos temblaron antes de responder.

—Sólo una vez —dijo en voz baja— Yo era aún un crío tonto.

De nuevo silencio.

—¿...y tú, Heilner?

Heilner suspiró.

—¡Dejemos esto! No debemos hablar de ello… no tiene ningún provecho...

—Sí..., sí... —…tuve una novia. —¿Tú? ¿Es cierto?

—Vivía al lado de mi casa. Y este invierno, durante las vacaciones, la besé. —¿La besaste...?

—Si...Había anochecido. Estábamos en el hielo y tuve que ayudarle a quitarse los patines. Y entonces le di un beso.

—¿No dijo nada?

—No. Sólo echó a correr.

—¿Y luego?

—Luego... nada.

Volvió a suspirar y Hans le contempló como a un héroe que hubiera penetrado en un jardín prohibido.

En aquel momento sonó la campana. Había que acostarse. Hans se metió en la cama, y cuando apagaron la luz y todo quedó en silencio, siguió despierto durante más de una hora, pensando en el beso que Heilner había dado a su novia.

Al día siguiente sintió deseos de seguir preguntando, pero se avergonzó, y el otro, al ver que Hans no le preguntaba nada, sintió algún reparo a reanudar la conversación por sí solo.

En los estudios Hans iba cada vez de mal en peor. Los maestros comenzaron a ponerle mala cara y a asaetearle con feroces miradas; el éforo transformó en hosquedad su anterior benevolencia y hasta los condiscípulos se dieron cuenta de que Giebenrath se había derrumbado de su pedestal y que no era ya capaz de lograr el primer puesto. Sólo Heilner no se apercibía de nada, ya que a él mismo le importaban muy poco los estudios. Hans asistía a su propia transformación como un espectador, impotente para evitar la catástrofe que se le venía encima.

Heilner se hartó entretanto del periódico y volvió a aproximarse a su amigo. Haciendo caso omiso de la prohibición del éforo, acompañó muchas veces a Hans en sus cotidianos paseos, tendiéndose a su lado en el sol, leyendo poesías o haciendo chistes sobre su eterno enemigo, el éforo. Hans esperaba un día tras otro que prosiguiera la revelación de sus aventuras amorosas, pero su amigo parecía hallar mayor placer en la burla y la poesía que en las confidencias. Respecto a los demás condiscípulos, los dos amigos seguían siendo tan impopulares como antes, pues Heilner no se había ganado la confianza de nadie con sus maliciosas burlas en "El Puerco Espín".

El periódico dejó de existir por aquel tiempo. Había sido ideado para las aburridas semanas entre invierno y primavera, y no pudo resistir la acometividad de la estación florida. El sol, las plantas, el cielo azul y el aire tibio invitaban a herborizar, a pasear y a jugar al aire libre. Y cada mediodía con su animación y con sus gritos llenaban el patio del convento los gimnastas, los luchadores, los corredores y los jugadores de pelota.

Apenas comenzaba la primavera conmovió a todo el Seminario una gran sensación, cuyo promotor y centro fue Hermann Heilner, piedra de escándalo de todo lo que ocurría entre los vetustos muros de Maulbronner.

El éforo debió enterarse, por algún amoroso discípulo, del caso que hacía Heilner de su prohibición, ya que casi cada día acompañaba a Giebenrath en su cotidiano paseo. Aquella vez optó por dejar en paz a Hans y citó al principal culpable, su antiguo enemigo, en su despacho. Le tuteó, como era su costumbre, a lo que Heilner se opuso en el mismo instante. Le hizo ver su desobediencia. Heilner hizo constar con energía que él era amigo de Giebenrath, y nadie tenía derecho a prohibir el trato entre los dos. Siguió una penosa escena, cuyo resultado inmediato fue un par de horas de arresto para Heilner, acompañadas de la más enérgica prohibición de volver a tener ninguna clase de trato con Giebenrath

Al día siguiente hizo Hans su paseo oficial completamente solo. Regresó alrededor de las dos y en el aula se unió a los demás. Al comienzo de la clase se dio cuenta de que Heilner no estaba en su lugar acostumbrado. Todo era igual que cuando la desaparición de Hindú, con la sola diferencia de que aquella vez no pensaba nadie en un retraso. A las tres, toda la promoción, acompañada por tres profesores, salió tras las huellas del desaparecido. La pequeña tropa se dividió en tres grupos que registraron todo el bosque, llamando sin cesar a Heilner. Fue inútil, y al finalizar la jornada, algunos, entre los que se contaban también dos profesores, no tenían por imposible que hubiera ocurrido una desgracia.

A las cinco se telegrafió a todos los puestos de Policía de los alrededores, y al anochecer fue cursada una carta urgente al padre de Heilner. Bien entrada la noche no se había hallado aún una sola huella del desaparecido, y en todos los aposentos se susurraban y cuchicheaban los más horrorosos presagios. La creencia de que se había arrojado a alguno de los estanques era de la mayor aceptación entre los seminaristas. Otros creían, sin embargo, que Heilner sencillamente se había marchado a su casa, aunque no faltaba quien hacía notar que era imposible que tuviera suficiente dinero para el pasaje en tren.

Other books

Trust Me by Peter Leonard
Doctor Who - I Am a Dalek by Roberts, Gareth
Black Mirror by Gail Jones
Jessica and Sharon by Cd Reiss
Parallel Life by Ruth Hamilton
In Pursuit by Olivia Luck