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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

Bajo las ruedas (18 page)

BOOK: Bajo las ruedas
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Contemplaba los árboles y los veía cambiar de verdes en amarillos y pardos, caer sus hojas y quedar sus ramas calvas; contemplaba la niebla blanca que cubría los bosques y los huertos tras la recogida de los frutos, y el río, en el cual había terminado el baño y la pesca, flotando en su corriente las hojas caídas de los árboles y frecuentadas tan sólo sus orillas por los curtidores. Desde días atrás arrastraba masas de heces, pues en todos los lugares y en todos los molinos se estaba en plena tarea de mostear, y por las calles de la villa flotaba el inconfundible aroma del jugo de las frutas.

En el molino inferior alquiló el zapatero Flaig una pequeña prensa e invitó a Hans a las tareas del mosteo.

Delante del molino había una gran cantidad de lagares grandes y pequeños, carruajes, cestos y sacos llenos de fruta, tinas, cubos y recipientes, enormes montones de heces de color castaño, palancas de madera, carretones y vehículos vacíos. Los lagares trabajaban incansablemente, crujiendo, gimiendo, cantando y aullando. La mayoría estaban barnizados de color verde, y ese verde, unido al castaño amarillento de las heces, al color de los cestos de manzanas, al río verdoso, a los niños descalzos y chillones y al dulce sol otoñal, daba al que lo contemplaba una clara impresión de júbilo, de alegría vital y de abundancia. El crujido de las manzanas al prensarse sonaba áspero y estimulante; quien se acercaba al lagar y lo escuchaba por vez primera sentía la necesidad de morder una manzana. De los caños fluía el grueso chorro del mosto, dulce y de un amarillo rojizo que brillaba a los rayos del sol; quien se acercaba al lagar y lo veía por vez primera, sentía la necesidad de pedir un vaso y probarlo en seguida. Luego se quedaba quieto unos instantes, se le humedecían los ojos y un torrente de dulzura y bienestar invadía su interior. Aquel mismo mosto dulce era el que llenaba el aire con su aroma vivo, fuerte y excitante. Aroma que era lo más fino de todo el año, la suma de la madurez y de la cosecha y al que convenía aspirar a grandes bocanadas poco antes de la llegada del próximo invierno, pues así se recordaban con agradecimiento una multitud de cosas buenas y maravillosas: las blandas lluvias primaverales, las rugientes turbonadas veraniegas, el fresco rocío otoñal, el acariciante sol de primavera y el ardiente del verano, el color castaño rojizo y amarillento de los árboles frutales antes de la recogida y todo lo hermoso y alegre que se había dado en el curso de ese año.

Eran aquellos unos días radiantes para todos. Los ricos y ricachos de la villa salían de sus casas y se dirigían personalmente a los lagares, donde probaban las manzanas más finas de su cosecha, contaban su docena o más de sacos, bebían un trago de mosto en su vaso de bolsillo de la más fina plata y repetían a todos los que estaban a su alrededor, que ni una sola gota de agua adulteraba la pureza de aquel mosto. Los pobres no tenían, en cambio, más que un solo saco de fruto, probaban su mosto en vasos o tinajas de barro, lo mezclaban con una buena cantidad de agua y no por ello se mostraban menos alegres y orgullosos. El que por cualquier causa no podía mostear, iba de prensa en prensa, visitando a sus amigos y conocidos, recibiendo en cada una su buen vaso de mosto y cogiendo en todas ellas un puñado de manzanas, ya que no le faltaba la completa seguridad de que él tenía que ver mucho en todo aquello. Bandadas de niños, pobres y ricos, corrían entre las presas, cada cual con su manzana mordida y un pedazo de pan en la mano, pues desde tiempos inmemoriales corría la insensata leyenda de que quien comía pan durante el mosteo no tendría nunca dolor de vientre. Cien voces gritaban a un tiempo y en todas ellas había excitación y alegría.

—¡Ven aquí Hannes! ¡Sólo un vaso! ¡Aquí! Sólo un vaso!

—¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Pero ya he cogido un cólico!

—¿Cuánto has pagado por la arroba?

—Cuatro marcos. Pero son excelentes. ¡Prueba! ¡Prueba!

Con frecuencia ocurría una pequeña desgracia. Un saco de manzanas se abría demasiado pronto y todo el fruto rodaba por el suelo.

—¡Mis manzanas! ¡Ayudadme! ¡Pronto!

Todos se apresuraban a prestar ayuda al siniestrado y sólo un par de pilluelos trataban de aprovecharse.

—¡No guardaros nada, bribones! Podéis comer todas las que queráis, pero no permito que os las metáis en los bolsillos.

—¡No tan orgulloso, señor vecino! ¿Ha probado usted esto?

—¡Miel! ¡Igual que miel! ¿Cuánto logró este año?

—Dos barriles. Pero puro, completamente puro.

No faltaban tampoco los viejos, que no mosteaban ya, pero que sabían al dedillo todo lo relacionado con la operación y contaban cosas de lejanos años. Entonces la fruta estaba casi regalada, todo era mucho más barato, no se sabía nada de añadir azúcar y hasta los árboles daban otras manzanas distintas a las de ahora.

—Entonces sí que se podía hablar de cosecha. Yo tuve que mostear durante diez días enteros para poder echar toda mi fruta en el lagar.

Pero aunque los tiempos se habían vuelto tan malos, los viejos tristes seguían probando el mosto, y aquellos que tenían aún dientes no vacilaban en mordisquear también las apetitosas manzanas. Uno de ellos llegó a arremeter con las peras de agua, y tanto se entusiasmó, que no tardó en sentir los primeros efectos del cólico.

—Yo aseguro —razonaba luego ante los demás— que años atrás llegué a comerme diez piezas como esas. — Y en su voz se traslucía la nostalgia por los tiempos en que le era posible comerse diez peras de agua sin temor al fantasma del cólico.

El zapatero Flaig había colocado su prensa en el lugar más frecuentado. Le ayudaba en las tareas uno de sus aprendices mayores, y tanta era su satisfacción, que aquellos días había olvidado sus sermones habituales y ofrecía a todos el consabido traguito, acompañado de sonrisas y saludos afectuosos. Sus hijos no parecían estar menos satisfechos que él y correteaban de prensa en prensa, sumergidos en la alegría del mosteo y de la multitud. Pero el aprendiz era el que sentía con mayor plenitud la alegría de verse al aire libre y degustaba con el mayor placer la dulzura del mosto. Procedente de una familia de labradores pobres que vivía detrás de las montañas, hallaba en el aroma y el gusto el recuerdo del suelo nativo y su ancha cara de campesino sonreía como la máscara de un sátiro mientras se llevaba el vaso por enésima vez a los labios.

Hans Giebenrath llegó a los lagares al mediodía. Caminaba en silencio, con la cabeza baja y el oculto temor de tener que verse de nuevo entre toda aquella gente conocida. Al llegar a la primera prensa, Liese Naschold le tendió un vaso. Hans bebió un trago, y con el gusto fuerte y dulce del mosto volvieron a su mente una multitud de recuerdos de anteriores otoños, y sintió al mismo tiempo el tímido deseo de compartir la alegría de la multitud. Siguió andando lentamente. Le hablaron muchos conocidos, le fueron ofrecidos muchos vasos, y cuando llegó a donde estaba el lagar de Flaig, ya había hecho presa en él la alegría general y eran visibles en su ánimo los efectos de la bebida. Saludó al zapatero con una cómica gravedad, que se echó a perder cuando hizo súbitamente un par de chistes sobre el .mosto. El maestro zapatero procuró ocultar su asombro y alegremente le dio la bienvenida.

No había transcurrido media hora, cuando llegó una muchacha con un vestido azul, que sonrió a Flaig y al aprendiz y se puso a ayudarles en la tarea.

—Esta es mi sobrina de Heilbronn —dijo el zapatero—. Está acostumbrada a otra clase de vendimia, porque ellos tienen mucho vino.

La muchacha aparentaba tener dieciocho o diecinueve años, era movediza y alegre como los habitantes de la llanura, no muy alta, pero bien formada y de silueta llena. Alegres y maliciosos eran los ojos, oscuros y de cálida mirada, que alegraban su rostro ovalado; su boca era grande y de labios carnosos, y todo su aspecto era el de una risueña y robusta habitante de Heilbronn, pero no el de una parienta del piadoso y puritano zapatero. Ella estaba muy lejos del mundo de severidad y penitencia en que moraba su tío, y sus ojos no se semejaban en nada a los de una persona que se pasara el día y la noche leyendo los cánticos piadosos y la Biblia.

Hans contempló su llegada con cierta aflicción y por unos instantes mantuvo la esperanza de que se marcharía en seguida. Pero Emma —que así se llamaba la muchacha— permaneció allí, charlando y riendo, sabiendo dar a cada broma una alegre respuesta y coreando con carcajadas cualquier gesto. Hans no tardó en avergonzarse y permaneció silencioso. Siempre le había parecido horrible hablar con muchachas a las que tenía que tratar de usted, y aquélla era tan animada y tan habladora y parecía tener tan poco en cuenta su presencia y su timidez, que se sintió un poco ofendido y se replegó sobre sí mismo, insistiendo en su silencio y acusando en su rostro una despectiva expresión de aburrimiento.

Nadie tuvo tiempo de apercibirse de ello, y Emma menos. Hans oyó que permanecería unos quince días en casa de Flaig, pero que había estado antes otras veces y conocía ya la ciudad. La muchacha trabó conversación con los del lagar vecino, bromeó y rió un poco con ellos, volvió la cabeza hacia su tío y le hizo un guiño amistoso, luego cogió por el brazo a los niños, les regaló algunas manzanas y lanzó al aire unas carcajadas sin ton ni son. Llamó a los pilluelos que daban vueltas entre los lagares:

—¿Queréis manzanas?

Y cuando ellos asintieron, cogió las más hermosas y rojizas, ocultó sus manos detrás de la espalda y preguntó con voz maliciosa:

—¿Derecha o izquierda?

Varias veces repitió la operación y la pregunta, pero la manzana no estaba nunca en la mano que decían los chicuelos, y sólo cuando éstos se pusieron a insultarla, les dio unas manzanas de las verdes y pequeñas. Entonces pareció fijarse por primera vez en Hans y le preguntó si él era quien tenía siempre dolor de cabeza, pero antes de que el muchacho pudiera responder, ya estaba enredada en una nueva conversación con los del lagar vecino.

Pensaba Hans en regresar a su casa, cuando Flaig le entregó la palanca del lagar.

—Te agradeceré que sigas trabajando. Emma te ayudará mientras yo voy al taller.

Partió el artesano, el aprendiz se encargó de transportar el mosto con ayuda de la mujer de Flaig y Hans se quedó en el lagar a solas con Emma. Apretó los dientes y la miró como a un enemigo, mientras accionaba la palanca con todas sus fuerzas.

Le sorprendió que costara tanto hacer funcionar la prensa, y cuando fue a mirar lo que sucedía, la muchacha rompió a reír con todas sus ganas. Le ayudó a soltarla, pero en cuanto Hans se puso a accionarla de nuevo, volvió a repetir la broma y la sujetó de nuevo.

El no dijo una sola palabra. Pero mientras levantaba la palanca, a la que se oponía del otro lado el cuerpo de la muchacha, le acometió una gran vergüenza y poco a poco fue dejando de accionarla. Sintió un dulce temor y escuchó de nuevos las carcajadas de Emma. Entonces le pareció que aquellas risas sonaban menos burlonas y que ella misma se mostraba más amistosa. Permaneció unos instantes indeciso y luego asomó a sus labios una tímida e insegura sonrisa.

Y a partir de aquel momento permaneció la palanca en un completo reposo.

Emma le obsequió con otra sonrisa que nada tenía que ver con las burlonas carcajadas de antes.

—No vamos a enfadarnos por tan poca cosa —dijo con voz suave. Y tendió a Hans el vaso de mosto en el que ella acababa de beber.

Aquel nuevo trago le pareció al muchacho más fuerte y dulce que los anteriores. Cuando lo hubo bebido se quedó mirando unos instantes el vaso vacío, admirado de que su corazón latiera tan aprisa y que su aliento fuera tan entrecortado.

Trabajaron después un poco, y Hans no supo lo que hacía cuando intentó colocarse de tal modo que el vestido de la muchacha le acariciaba al moverse y su mano tocaba la de ella, Tantas veces como eso sucedía, se le detenía el corazón en un temeroso deleite, le invadía una dulce debilidad que hacía temblar ligeramente sus rodillas y su cabeza se llenaba de un zumbido' vertiginoso.

No sabía lo que decía, pero atendía a todas sus palabras y sus respuestas, reía cuando ella lo hacía y le acompañaba en sus frecuentes tragos de mosto. Poco a poco se fue acentuando su temblor y acudieron a su mente lejanos recuerdos: sirvientas a las que había visto en los portales en compañía de algún hombre, unas cuantas frases de los libros de historia, el beso que Hermann Heilner le había dado mientras contemplaban los claustros de Maulbronn y la gran cantidad de palabras, narraciones y oscuras conversaciones escolares sobre "las muchachas" y "lo que sucedía cuando se tenía novia". Respiró con tanta fuerza como un rocín en una cuesta y no pudo evitar un súbito rubor.

Entonces, de pronto, todo se transformó. La gente que rodeaba el lagar quedó convertida en una niebla espesa y coloreada, las voces, los gritos y las risas parecieron desaparecer bajo un fuerte bramido y el río y los viejos puentes se vieron lejanos y desvaídos como si formaran parte de un paisaje pintado.

Emma tenía también un aspecto diferente. Hans no veía ya su rostro... sólo los ojos oscuros y alegres y la boca roja que dejaba asomar unos dientes blancos y puntiagudos. Bruscamente desapareció también su figura y sólo fueron visibles pequeños pedazos de ella: un zapato con una media negra, un rizo encrespado y rebelde sobre la nuca, el cuello redondo y moreno que emergía de la tela del vestido, la espalda tiesa y la suave línea de sus brazos... Unos instantes después, la muchacha dejó caer el vaso en la tina, se inclinó a recogerlo y al hacerlo apretó su rodilla contra los nudillos de la mano de él. Y Hans se inclinó también, pero con mayor lentitud, rozando casi el cabello de Emma con su rostro. El pelo exhalaba un leve aroma, y más abajo, entre los rizos sueltos y encrespados, brillaba cálida y morena la hermosa nuca y el cuello se perdía entre los volantes de su vestido azul.

Volvió a levantarse, y al hacerlo, su rodilla rozó el brazo de él, su cabello le acarició las mejillas y se hizo visible el rubor que la había acometido al inclinarse. Hans sintió que un profundo temblor sacudía todos sus miembros; palideció y por un instante tuvo la sensación de un hondo cansancio que le obligó a agarrarse con fuerza en el borde del lagar. Su corazón latía con fuerza desacostumbrada, los brazos se le debilitaban, le dolían los hombros y no podía contener un confuso parpadeo.

A partir de aquel instante no volvió a pronunciar una sola palabra y evitó las frecuentes miradas de la muchacha. Algo se había roto en su interior y ante su alma veía aparecer una tierra indecisa y nueva, con costas azuladas y lejanas y apariencia atractiva. No tenía la certeza y ni siquiera se atrevía a intuir lo que significaba el temor y el dulce sufrimiento que sentía en su interior y tampoco sabía si era mayor en él la pena o la alegría.

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