Hans no sabía por qué en aquel instante le acometían los recuerdos de aquella noche, ni tampoco por qué eran tan claros, tan hermosos y le entristecían tanto. No sabía que eran su niñez y sus años de muchacho los que se alzaban nuevamente ante él, ocultos con el ropaje de aquellos recuerdos, para decirle adiós y dejarle el aguijón de una felicidad pasada que nunca más volvería. Tan sólo percibió que aquellos recuerdos no estaban de acuerdo con el pensamiento en Emma y de la noche anterior y de que en su interior se había despertado algo que no era compatible con aquella lejana felicidad. Creyó ver de nuevo los pliegues brillantes de la bandera, escuchar otra vez las risas de su amigo August y oler el aroma del pastel recién hecho, y todo aquello era tan risueño y alegre y al mismo tiempo le parecía ya tan lejano que se apoyó en el tronco del abeto más alto y rompió en un sollozo desesperanzado que por el momento le dio consuelo y le concedió salvación.
A mediodía fue a casa de August, que era ya primer aprendiz y había crecido mucho. Le contó sus dudas y le pidió consejo. ¿Podía llegar a ser un buen mecánico? ¿No acabaría con sus fuerzas la dura vida del taller?
August meneó la cabeza antes de responder.
—Esa es la cuestión —dijo, componiendo un gesto experimentado—. Esa es la cuestión. Eres débil y tengo mis dudas de que puedas resistir. El primer año lo pasas en la forja, v semejante martilleo no es grano de anís. Y, además, tienes que acarrear los hierros y a veces te pasas varios días limando. Y eso también necesita su fuerza, especialmente en los primeros tiempos, cuando no te dan más que limas viejas que no liman nada y son más lisas que la palma de la mano.
Hans se alarmó ante aquellas perspectivas.
—¿Mas vale, entonces, que lo deje? —preguntó, tímidamente.
—¡No he dicho tal cosa! —Protestó August—. No seas borrego y no tengas miedo. Los primeros años son difíciles, pero luego eres ya mecánico, y eso es algo extraordinario. Necesita también su inteligencia, porque si no te conviertes en un vulgar herrero sin importancia. ¡Mira esto! —-sacó de un cajón un par de pequeñas piezas de acero pulido, y se las mostró a Hans—. No hay que equivocarse en un solo milímetro si se quiere que la pieza encaje como es debido.
Todo esta hecho a mano, hasta las roscas. ¡Eso son' ojos! Sólo falta acabar de pulirlas para que estén terminadas.
—Sí; esto es bonito. Si yo supiera...
Augusto se echó a reír.
—¿Tienes miedo? Un aprendiz ha de ser audaz, porque si no mal le vale lo que aprende. Pero para algo estoy yo aquí. Te ayudaré en todo lo que pueda, y si comienzas el viernes próximo, entonces justamente habré acabado mi segundo año de aprendizaje, y el sábado recibiré mi primer jornal. No dudes que lo celebraremos: cerveza, pasteles, todo lo que queramos. Tú serás nuestro invitado, y de ese modo verás cómo lo pasamos, ¡Ya verás! No hay que olvidar lo buenos amigos que fuimos antes...
Hans aprovechó la hora de la comida para informar a su padre que había elegido el oficio de mecánico. Le preguntó si podría comenzar dentro de ocho días.
—Muy bien —respondió el padre. Y aquella misma tarde fue con Hans al taller de la escuela y le inscribió en la lista de los nuevos aprendices.
Pero en cuanto comenzó a anochecer. Hans había olvidado ya todo aquello. Pensaba solamente en que Emma le aguardaba aquella noche, y el solo pensamiento le cortaba el aliento. Las horas le parecían tan pronto largas como cortas, y veía acercarse el momento del encuentro como el barquero un remolino en las aguas. No habló una sola palabra durante la cena, y su excitación apenas le permitió beber una taza de leche. Por fin se levantó de la mesa y salió.
Todo estaba como el día anterior. Las calles, oscuras y dormidas; las ventanas, rojizas; el silencio y las parejas que paseaban lentamente.
En la cerca del jardín del zapatero le acometió una gran angustia. Le hacía temblar el más leve rumor, y sus ademanes sigilosos y su escucha en la oscuridad fueron semejantes a los de un ladrón. No había aguardado un solo minuto cuando ante él apareció Emma. Le pasó ambas manos por el pelo como todo saludo y luego abrió la puertecilla del jardín. El entró cautelosamente y la muchacha le condujo hasta la parte trasera de la casa, donde era mayor la oscuridad y menor la probabilidad de que los sorprendieran.
Allí se sentaron, uno al lado del otro, sobre la lumbrera del sótano, y tardaron unos instantes en poderse ver en aquella oscuridad. La muchacha parecía alegre y no dejaba de charlar en voz baja. Había ya gustado anteriormente algunos besos y estaba al corriente de las cosas del amor. Le gustaba aquel muchacho lleno de ternura y timidez, y no se esforzaba en disimularlo. Cogió su rostro delgado con ambas manos y le besó la frente, los ojos y las mejillas. Cuando le llegó el turno a la boca y volvió a besarla con la misma ansia glotona del día anterior, el muchacho sintió un vértigo y tuvo que apoyarse en su hombro para no caer. Ella rió quedamente y le tiró con suavidad de la oreja.
Siguió charlando sin descanso y él siguió escuchando sin saber siquiera lo que decía. La muchacha le acarició el brazo, el pelo, el cuello y las manos, apoyó su mejilla en la de Hans y su cabeza en el hombro de él. Y Hans siguió callado, dejando que ella hiciera lo que quisiera sintiéndose preso de una angustia honda y feliz y a trechos corta y leve como un temblor febril.
—¿Qué clase de novio eres tú? —preguntó ella, de pronto. ¿No te fías de mí?
—¡No! ¡No! —exclamó, defensivo, cuando ella quiso besarle nuevamente.
—¿Me quieres tú también? —preguntó la muchacha.
Hans quiso decir que sí, pero sólo acertó a asentir con la cabeza y estuvo haciéndolo un buen rato.
Quiso irse, pero al ponerse en pie se tambaleó y estuvo a punto de caerse por la lumbrera del sótano.
—¿Qué tienes? —le preguntó Emma, sorprendida.
—No lo sé. Estoy muy cansado.
No se dio cuenta siquiera de que ella le abrazaba con fuerza y que le estrechaba contra su cuerpo, no oyó sus saludos, ni el crujido de la puertecilla al cerrarse. Echó a andar por las calles y de pronto se encontró ante la puerta de su casa, como si una tempestad le hubiera arrastrado hasta allí o como si una corriente impetuosa le hubiera llevado, tambaleante y sin fuerzas. Tenía las manos frías, el pecho y la garganta palpitantes, y oleadas de sangre le cegaban los ojos, volviendo al corazón después de dejarle sumida la cabeza en un vértigo.
Halló a tientas su cuarto, se metió en la cama y se durmió en seguida, cayendo en sueños de abismo en abismo y de pesadilla en pesadilla. Alrededor de la media noche se despertó apenado y exhausto, permaneciendo en una angustiosa duermevela hasta la madrugada, lleno de un ansia acuciante, transido de una dulzura intensa y vapuleado por fuerzas e impulsos superiores a su voluntad. Con las primeras horas del alba, todo su ahogo y su sufrimiento rompieron en un largo llanto, y luego volvió a dormirse sobre la almohada húmeda de lágrimas.
E
L VIEJO
G
IEBENRATH
accionaba con dignidad la palanca de la prensa, y Hans le ayudaba en la tarea. Dos de los hijos del zapatero habían aceptado la invitación y daban vueltas en torno al lagar con un pequeño vaso en una mano y un enorme pedazo de pan moreno en la otra. Defraudando la esperanza de Hans, Emma no les había acompañado.
Sólo cuando su padre se marchó una media hora con el tonelero, Hans se atrevió a preguntar por ella.
—¿Dónde está Emma? ¿No ha podido venir?
Transcurrieron unos instantes antes de que los pequeños tuvieran la boca vacía y pudieran hablar.
—Está fuera —dijeron, haciendo un gesto de asentimiento.
—¿Fuera? ¿Dónde?
—En su casa.
—¿Se ha marchado? ¿En el tren?
Los niños asintieron diligentes.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
Les pequeños volvieron a dedicar toda su atención a las manzanas. Hans accionó con fuerza la palanca de la prensa, clavó los ojos en la tina de mosto dorado y comenzó a comprender, poco a poco, lo ocurrido.
El padre volvió a los pocos instantes. Se trabajó y se rió mucho rato aún. Luego los niños dieron las gracias por la invitación y regresaron a su casa. En cuanto comenzó a anochecer, Hans y su padre hicieron lo mismo.
Después de la cena permaneció Hans largo rato sentado en la cama. Dieron las diez y las once sin que encendiera la luz. Luego se durmió larga y profundamente.
Cuando se despertó, más tarde, tuvo inmediatamente la incierta sensación de que le había ocurrido una desgracia y una pérdida. Súbitamente volvió a recordar lo ocurrido con Emma. Se había marchado sin una despedida; sin ningún género de duda ella ya sabía que tenía que partir cuando estuvieron juntos la noche anterior. Recordó sus risas, sus besos, sus propias ansias de entrega. No; no le había tomado en serio.
El dolor irritado de aquel pensamiento hizo que la inquietud de sus impulsos amorosos se transformara en un turbio sufrimiento que le empujó de la casa al jardín, a la calle y al bosque. Allí permaneció largo rato, tendido debajo de los árboles, con los pensamientos excitados y la sangre en un continuo hervor. Luego regresó nuevamente a su casa y volvió a echarse en la cama, sin ganas de levantarse ni de hablar con nadie y temiendo a cada instante qué su padre le preguntara lo que ocurría.
Así llegó a comprender, acaso demasiado pronto, buena parte de los misterios del amor, que le parecieron poco dulces y muy amargos. Días llenos de inútiles quejas, de recuerdos ardientes e inconsolables sutilezas; noches en las cuales los latidos del corazón y la penosa aflicción no le dejaban dormir, o en las que eran frecuentes las pesadillas y los sueños angustiosos. Sueños y pesadillas en los que el hervor de su sangre creaba un mundo de imágenes fabulosas y excitantes que sólo acertaban a desvanecerse con las primeras claridades del alba. Y al despertarse se sentía completamente solo, preso de la febricitante soledad de la noche otoñal, y entonces le acometía la nostalgia de Emma y apretaba, gimiendo y llorando, la almohada húmeda de lágrimas.
Fue acercándose el viernes señalado para su ingreso en el taller-escuela de mecánica. Su padre le compró una blusa azul y una gorra del mismo color. Hans se probó ambas prendas, sintiéndose muy cambiado y ridículo con aquel uniforme de cerrajero. Cuando atravesara la ciudad vestido de aquel modo y pasara por delante de la casa del rector, de sus antiguos maestros, del taller de Flaig o de la vivienda del párroco, no podría evitar una clara sensación de vergüenza. ¡Tantos tormentos, tanta aplicación y tanto esfuerzo, tantas pequeñas satisfacciones perdidas, tanto orgullo, ambición y tantos esperanzados ensueños, sólo para que llegara un buen día en que, más tarde que el resto de sus compañeros y entre las risas de todos ellos, tuviera que ingresar como aprendiz en un taller de la ciudad!
¿Qué diría Heilner de aquello si llegara a saberlo?
Poco a poco se fue reconciliando con la blusa azul y llegó hasta a alegrarse un poco pensando en lo próximo que estaba el día de su ingreso en el taller. ¡Al menos se le volvía a presentar una oportunidad para que su existencia de nuevo tuviera algún contenido!
A pesar de todo, no eran aquellos pensamientos mucho más que brillantes relámpagos entre nubes oscuras. No conseguía olvidar la marcha de la muchacha y mucho menos olvidaba su sangre hirviente, las excitaciones de aquellos días pasados. Hans percibía que algo en su interior exigía una pronta satisfacción a sus recién despertadas sensaciones o un guía que le condujera a través de todos aquellos enigmas cuya solución a él solo le era demasiado dificultosa. Y así fueron transcurriendo, lentos y tormentosos los días, hasta llegar al que iba a constituir una fecha señalada en su vida.
Paulatinamente, el gozo minúsculo por su ingreso en el taller mecánico se fue transformando en inquietud, y la inquietud en verdadera agitación. Agitación que hizo presa en él cuando vistió su blusa, se encasquetó su gorra de lino azul y salió por primera vez a la calle con aquel atavío. Era muy temprano y echó a andar tímidamente hacia el taller por la Gerberstrasse. Un par de conocidos le miraron con curiosidad, y uno de ellos no pudo contener la pregunta:
—¿Qué te ha ocurrido? ¿Quieres ser cerrajero?
En el taller ya se trabajaba alegremente. El maestro mecánico estaba ocupado precisamente en la fragua. Colocó una barra de hierro al rojo vivo sobre el yunque y un oficial le llevó el pesado martillo, que el maestro levantó en el aire y dejó caer con fuerza varias veces sobre la masa de hierro, hasta darle un esbozo de forma. Luego la cogió con las tenazas, cambió el martillo por otro menos pesado y siguió golpeando incansablemente. Los golpes resonaron claros y rítmicos en el aire fresco de la mañana que entraba a través de la puerta entreabierta.
En el largo banco del taller, renegrido por la grasa y las limaduras, estaba el oficial más antiguo, y a su lado August, cada cual atento a su correspondiente torno. En el techo zumbaban raudas correas que accionaban los tornos, las pulidoras, los fuelles y las taladradoras, pues se trabajaba con fuerza hidráulica. August saludó a su antiguo camarada y le dijo que aguardara en la puerta hasta que el maestro tuviera tiempo de ocuparse de él.
Hans echó una ojeada a la fragua, a los tornos inmóviles, las correas zumbantes y los bancos donde trabajaban los aprendices, y su anterior agitación aumentó aún más. Cuando el maestro hubo acabado con la fragua, se acercó a él y le tendió una mano grande y ruda.
—Colgarás aquí tu gorra— dijo señalando un clavo vacío que había en la pared—. Aquí está tu sitio y éste será tu torno.
Diciendo esto, le condujo hasta el torno más alejado de la puerta, y delante de todos le enseñó cómo había de hacerlo funcionar y cómo debía de tener ordenadas las herramientas sobre el banco.
—Ya me ha dicho tu padre que no eres ningún Hércules y la verdad es que se echa de ver en cuanto se te mira. Al comienzo te mantendremos apartado de la forja, hasta que estés un poco más fuerte.
Rebuscó por encima del banco y encontró, por fin, una ruedecilla dentada de hierro fundido.
—Puedes empezar con esto. La rueda aún conserva las imperfecciones de la fundición y está llena de pequeñas abolladuras y crestas que hay que rascar para que, después al terminarla, las herramientas finas no se estropeen.
Afianzó la rueda en el torno, cogió una lima vieja y mostró a Hans cómo tenía que hacerlo.