Uno de los que más parecía divertirse con las habladurías del oficial, era August. Reía continuamente y asentía a cada palabra, sintiéndose ya medio oficial, mientras lanzaba, con despectiva fruición, bocanadas de humo al aire dorado de la tarde. Y el narrador seguía jugando su papel, pues consideraba que su presencia entre los muchachos era un exceso de benevolencia y generosidad, ya que el puesto de un oficial no estaba, en domingo, con los aprendices, y sentía un poco la vergüenza de estar ayudando a aquellos jovencitos a gastarse su primer dinero.
Siguieron largo trecho la carretera río arriba, hasta llegar a un recodo donde se les planteó la elección entre el camino real que ascendía lentamente y en grandes vueltas y un estrecho sendero que cortaba más de la mitad del camino. Optaron por el camino, a pesar de ser más largo y más polvoriento, Y es que los atajos son sólo para los días de labor y para los paseantes; el pueblo prefiere, especialmente en domingo, la carretera, cuya poesía todavía no se ha perdido para él. El trepar penosamente por un empinado sendero se queda para los labradores o para los que en la ciudad admiran a la Naturaleza. Es un trabajo o un deporte, pero nunca una diversión para el pueblo. La carretera es, en cambio, donde se resguardan las botas y los trajes domingueros, donde se contemplan carros y caballos, se tropieza o se busca a otros caminantes con quienes cambiar unas palabras o unas bromas, o se persiguen las alegres bandadas de muchachas. Cuanto menos capaz es un caminante de cambiar la alegre, cómoda y fecunda carretera por el sendero del atajo, tanto más lo es el pequeño burgués citadino.
Se siguió, por tanto, el camino real que abarcaba el paisaje con .sus anchas vueltas, grandes y lentas, como las de alguien que no conoce la prisa y no gusta de empaparse inútilmente en sudor. El oficial se quitó la chaqueta, la colgó del bastón y luego lo apoyó en el hombro. En vez de proseguir sus historias, se puso a silbar y los demás le corearon hasta que, una hora más tarde, divisaron Bielach. En el último trecho lanzaron a Hans algunas pullas que no hicieron gran mella en él y que fueron pronto paradas por August como si se trataran de sí mismo. Y por fin llegaron a las puertas de Bielach.
Con sus tejados rojos de ladrillo y sus grises cobertizos de heno, el pueblo parecía acostado entre los otoñales árboles frutales, sobre los que, en la lejanía, se elevaban los oscuros montes boscosos.
La muchacha no quiso ponerse de acuerdo sobre la taberna donde dirigir sus pasos. El Ancora" tenía la mejor cerveza, "El Cisne" los mejores pasteles y en "El Rincón Apartado" la más hermosa de las hijas del tabernero servía las mesas. Por fin se impuso el criterio de August, y decidieron ir primeramente a "El Ancora", sin desdeñar "El Rincón Apartado" para beber otro par de medias pintas ni descartar la posibilidad de ir luego a otros sitios. Atravesaron con paso rápido las calles del pueblo, alegradas por las matas de geranios que crecían en las ventanas bajas de las casas campesinas, y llegaron a "El Ancora", cuya fachada brillaba al sol poniente, flanqueada por dos castaños jóvenes que le daban una sombra indecisa.
A juicio de sus habituales, "El Ancora" era un magnífico local. No pertenecía al número de las tabernas pueblerinas, sino que más bien podía añadirse entre los modernos cubos de ladrillos con muchas ventanas que la moda utilitaria ha esparcido por el país. Tenía sillas en vez de bancos y poseía una buena cantidad de anuncios en latón pintados con chillones colorines, una camarera vestida al modo citadino y un tabernero al que no se veía nunca en mangas de camisa y cuya chaqueta de color castaño era la admiración de los jóvenes de los alrededores. En el jardín crecía una acacia, y estaba rodeada de una alambrada, rota en gran parte por efectos de violentas .borracheras.
—¡Buen provecho! —gritó el oficial, chocando su vaso con el de los tres restantes. Y para demostrar su hombría, se lo bebió luego de un solo trago.
—¡Traiga otro, bella dama, que éste estaba vacío! —gritó a la camarera, echándole el vaso al vuelo.
La cerveza era excelente, fresca y no demasiado amarga, y Hans se bebió su vaso con gusto. August lo hizo con el gesto de un gran conocedor, chascando la lengua y fumando al mismo tiempo como una chimenea, lo que causaba la silenciosa admiración de Hans.
No era tan malo tener su domingo de fiesta y pasarlo sentado en la taberna como uno que se lo ha ganado con su esfuerzo y en compañía de gentes que conocían a fondo las alegrías de la vida. Era hermoso reírse con ellos y hasta arriesgar de cuando en cuando un chiste y una broma propia, era bello y viril golpear la mesa con el vaso después de haber bebido y pedir otro a la camarera. Era hermoso brindar con un conocido cualquiera que estaba en otra mesa, sostener el apagado cigarrillo en la mano izquierda y, como los demás, ladearse el sombrero sobre la nuca.
El oficial comenzó a inflamarse y otra vez volvió a sus labios el chorro de palabras. Conocía a un cerrajero de Ulm que podía beberse veinte vasos de cerveza y cuando terminaba con ellos se limpiaba la boca con la manga y pedía una buena botella de vino. Y en Cannstatt había conocido a un glotón que se comió doce morcillas, una detrás de otra, para ganar una apuesta, pero que luego perdió la segunda de aquellas apuestas al comprometerse a comer todos los platos que hubiera en la carta de una pequeña fonda. Acabó con todos, pero a] final se encontró con varias clases de queso, y cuando daba fin a la tercera, apartó el plato, exclamando: ¡Antes morir que comer un solo bocado más!
También aquellas historias hallaron el aplauso general, y no tardó en demostrarse que en el mundo existía una perseverante clase de glotones y bebedores, pues cada cual sabía ejemplos de semejantes héroes y de sus grandes hazañas. Uno hablaba de "un hombre de Stuttgart"; otro, de "un tragón, creo que en Ludwigsburg"; para aquél, habían sido diecisiete platos de patatas, y para el de más allá, diez tortillas con tocino. Se contaban los sucesos con neutral seriedad y se acogían con un fondo de credulidad a la que no era extraño el simple placer de prolongar la charla. Y es que ese es un placer puramente humano, al que se entregaba la muchachada con la misma pasión que ponía en la bebida, el cigarro o la novia.
Al tercer vaso, Hans preguntó si no había pasteles. Se llamó a la camarera y ella hizo un breve gesto negativo. No, no había pasteles. August fue el primero en levantarse y decir que si no había pasteles no tenían por qué estar allí un minuto más. El oficial se puso a maldecir sobre la miserable taberna, y sólo uno de los aprendices mostró partido por quedarse, pues había cambiado ya algunas miradas con la camarera, acariciándola, de pasada, más de una vez. Hans se dio cuenta y ello, unido a la cerveza, aumentó enormemente su excitación. Se alegró de marcharse en aquel mismo instante.
En cuanto hubieron pagado, salieron a la calle y Hans comenzó a notar un poco los efectos de sus tres medias pintas. Era una agradable sensación, la mitad cansancio, la mitad energía, y también algo parecido a un leve velo tendido sobre sus ojos, a través del cual se veía todo alejado y casi irreal, exactamente igual que en sueños. Pero no por ello abandonó sus risas, y ladeando el sombrero un poco más, se mostró a la altura de sus compañeros. El oficial se puso a silbar de nuevo, y Hans intentó poner sus pasos al unísono del alegre aire de marcha.
"El Rincón Apartado" estaba sumido en un quieto reposo. Un par de campesinos bebían vino nuevo en una mesa apartada, y la sombra de los castaños era espesa y honda. No había cerveza de barril, y cada cual pidió una botella de las grandes. El oficial quiso mostrarse generoso y ordenó un gran pastel de manzanas para todos. Hans comió su parte con verdadero apetito sentado cómodamente en el banco que corría a todo lo largo de la sala. El aparador pasado de moda y la gran estufa se perdían en la penumbra; en una gran jaula con soportes de madera aleteaban dos abejarucos y la sombra de los castaños se proyectaba sobre la sucia fachada del mesón.
El dueño de la taberna se acercó unos instantes a la mesa para dar la bienvenida a sus clientes. Transcurrió un rato hasta que volvió a enhebrarse entre ellos el hilo de la conversación, y Hans bebió algunos tragos de la fuerte cerveza embotellada, sintiendo curiosidad por saber si lograría apurar toda la botella.
El oficial reanudó las interminables historias de sus tiempos de peregrinaje. Se le escuchó alegremente y Hans no paró todo el tiempo de reír con regocijo y jolgorio.
De pronto se dio cuenta de que no se encontraba bien. Durante unos instantes la habitación, la mesa, las botellas, los vasos y sus compañeros se esfumaron en una niebla rojiza y sólo volvieron a tomar cuerpo merced a un poderoso esfuerzo de su voluntad. Poco a poco fueron arreciando las risas, y él las coreó, diciendo de cuando en cuando algo que olvidaba en el mismo instante. Cuando alguien brindaba, levantaba también su vaso, y así, una hora después, se apercibió con gran asombro que su botella estaba completamente vacía.
—Tienes buen aguante —le dijo August—. ¿Quieres otra?
Hans asintió, riendo. Se había imaginado que una borrachera era algo más peligroso. Y cuando el oficial entonó una canción y todos le corearon, él se puso también a cantar a voz en grito.
Entretanto se había llenado la sala, y apareció la hija del tabernero para ayudar a la camarera. Era una muchacha corpulenta y crecida, con un rostro sano y vigoroso y unos ojos castaños y reposados.
Cuando colocó la nueva botella delante de Hans, el oficial la bombardeó con sus más graciosas galanterías. Ella no pareció prestar la menor atención y, en cambio, acaso para mostrar su desdén o porque le gustaran las finas facciones del adolescente, se volvió hacia Hans y con un gesto rápido le acarició el pelo. Luego se volvió al mostrador.
El oficial, que se hallaba ya en la tercera botella, la siguió, esforzándose inútilmente en trabar una conversación. Luego volvió a la mesa, trompeteó con la botella vacía y gritó, preso de súbita exaltación:
—¡Muchachos, prestad oído!
Y a la llamada de atención siguió una jugosa historia de amores y mujeres.
Hans escuchaba tan sólo una confusa mezcla de voces que parecían llegarle de la lejanía. Cuando se hallaba cerca de dar fin a su segunda botella comenzó a hacérsele dificultosa la charla e incluso la risa. Quiso acercarse a la jaula para hostigar un poco a los pájaros, pero a los dos pasos se tambaleó, estuvo a punto de caerse y prudentemente volvió a su sitio.
A partir de aquel instante se fue relajando su insensata alegría interior. Sabía que había cogido una borrachera y se sentía incapaz de dar un solo paso. Y como en una desvaída lejanía se le aparecieron todas las desdichas que le aguardaban: el camino de regreso, una escena con su padre y, al día siguiente, la vuelta al taller. La cabeza le dolía intensamente, y no acertaba a ver con claridad lo que ocurría a su alrededor.
También los otros habían gustado con demasía el placer de la bebida. En un instante de lucidez, August demandó la cuenta. Le devolvieron muy escaso cambio y sin abandonar risas y charlas, salieron a la calle, sumida ya en la media luz del crepúsculo. Hans apenas podía tenerse en pie, por lo que se volvió, vacilante hacia August y dejó que éste le arrastrara.
El oficial se había vuelto sentimental. Cantó en voz baja la canción "Mañana estaré lejos de aquí", y al terminar tenía los ojos arrasados en lágrimas.
Decidieron emprender el camino de regreso, pero al pasar ante "El Cisne", la mayoría se empeñó en que entraran allí. En el umbral de la puerta, Hans se separó de su amigo.
—Tengo que volver a casa.
—No puedes marcharte solo —dijo el oficial, echándose a reír.
—Sí, sí. Tengo... que... volver... —silabeó el muchacho con la obstinación que da la borrachera.
—Pues bebe, al menos, un trago de aguardiente. Ayuda a las piernas y serena el estómago. Ya verás...
Apenas se dio cuenta de que le ponían un vaso en la mano. Derramó más de la mitad, pero el resto se lo bebió de un trago y sintió su ardor en la garganta como una llama. Descendió, tambaleante, los escalones de la entrada y se encontró, sin saber cómo, a la salida del pueblo. Las casas, las tapias y los jardines bailaban ante sus ojos una danza confusa y endemoniada.
Se tendió bajo un manzano en la húmeda pradera. Un tropel de repugnantes sensaciones, de atormentantes temores y de incompletos pensamientos le impedían conciliar el sueño. Se imaginaba a sí mismo sucio y lleno de vergüenza. ¿Cómo volvería a su casa? ¿Qué diría a su padre? ¿Y qué sería de él al día siguiente? Se hallaba tan fatigado y molido que de buena gana habría reposado toda una eternidad. Le dolía la cabeza y le escocían los ojos y no hallaba siquiera fuerzas para levantarse y proseguir su camino.
Súbitamente le invadió una ola retrasada y fugaz, un último resto de su alegría anterior. Hizo una mueca y se puso a cantar a voz en grito:
Oh, querido Agustín, Agustín, Agustín, Oh, querido Agustín, Todo es así. Y apenas hubo terminado sintió un intenso dolor en su interior y le anegó un torrente turbio de desvaídas imágenes y recuerdos. Unos gemidos escaparon de sus labios y se precipitó, sollozando, sobre la hierba.
Era ya noche cerrada cuando se levantó y echó a andar por la ladera con paso inseguro.
El viejo Giebenrath no pudo contener su irritación al ver que su hijo no estaba de regreso a la hora de la cena. Al dar las nueve y no llegar Hans todavía, preparó un fuerte bastón que no se había visto precisado a usar desde hacía mucho tiempo. ¿Acaso creía el bribón que su edad le ponía fuera del alcance de la mano paterna? ¡Podía prepararse en cuanto regresara...!
A las diez cerró la puerta de la casa. Si su señor hijo quería vagabundear durante la noche, ya vería él dónde dormía.
Pero a pesar de todo no pudo conciliar el sueño y hora tras hora estuvo aguardando con creciente impaciencia a que una mano diera sigilosamente la vuelta al pomo de la puerta y llamara luego con timidez. Trataba de imaginarse la escena... Quizá estuviera borracho el muy bribón, pero no le cabía duda de que lo purgaría con un ayuno obligatorio. ¡Aunque tuviera que romperle todos los huesos uno a uno...!
Por fin la fatiga venció a la indignación, y el sueño bienhechor acabó con su impaciencia.
A la misma hora, corriente abajo el río arrastraba, silenciosa y reposadamente, al tan amenazado Hans. El asco, la vergüenza y el dolor habían huido de su lado; en su cuerpo delgado y fluctuante se contemplaba la fría y azulada noche otoñal. Jugueteaban las aguas con sus manos, sus cabellos y sus labios pálidos, y los juncos parecían inclinarse a su paso. Mansamente, se deslizaba sin que nadie le viera, a excepción de las nutrias movedizas que al alba salían de caza y que rehuían, temerosas, su contacto. Nadie supo tampoco cómo se había caído en el agua. Quizá se equivocó de camino y resbaló en algún despeñadero, acaso quiso beber y perdió el equilibrio. O acaso le atrajo tanto la contemplación de las aguas que se inclinó sobre ellas y al ver que la noche y la palidez de la luna le miraban desde su inmensa paz se sintió impulsado por el cansancio y el miedo a buscar refugio en las sombras de la muerte.