Bajo las ruedas (12 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
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Un día de enero decidió encaminarse a las carreras con patines que los alumnos celebraban en uno de los estanques. No poseía patines y quería únicamente ser espectador. Pero pronto sintió frío y se puso a corretear por la orilla para entrar en reacción. La carrera le aburría y sus correteos le llevaron a otro lago próximo, de aguas más templadas, que apenas estaban cubiertas de una delgada capa helada. Siguió corriendo entre los juncos hasta que el hielo crujió bajo sus pies. Entonces intentó regresar a la orilla, pero fue tarde ya. La delgada capa cedió, unos gritos atravesaron el aire y el menudo cuerpo de Hindú se hundió en las frías y sombrías aguas del estanque.

Sólo notaron su ausencia a las dos, cuando dio comienzo la primera clase de la tarde.

—¿Dónde está Hindinger? —preguntó el vigilante.

Nadie dio respuesta.

—Vayan a mirar si está en el aposento "Helade".

Allí no se encontró -huella de él.

—Debe haberse retrasado. Comenzaremos la clase sin él. Estamos en la página 74, séptimo verso. Pero antes quiero rogarles que no tomen ejemplo de Hindinger, Hay que ser siempre puntual.

Cuando dieron las tres sin que el ausente volviera, el maestro sintió algún temor y notificó la falta al éforo. Este apareció seguidamente en el aula, hizo un gran interrogatorio entre los alumnos y envió a diez de los mayores, acompañados del fámulo y del pasante, en busca del desaparecido.

A las cuatro el pasante entró bruscamente en el aula. No llamó siquiera, y tanto su palidez como sus ademanes dejaron traslucir una intensa agitación. Los alumnos no pudieron evitar un murmullo interrogativo.

—¡Silencio! —ordenó el éforo. Los seminaristas se miraron inquietos los unos a los otros y después aguardaron llenos de ansiedad las palabras del maestro.

—Su camarada Hindinger —dijo con tono pausado, en el que procuraba evitar toda emoción— parece haberse ahogado en un estanque. Tienen ustedes que ayudar a encontrarlo. El profesor Meyer les guiará, y excuso decir que deberán seguir estrictamente sus órdenes y sus indicaciones, evitando en todo momento dar cualquier paso falso o innecesario.

Horrorizados y sin dejar de murmurar entre ellos, los alumnos formaron un grupo con el profesor a la cabeza. De la villa próxima llegaron en ferrocarril un par de hombres con cuerdas, bastones y picos de hierro. Hacía mucho frío y el sol se hundía ya bajo las colinas de la lejanía.

Cuando se halló, por fin, el menudo cuerpo del muchacho y se le colocó en unas parihuelas para llevarlo hasta el convento, era ya noche cerrada. Los seminaristas formaban el fúnebre cortejo, semejantes a asustados pajarillos, con los ojos fijos en el cadáver y las manos ateridas por el frío. No murmuraban ya entre sí. Su silencio era angustioso y solemne, como el temor mismo que llenaba sus almas y las hacía ventear la muerte igual que la gacela a su enemigo.

Hans Giebenrath caminaba con la cabeza baja al lado de su antiguo amigo Heilner. Ambos se dieron cuenta de la proximidad al mismo tiempo, pues los dos tropezaron en la misma desigualdad del terreno. Acaso la contemplación de la muerte le convenciera en aquel instante de la nulidad de todo egoísmo, quizás el pálido rostro del amigo volviera a despertar en su alma toda la admiración fanática que por él sintió en meses anteriores, el caso es que Hans, tocado por un oscuro e íntimo dolor, cogió con súbita emoción la helada mano del otro. Heilner la retiró con indignación, y sin concederle tan sólo una mirada, buscó un hueco en el grupo y se esfumó entre las últimas filas del doliente cortejo.

El corazón del ejemplar muchacho que era Hans, se llenó en aquel instante de dolor y vergüenza. Las lágrimas rodaron por sus mejillas azuladas de frío y por unos breves segundos imaginó que en las parihuelas no yacía el menudo hijo del sastre, sino su amigo Heilner, dispuesto a llevarse consigo el dolor y la ira de su infidelidad a otro mundo donde no contaban los estudios, los éxitos y los exámenes, sino la blancura o la mácula del alma.

Entretanto habían alcanzado la carretera. En pocos minutos llegaron rápidamente al convento, donde todos los profesores, con el éforo a la cabeza, recibieron al difunto Hindinger. El muchacho habría huido de temor y de confusión si le hubieran tributado en vida tales honores, pero para los profesores un alumno muerto era algo muy diferente a uno vivo. Ante la muerte desaparecía su insignificancia, y por unos instantes parecían convencerse del valor irreparable de aquella vida y de aquella juventud contra la que tantas veces habían pecado.

Durante toda la noche y todo el día siguiente la presencia del poco relevante cuerpo de Hindinger obró un extraño influjo, mitigando, poniendo sordina y apagando toda actividad y toda conversación de tal modo, que por aquel corto espacio de tiempo desaparecieron las disputas, las risas y los jolgorios como ondinas que se hubiera ocultado momentáneamente bajo la superficie de las aguas para no descansar, inanimadas y dormidas, en el fondo. Cuando hablaban del ahogado, le nombraban por su nombre completo, ya que el apodo les parecía una falta de respeto al muerto. Y el quieto Hindú, que en vida había pasado completamente desapercibido y desatendido entre el tropel de alumnos, a su muerte llenó toda la existencia del convento durante breve tiempo.

Al segundo día llegó el padre de Hindinger, permaneció un par de horas en la habitación donde estaba colocado el cuerpo de su hijo, fue invitado por el éforo a tomar té y pernoctó en las celdas de los huéspedes.

Luego tuvo lugar el entierro. El féretro estaba en el dormitorio y el sastre de Allgau permaneció a su lado, mirando a todos los que habían sido condiscípulos de su hijo. Tenía todo el aspecto de un sastre; delgado y menudo, con una chaqueta que había sido negra, unos pantalones estrechos y cortos y un sombrero abollado en la mano. Su rostro pequeño y delgado tenía un aire triste y huidizo que le daba una singular expresión, y parecía hallarse confuso y cortado por la presencia del éforo y de los profesores, que no se alejaban de su lado un momento.

En los últimos instantes, antes de que los portadores levantaran el féretro, se adelantó con vacilación y tocó la tapa con un además embarazoso y temeroso, pero lleno de ternura y de emoción. Luego se quedó muy erguido, casi envarado, luchando con las lágrimas que arrasaban sus ojos y el temblor creciente que le iba acometiendo. El pastor le cogió de la mano y permaneció a su lado hasta que el hombre se puso su sombrero de copa y siguió al féretro escaleras abajo, a través del patio y el portalón y por el prado nevado, hasta alcanzar las tapias bajas del cementerio. Los seminaristas entonaron cantos gregorianos ante la tumba abierta. Se alzaron al aire las notas graves del cántico, pero nadie prestó atención a la mano directora del maestro de música, porque todos los ojos estaban fijos en la figura insignificante y solitaria del pequeño sastre, que escuchaba la plática del pastor y la alocución del éforo con la cabeza baja y el aspecto abatido, sin atreverse a levantar los ojos hacia donde estaban los alumnos ni a sacar el pañuelo del bolsillo inferior de su chaqueta.

—No pude menos de figurarme que era mi padre quien estaba en su lugar —dijo Otto Hartner, después de la ceremonia —, y podéis creer que se me puso la carne de gallina.

—Lo mismo he pensado yo —se apresuraron todos a contestar casi a coro.

Más tarde entró el éforo en el aposento "Helade". Iba acompañado del padre de Hindinger, y los semblantes de ambos reflejaban una grave solemnidad.

—¿Alguno de ustedes tenía una especial amistad con el difunto? —preguntó el éforo.

Al principio no respondió nadie. La mirada del sastre saltó, asustada, de un semblante a otro, como si temiera develar algún secreto de la pasada vida de su hijo. Pero luego se adelantó Lucius, y Hindinger le tendió la mano, mantuvo la del muchacho unos instantes entre la suya, no supo qué decir y salió apresuradamente del aposento después de haberse despedido con una confusa inclinación de cabeza. Partió aquel mismo día, viajando toda una larga jornada a través del árido paisaje invernal, antes de hacer su triste entrada en el hogar vacío y describir a su mujer el diminuto lugar donde yacía su Karl.

La vida siguió su curso en el convento. Los profesores volvieron a sus órdenes, las puertas se cerraron de nuevo con estrépito y puede decirse que nadie se acordaba ya gran cosa del desaparecido "hebeno". Algunos se habían resfriado por la larga permanencia a orillas del lago durante la búsqueda del desaparecido y yacían en la enfermería o daban vueltas por los corredores, calzados con zapatillas de fieltro y con gruesas bufandas arrolladas al cuello. Hans Gieben-rath permaneció sano y salvo, pero aquellos días desdichados operaron un cambio total en su carácter. De su alma se desprendieron los últimos restos infantiles y todo su ser adquirió un aire más grave y maduro. Pero esa transformación no tuvo nada que ver con el temor de la muerte o la compasión y el recuerdo del buen Hindú, sino que fue tan sólo efecto de un nuevo reconocimiento de su falta con Heilner.

Este yacía con los demás entre las cuatro paredes de la enfermería, obligado a sorber frecuentes tragos de té y con tiempo suficiente para ordenar sus sensaciones sobre la muerte de Hindinger y disponerlas para una eventual utilización poética. Parecía estar poco cómodo en aquel lugar. Su apariencia era enfermiza y apenas cambiaba una sola palabra con los que ocupaban las camas inmediatas. Desde la forzada soledad de su castigo, se había recrudecido su hosquedad, y cada día era mayor la soledad y el vacío que le rodeaban. Los maestros le tenían por descontento y rebelde y le vigilaban con severidad; los alumnos se apartaban de su lado, el fámulo le trataba con una irónica amabilidad y todo respiraba soledad y abandono para él. Sólo Shakespeare, Schiller y Lenau, sus verdaderos amigos, seguían mostrándole un mundo grande y poderoso, totalmente diferente a aquel que le rodeaba. Sus "Cantos de un monje", impregnados al principio por una gran melancolía y un afectuoso amor a su soledad, se transformaron luego en un puñado de versos amargos e hirientes, en los que intentaba reflejar todo lo que le rodeaba; el convento, los maestros y los condiscípulos. Heilner hallaba en su soledad un agridulce gozo de martirio, sentía la satisfacción de creerse incomprendido y aparecía en sus inexorables y despectivos versos monacales como un pequeño Juvenal.

Ocho días después del entierro, cuando los demás enfermos estaban ya convalecientes y Heilner era el único que yacía en su blanca cama de la enfermería, Hans fue a visitarle. Le saludó tímidamente, acercó una silla al lecho, se sentó y cogió una mano del enfermo, quien se volvió hacia la pared con hosco ademán. Pero Hans no se desalentó. Apretó la mano entre las suyas y obligó a su antiguo amigo a mirarle. Este apretó los labios con irritación.

—¿Qué deseas?

Hans no soltó su mano.

—Tienes que escucharme —dijo —. Reconozco que fui cobarde y te dejé en la estacada. Pero tú sabes cómo era yo: permanecer en el Seminario fue siempre mi más cara ambición, y en todo momento quise llegar a ser el primero. Tú llamaste aplicación a ese deseo mío, y te reíste injustamente de él. No tenían derecho a hacerlo. Era entonces mi único ideal y no había nada que mejor expresara los anhelos de mi alma.

Heilner había cerrado los ojos, y Hans prosiguió en voz muy baja:

—Siento mucho lo ocurrido. No tengo la seguridad de que quieras volver a ser mi amigo, pero sí sé que me perdonarás. Tienes que hacerlo. ¿Lo oyes?

Heilner siguió con los ojos cerrados, sin contestar siquiera. Todo lo bueno y gozoso de su ser, sonreía al amigo recobrado, pero se había acostumbrado a representar su papel de amargura y soledad, y no acertaba a arrancarse con tanta precipitación la máscara del rostro. Hans no abandonó su insistencia:

—Tienes que hacerlo, Heilner. Prefiero ocupar el último puesto a seguir dando vueltas a tu alrededor. Si quieres, podemos ser amigos de nuevo y demostrar a los otros que no les necesitamos para nada.

Heilner correspondió entonces a la presión afectuosa de su mano y abrió súbitamente los ojos.

Días después abandonó la cama y la enfermería. La reanudada amistad no despertó en el convento la menor emoción y los días siguieron su curso de eterna monotonía. Pero para los dos aquellas semanas fueron maravillosas: hasta la feliz sensación de su compenetración renovada y de una silenciosa inteligencia que les volvía a unir. A pesar de todo, algo había cambiado con respecto a los meses anteriores. La separación prolongada había obrado en ellos una transformación. Hans estaba más cálido, más afectuoso y más entusiasmado, y Heilner había tomado un aire de virilidad y fortaleza del que antes carecía. Los dos se habían echado tanto de menos en aquellos últimos tiempos, que su reconciliación fue para ellos igual a un valioso presente o un gran acontecimiento.

Con un temor instintivo y sin saberlo siquiera, los dos adolescentes precoces gustaban en su amistad, algunos de los más dulces misterios de un primer amor. Por eso tenía su unión el áspero atractivo de la virilidad madura y también las hondas raíces de una alianza contra los demás compañeros, para quienes seguía siendo Heilner detestable y Hans incomprensible, y cuyas amistades no pasaban de ser más que intrascendentes juegos de muchachos.

Cuanto más honda y dichosa era para Hans la amistad, más apartado se hallaba de la escuela. Las nuevas sensaciones despertadas por la compenetración mutua, eran para su ser entero como un vino dulce y embriagador. Al lado de ellas perdían Livio y Hornero su importancia y su resplandor, y se convertía en una nimiedad sin importancia su antiguo anhelo de alcanzar el primer lugar. Los maestros contemplaban con horror como el hasta entonces relevante alumno Giebenrath se convertía en un ser problemático e irresoluto bajo la influencia de su amigo Heilner. Porque nada espanta tanto a los maestros como las extraordinarias transformaciones que se operan durante la peligrosa época de la adolescencia. A Heilner le habían tenido desde el primer momento por un ser singular y sospechoso, dotado de un genio irritante y especial. Y entre genios y maestros existe desde antaño un ancho abismo, y cuando cualquiera de los primeros apunta en la escuela, es para los profesores un horror anticipado. Genios son todos los peores, los que no muestran ningún respeto en su presencia, los que comienzan a fumar a los catorce años, se enamoran a los quince, y a los dieciséis frecuentan la taberna, escriben composiciones insolentes y rebeldes, leen algunos libros prohibidos y se manifiestan, en todo momento, como candidatos a los más severos castigos. Un maestro tiene más a gusto diez asnos notorios que un solo genio en su curso, y mirándolo bien, no le falta razón, pues su tarea no es formar espíritus extravagantes, sino buenos latinistas, matemáticos y hombres leales y honrados. Pero ¿quién sufre más a manos del otro? ¿El maestro del muchacho o a la viceversa? ¿Quién de los dos es más tirano, más inoportuno y fatigador y cuál echa a perder y arruina pedazos enteros de la otra alma? Eso no puede averiguarse sin reflexionar con amargura y sentir ira y vergüenza al recordar la propia juventud. Aunque queda el consuelo de que a los verdaderos genios casi siempre se les cicatrizan las heridas, que también ellos acaban por convertirse en personas capaces a pesar de la escuela, de producir otras buenas y de que, años más tarde, cuando ya han muerto y su memoria está cercada con el nimbo luminoso de la gloria lejana, las nuevas generaciones les tomen como norma y ejemplo. Y así se repite, de escuela en escuela, el espectáculo de la lucha entre la ley y el espíritu, y volvemos a ver siempre cómo Estado y escuela se abstraen en la tarea de matar y desarraigar a los espíritus más hondos y valiosos que brotan cada año. Y casi siempre suelen ser los más odiados por los maestros, los castigados con mayor rigor, los huidos o los expulsados de las aulas, quienes después acrecientan el tesoro de nuestro pueblo. Algunos empero —¿y quién sabe cuántos?— se consumen en silenciosa terquedad y acaban por hundirse.

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