Bajo las ruedas (23 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
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Al día siguiente lo encontraron y lo llevaron a su casa. El horrorizado padre tuvo que guardar su bastón y dejar pasar su indignación. Es verdad que no lloró y que apenas dejó traslucir ninguna emoción, pero aquella noche volvió a permanecer despierto, echando mira las frecuentes al inmóvil cuerpo de su hijo que reposaba en la habitación contigua y que con su frente ancha y sus facciones delicadas seguía teniendo la apariencia de un ser superior y merecedor de un diferente destino que los demás. En las sienes y las manos mostraba su piel unas pequeñas excoriaciones azuladas, pero las facciones parecían estar sumidas en un sueño profundo, los párpados blancos velaban sus ojos, y la boca entreabierta tenía un gesto satisfecho, casi risueño.

El entierro agrupó a un gran número de concurrentes y de curiosos. Hans Giebenrath volvió a ser una celebridad por la que se interesó cada cual, y los maestros, el rector y el párroco tuvieron otra vez algo que ver con él. Concurrieron con levita y solemne sombrero de copa, acompañaron el fúnebre cortejo y permanecieron unos instantes ante la tumba, susurrando entre sí. El rector se dirigió a uno de los maestros que parecía especialmente melancólico, y le dijo:

—Sí, profesor. De ése hubiera podido hacerse algo. ¿No es una desgracia que se tenga siempre tan mala suerte con los mejores?

El zapatero Flaig permaneció junto a la tumba con el padre y la vieja Anna, que no cesaba en sus sollozos entrecortados y temblorosos.

—Ha sido amargo, muy amargo, señor Giebenrath —dijo, condolido—. Yo también quise al muchacho.

—No se comprende lo ocurrido —suspiró el viejo Giebenrath—. Fue tan inteligente y todo pareció ir tan bien en un principio; escuela, examen... Y súbitamente, una desgracia tras otra.

El zapatero volvió la mirada hacia las levitas que, por la puerta del cementerio, iban desapareciendo.

—Allá están el par de caballeros que tuvieron su parte de culpa en que llegara hasta donde llegó —dijo, en un susurro.

—¿Qué? —Exclamó su interlocutor, contemplando, dudoso y horrorizado, al artesano—. ¿Qué?

—Tranquilícese, querido vecino. Sólo he querido aludir a los maestros de la escuela.

—¿Ellos? ¿Por qué?

—No sigamos hablando. También usted y yo descuidamos al muchacho alguna que otra vez. ¿No es así?

Sobre la villa lucía un cielo azul y alegre, el río se deslizaba manso y los montes lejanos se destacaban oscuros sobre el horizonte. El zapatero no pudo evitar una sonrisa leve y triste mientras cogía el brazo de aquel hombre a quien en aquella hora asaltaba una abundancia de ideas tardías y confusas que conmovían hasta lo más profundo de su habitual existencia.

FIN

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