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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

Bajo las ruedas (17 page)

BOOK: Bajo las ruedas
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Durante sus primeros años escolares, Hans llegó a ser un huésped frecuente de la calleja. En unión de una pandilla de pilluelos, rubios como la paja y con ropas tan rasgadas como las de un espantapájaros, escuchaba las historias de ladrones y de crímenes que contaba la famosa Lotte Frohmuller. Era ésta la mujer de un tabernero que estaba separada de su marido por desavenencias conyugales, y tenía tras ella cinco años de cárcel. Había sido, en sus tiempos, una conocida belleza, había tenido un buen número de amantes entre los obreros de la fábrica y dado motivo a muchos escándalos públicos y a innumerables riñas sangrientas. Pero todo aquello había pasado, y cuando Hans se sentaba a su puerta no tenía otro entretenimiento que hacer café y contar las más inverosímiles historias, que escuchaban como embobados los vaguillos que formaban la pequeña tropa, y los obreros y las mujeres que acudían a tomar café. Sobre el renegrido fogón de piedra hervía el agua en un caldero, una vela de sebo ardía, alumbrando la espaciosa estancia a un tiempo que las azuladas llamas de los carbones, y el resplandor de aventura proyectaba la sombra de los oyentes en imprecisa masa sobre la pared y aumentaba sus dimensiones hasta hacerlas inmensas y fantasmales.

El niño de ocho años trabó allí conocimiento con los dos hermanos Finkenbein. A pesar de la oposición paterna, mantuvo durante más de un año una afectuosa amistad con ellos. Se llamaban Dolf y Emil, y eran los chiquillos más callejeros y vagabundos de toda la villa, famosos por sus frecuentes asaltos a los huertos de los alrededores, y grandes maestros en riñas y en trapacerías. Cambiaban y vendían huevos de pájaros, bolitas de estaño, cuervos jóvenes, estorninos y conejos, colocaban anzuelos en los trechos del río en que estaba prohibido, y se comportaban en todos los jardines de la villa como en su casa, pues ninguna cerca era tan espinosa ni ninguna tapia estaba lo suficientemente cubierta de cristales rotos para que no pudieran escalarla fácilmente.

Pero el habitante de El Halcón que más amistad trabó con Hans fue Hermann Rechtenhell. Era un verdadero filósofo encarnado en el cuerpecillo desmedrado y enfermo de un niño de diez años. Andaba apoyándose en un bastón, porque una de sus piernas era más corta que la otra y por ello, no podía, tomar parte en los juegos de la calle. Era muy delgado, y su rostro pálido parecía reflejar toda una gama de sufrimientos que iban desde las lágrimas, raras e infrecuentes, a la angustia silenciosa y desalentadora. Poseía una especial habilidad en toda clase de trabajos manuales, y la pesca era para él una pasión tan irresistible que no tardó en contagiar a Hans. Este no poseía entonces licencia de pesca, pero a pesar de ello echaban el anzuelo en cualquier lugar oculto, porque si cazar es siempre una diversión, no cabe duda que hacerlo furtivamente es un placer exquisito. Del cojo Rechtenhell aprendió Hans a cortar las varas apropiadas, a trenzar el pelo de cabello de caballo, colocar los sedales, a anudarlos convenientemente y afilar las puntas de los anzuelos. Las horas pasadas a su lado le enseñaron también a juzgar el tiempo, a contemplar con ojo entendido la superficie de las aguas, a elegir los mejores cebos y afianzarlos bien en el anzuelo, y a encontrar los lugares aptos para una buena pesca. Aprendió a diferenciar las especies de peces, a saber escuchar su rumor durante la pesca y mantener la cuerda en la profundidad apropiada. Hermann era de un carácter triste y no prodigaba mucho las palabras, pero su sola presencia, su ejemplo e intuición especial que le hacía adivinar el momento propicio para levantar el sedal, bastaban para que Hans le admirara intensamente.

No tardó en producirse su desacuerdo con los hermanos Finkenbein, de quienes el pequeño Giebenrath se separó después de una furiosa pelea. El silencioso y paralítico Rechtenhell le abandonó, en cambio, sin ningún tropiezo. Un día de febrero se metió en su mísera cama sobre una silla dejó el bastón y las ropas, comenzó a subirle la fiebre y acabó por morir con una prisa que nunca había tenido en vida. La calle le olvidó en seguida y puede decirse que sólo Hans mantuvo durante largo tiempo un buen recuerdo suyo.

Pero con él no se terminaron los curiosos habitantes de El Halcón. ¿Quién no conocía, por ejemplo, al cartero Rotteler, expulsado del Cuerpo por borracho, que se pasaba los días tendido en la acera y provocaba grandes escándalos nocturnos, pero que en el fondo era tan bueno como un niño y no desperdiciaba ocasión para mostrar su sonrisa bonachona? Dejaba que Hans le cogiera tabaco de su tabaquera ovalada, acogía con alegría el pescado que le regalaba, lo freía en manteca e invitaba al niño a que le acompañara en la comida. Poseía un pájaro de presa disecado, con las alas extendidas y ojos de cristal, y un viejo reloj de música que, al dar las horas, dejaba escapar los sones débiles de una vieja melodía. ¿Y para quién era desconocido el viejísimo mecánico Porsch, que llevaba siempre botines, aunque fuera descalzo y con las ropas hechas jirones? Como hijo de un severo maestro rural, se sabía de memoria media Biblia y conocía un puñado de refranes y sentencias morales, que soltaba en cualquier instante aunque no vinieran a cuento. A sus muchas costumbres agregaba la de detenerse en la esquina que formaba la casa de los Giebenrath y llamar a todos los que pasaban, saludándolos por su nombre o su apodo y encajándoles dos o tres refranes y sentencias de su inagotable repertorio:

—Hans Giebenrath, joven, querido hijo mío, oye lo que te digo: ¿Qué esperas tú de esta vida? Bienaventurado aquel que no dé malos consejos, porque de él podría decirse que no posee la conciencia perversa. Hagas lo que hagas en esta vida, querido Giebenrath, no te dejes arrastrar por los malos consejos. Igual que las hojas de un árbol frondoso, que caen unas mientras las otras crecen, así sucede también con las gentes que nos rodean. Unos mueren y otros nacen... Y los que van a morir pronto deben transmitir sus conocimientos a los que acaban de nacer. ¿Entiendes Giebenrath?

El viejo Porsch tenía, además de su afición por los refranes y las sentencias, otro repertorio completo de noticias oscuras y fabulosas sobre aparecidos y fantasmas. Conocía los lugares donde emergían de las aguas y las cuevas donde se ocultaban, y hasta llegaba a identificar la personalidad de los espíritus con la de los seres humanos que le rodeaban. A fuerza de repetir las historias, había acabado por creerlas él mismo, y así se daba el caso de que comenzara a explicarlas con un tono profundo y falso, haciendo frecuentes interrupciones para reírse de los que escuchaban, y terminara, conforme avanzaba la narración, por bajar la voz hasta convertirla en un susurro temeroso y casi imperceptible.

¡Cuántas cosas siniestras, horribles, pero oscuramente apasionantes guardaba la mísera y pequeña calleja! En ella había vivido también el cerrajero Brendie, después de haberse alejado de su negocio y de haber visto hundirse su taller como una barca que hiciera agua. Acostumbraba pasar las horas muertas sentado en su estrecha ventana, contemplando con ojos entornados la oscura callejuela y aguardando a que cayera en sus manos cualquier raquítico pilluelo de las casas vecinas para atormentarlo con sádica alegría, tirándole de las orejas y de los cabellos y llenándole el cuerpo de cardenales. Un día lo hallaron en el portal de la casa con un alambre de zinc atado al cuello y colgado del quicio. Tenía el rostro desencajado y su aspecto era tan horrible que nadie se atrevió a acercársele hasta que el mecánico Porsch cortó el alambre por detrás, y el cadáver, con la lengua fuera y los ojos salidos de las órbitas, rebotó de escalón en escalón hasta ir a caer en medio de los horrorizados espectadores.

Todas las veces en que Hans abandonaba la ancha y majestuosa Gerbergasse para meterse en la oscura y húmeda callejuela, le asaltaba, con la atmósfera maloliente y pesada, una angustia acongojante y opresiva, que no era más que mezcla de curiosidad, temor, malos pensamientos y deseo intenso de aventuras. El Halcón constituía el único lugar donde aún podía hacerse realidad la leyenda, donde podía ocurrir un horror nunca sufrido, donde se podía creer en fantasmas y encantamientos y donde era posible sentir el mismo temblor doloroso y confuso que acometía con la lectura de las leyendas y los escandalosos libros populares procedentes de Reutlingen, que eran confiscados por los maestros y que relataban las vergüenzas y los castigos de todo un mundo de héroes oscuros y tenebrosos asesinos y aventureros.

Además de El Halcón había otro lugar diferente a todos los demás, donde era posible escuchar y .vivir extrañas cosas y perderse por un laberinto de desconocidas estancias. Era la inmediata curtiduría situada a orillas del río, el viejo caserón donde las pieles estaban amontonadas en un informe desorden, donde había pasadizos misteriosos y escondidas cuevas, y donde Líese, la operaría, reunía, al atardecer, a todos los niños del barrio para explicarles sus cuentos fantásticos. Allí era todo más silencioso, más alegre y humano que en la callejuela, pero no menos enigmático. Las órdenes de los curtidores en las cuevas, en los sótanos, en el secadero y en los pisos, tenían un tono profundo y misterioso, las grandes estancias estaban siempre silenciosas y encerraban tanto misterio como atracción; el dueño, gigantesco y arisco, era temido como un traganiños, y Líese estaba siempre en todos los lugares de aquel extraño caserón, semejante a un hada protectora y madre de todos los niños, pájaros, perros y gatos que llegaban hasta allí, llena de bondad y repleta de cuentos e historias apasionantes y fantásticas.

En aquel mundo ya tan lejano se movían los pensamientos y los recuerdos del muchacho durante sus forzadas vacaciones. Su ser huía de la gran desilusión y la desesperanza para refugiarse en el buen tiempo pasado, cuando aún le llenaban las ilusiones y veía al mundo como un enorme bosque encantado cuyos peligros, tesoros y guardianes se escondían en la impenetrable espesura. Había logrado abrirse paso en aquella selva virgen, pero el cansancio le había acometido antes de que comenzaran las maravillas. Volvía a hallarse en sus enigmáticos umbrales envueltos en tinieblas, pero el tiempo le había convertido ya en un exclusivo y ocioso espectador.

Un par de veces buscó Hans, en la visita a El Halcón, sus anteriores emociones. Halló la vieja media luz y la misma atmósfera acre y maloliente, los rincones de antaño y los portales oscuros con hombres y mujeres sentados delante de ellos, mientras una bandada de pilluelos rubios como la paja jugaba por la calzada entre gritos y lloros. El mecánico Porsch estaba más viejo y no reconoció a Hans, respondiendo a su afectuoso saludo con una mueca irritada y breve. Crossjohan, apodado Garibaldi, había muerto hacía largo tiempo y también Lotte Frohmüller. El cartero Róottlere seguía aún allí. Se quejó de que los pilluelos le hubieran robado el reloj, y al ver que Hans seguía preguntando, le pidió permiso para coger tabaco de su tabaquera e intentó sacarle alguna limosna. Las monedas tuvieron la virtud de desatar su lengua, y habló de los hermanos Finkenbein, uno de los cuales trabajaba en la fábrica de cigarrillos y se emborrachaba como un viejo, mientras el otro era operario en una forja artística de una población vecina y no frecuentaba la villa desde hacía más de un año. Todas aquellas noticias impresionaron a Hans, que se despidió emocionado del cartero borracho, con la sensación de que sólo él estaba parado mientras el resto del mundo seguía avanzando.

Al anochecer fue hasta la curtiduría. Atravesó el húmedo patio casi de puntillas, como si quisiera sorprender a su propia infancia oculta en el vetusto caserón, con todas sus pasadas alegrías.

La escalera estrecha y empinada le condujo hasta el piso donde colgaban las pieles, extendidas y tensas en grandes bastidores. El acre olor del cuero mojado hizo que en su mente se desbordara todo un torrente de recuerdos. Anduvo unos instantes por las estancias grandes y solitarias y luego volvió a descender y buscó el apartado rincón del patio donde estaban las entradas a los sótanos 'y a las cuevas. Y allí vio a Liese, sentada en su lugar de siempre, pelando un cesto de patatas, con unos cuantos muchachillos sentados a su alrededor.

Hans permaneció en el umbral de la puerta, y una sonrisa reposada acudió a sus labios. Una paz intensa llenaba el patio de la curtiduría, envuelto en las primeras sombras de la noche, y fuera del débil rumor de las aguas del río que se deslizaban al otro lado de la tapia, no se oía otra cosa que el crujido de las patatas al ser peladas y la voz de Liese que contaba uno de sus cuentos. Los niños la escuchaban silenciosos, con los grandes ojos muy abiertos y las manos sobre las rodillas. Ella contaba la historia de San Cristóbal, quien una noche oyó una voz infantil que le llamaba al otro lado del torrente.

Hans escuchó unos breves instantes y luego atravesó el patio en silencio. Al regresar a su casa tuvo el convencimiento de que todo aquello se había ido para no volver jamás. Nunca volvería a ser un niño, ni podría sentarse, al atardecer, en torno de Liese, con los demás, entusiasmado y arrebatado por las historias y los cuentos. Y a partir de aquel instante decidió no volver jamás a la curtiduría ni a la callejuela.

Capítulo VI

E
NTRABA EL OTOÑO
. Entre los bosques de abetos se destacaban los escasos arbustos amarillos y rojos como antorchas. Los torrentes estaban ya envueltos en niebla, y el río dejaba escapar el vaho en el fresco de las mañanas.

Diariamente el pálido ex seminarista seguía vagando por las afueras de la villa, cada vez más triste y más cansado, pero huyendo siempre de la poca compañía que hubiera debido tener. El médico seguía prescribiendo gotas, aceite de hígado de bacalao, huevos y baños fríos. Todo era inútil.

Pero no era un milagro que las medicinas no sirvieran de nada. Toda vida sana ha de tener un contenido y una meta, y ambas cosas estaban perdidas para el joven Giebenrath. Su padre había decidido hacerle escribiente o enseñarle un oficio, pero el muchacho estaba todavía muy débil, y era necesario que recuperara un poco sus fuerzas antes de dedicarse a cualquier tarea.

Desde que se había mitigado en su ánimo el trastorno de las primeras impresiones y desde que no creía siquiera en las ventajas de un suicidio liberador, Hans cayó en una indiferente melancolía que le iba tragando poco a poco, como la arena movediza de un pantano.

Sus solitarias correrías dejaron de tener el río como meta, y se centraron en los campos otoñales. La tristeza del otoño, la quieta caída de las hojas, el pardear de las praderas, la espesa niebla temprana y las ansias de muerte que parecían poseer a toda la Naturaleza transformábanse en él, como en todos los enfermos, en una disposición de ánimo desesperanzada y penosa y en unos pensamientos llenos de tristeza. Sentía el deseo insatisfecho de evadirse, de dormir, de morir, y sufría al ver que su propia juventud y fuerza vital contradecían el deseo y seguían abrazadas a la vida con verdadera tenacidad.

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