Bajo las ruedas (15 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Narrativa

BOOK: Bajo las ruedas
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Todos miraban a Hans como si supiera algo de lo ocurrido. Pero no era así, antes bien era el primer sorprendido, y por la noche, mientras escuchaba los susurros, las fantasías y las bromas de los demás, se arrebujó en las mantas y permaneció durante largas horas lleno de pesadumbre y de temor por su amigo. El pensamiento de que no volvería más al Seminario hizo presa en su atribulado corazón, y una sensación dolorosa le llenó por completo. Transcurrieron lentas y penosas las horas de insomnio, hasta que el cansancio le sumió, por fin, en un sopor sobresaltado y lleno de espantosas pesadillas.

A esa misma hora, Heilner estaba echado en la espesura del bosque, alejado tan sólo un par de millas del Seminario. Tenía frío y no podía conciliar el sueño, pero a pesar de ello gozaba ansiosamente de su libertad y estiraba sus miembros con voluptuosidad, como si hasta entonces se hubiera hallado encadenado en una jaula. Al mediodía había huido del Seminario, andando hasta el caserío próximo, donde había permanecido el tiempo necesario para comprar un pedazo de pan. Se llevó la mano al bolsillo, sacó el que le quedaba y le dio unos bocados, mientras contemplaba, a través del naciente follaje primaveral, la negrura del cielo tachonado de estrellas, con las que parecían juguetear unas nubes oscuras. Desconocía el punto exacto donde se hallaba, y tampoco sabía dónde dirigirse cuando amaneciera, pero sentía la satisfacción de haber huido del convento, mostrando al éforo que su voluntad era más fuerte que las prohibiciones y las órdenes.

La búsqueda infructuosa duró todo el día siguiente. Heilner pasó la segunda noche en la proximidad de un pueblo, entre las gavillas de paja que estaban extendidas sobre un campo para que se secaran de las humedades del invierno. En cuanto amaneció volvió a la espesura del bosque, y al anochecer, cuando intentaba entrar en el pueblo para comprar más pan, cayó en manos de un guardia forestal. Este le acogió con amistosas bromas y le condujo al Ayuntamiento, donde Heilner ganó el corazón del alcalde de la aldea con bromas y halagos, hasta el punto de que el hombre le llevó a pasar la noche en su casa y antes de acostarse le obsequió con huevos y jamón. Al día siguiente fue a buscarlo su propio padre, que requerido por la carta del éforo había llegado urgentemente.

El regreso del fugitivo emocionó a todo el convento. Heilner entró con la cabeza alta y sin parecer arrepentido por su escapada. Se le exigió que pidiera perdón, pero se negó en redondo, y compareció ante la Hermandad del claustro de profesores, sin ninguna clase de temor ni de acobardamiento. Se hubiera querido retenerle, pero su último acto colmaba la medida. Fue expulsado vergonzosamente y salió al anochecer del Seminario para no volver jamás. Su padre le acompañó, y apenas le dieron tiempo de despedirse con un apretón de manos de su amigo Giebenrath.

Hermoso y lleno de vibraciones y fervor fue el gran discurso con que el éforo subrayó la sentencia de aquel caso insólito de insubordinación y degeneración. Mucho más manso, neutro y flojo fue su informe a los superiores de Stuttgart. Los seminaristas recibieron la prohibición de sostener correspondencia con el monstruo expulsado, orden que Giebenrath acogió con una sonrisa de conmiseración. Durante semanas enteras no se habló de otra cosa más que de Heilner y de su fuga. El alejamiento y el tiempo fueron modificando la general opinión, y algunos llegaron a considerar al antes despreciable fugitivo como un águila real que había elevado el vuelo hacia más altas cumbres.

El aposento "Helade" tuvo, a partir de la expulsión de Heilner, dos puestos vacíos. Pero las circunstancias que acompañaron a la pérdida del segundo compañero no se olvidaron tan pronto como las del primero. Sólo el éforo se hubiera sentido a gusto sabiendo que también el olvido había caído sobre la expulsión del rebelde. Pero a pesar de todo, Heilner no hizo la menor tentativa para turbar la paz del convento. Su amigo aguardó y aguardó inútilmente, porque nunca llegó una sola carta de él. Se había marchado, era un ausente más, y tanto su figura como su huida fueron pronto historia, para convertirse más tarde en leyenda.

Sobre Hans siguió gravitando la sospecha de haber sabido de la fuga de Heilner, y aquello le arrebató la benevolencia de los profesores y la confianza de sus condiscípulos. Y cuando un día no supo responder satisfactoriamente a varias preguntas, uno de los primeros le preguntó:

—¿Por qué no se marchó usted con su buen amigo Heilner?

El éforo, en cambio, no le lanzaba ningún apostrofe, ni se irritaba demasiado al contemplar su larga carrera descendente. Se limitaba a mirarle de reojo, con una compasión llena de desprecio y un cierto aire de triunfo a la vez. Aquel Giebenrath no contaba ya para él. Pertenecía a los contaminados por la incapacidad y la impotencia.

Capítulo V

C
OMO UN RATÓN
campestre con sus provisiones otoñales, así pudo Hans mantenerse algunos plazos más en la vida del Seminario con la instrucción anteriormente adquirida. Luego empezó para él una penuria llena de tormento, interrumpida de cuando en cuando por cortos y débiles arranques, cuya inutilidad y desesperanza despertaban en sí mismo la sonrisa. Dejó por fin de lamentarse inútilmente, arrojó a Hornero tras el Pentateuco y al álgebra tras Jenofonte, y contempló sin emoción cómo su buena fama descendía de calificación en calificación en el ánimo de sus profesores; de sobresaliente a notable, de notable a aprobado y de aprobado a reprobado. Cuando no tenía dolor de cabeza, que volvía a ser nuevamente la regla cotidiana, pensaba en Hermann Heilner, soñaba sus fáciles ensueños y permanecía durante horas enteras sumido en sus meditaciones. A los repetidos reproches de los profesores respondía con una sonrisa bonachona y humilde. El pasante Wiedich, un maestro joven y amable, era el único a quien causaba una dolorosa impresión aquella sonrisa desamparada, procuraba en todo memento tratar al muchacho con indulgencia compasiva. Los demás maestros se indignaban con él, le castigaban con un abandono despectivo o intentaban despertar su dormida ambición por medio de irónicas pullas.

—¿En caso de que no vaya a dormirse, puedo intentar que lea usted este párrafo?

El éforo acabó por abandonar la despectiva resignación que había sucedido a la benevolencia y dejarse arrastrar por la indignación que le causaban los fracasos de Hans. El hinchado personaje creía a pies juntillas en el poder de su mirada, y se ponía fuera de sí cuando el alumno Giebenrath oponía a movimiento de sus ojos, majestuosos y amenazadores, la simplicidad bobalicona de su sonrisa.

—No sonría usted tan estúpidamente; antes tiene mayores motivos para llorar.

Mucha más impresión que los insultos y las amenazas de los maestros, causó en Hans una carta paterna que le conjuraba a reformarse. El éforo había escrito al viejo Giebenrath, y el asombro de éste no conoció límites al recibir la carta. Como respuesta mandó a Hans una misiva compuesta por una profusión de tópicos y frases más que manidas, entre las que se traslucía una queja tan llorosa e injusta, que su lectura causó mucho dolor al hijo.

Porque todos aquellos diligentes guías de la juventud, desde el éforo al viejo Giebenrath, pasando por profesores y pasantes, veían en Hans un elemento perverso, un obstáculo a sus deseos, algo obstinado e indolente que había que forzar y obligar a volver al buen camino, aunque fuera por la violencia. Ninguno de ellos, a excepción quizá del compasivo y joven pasante, veía sufrir un alma zozobrante tras la desvalida sonrisa del rostro delgado y adolescente. Un alma que se hundía, y que al hacerlo, lanzaba miradas de temor y desesperación a su alrededor. Y ninguno pensaba siquiera que la rigidez de la escuela y la bárbara ambición de un padre, la inconsciencia de unos maestros y la esterilidad de un sistema, les había llevado a ensañarse sin compasión en el alma inocente del niño. ¿Por qué le obligaron a estudiar día y noche durante la época más sensible y peligrosa de un muchacho? ¿Por qué le arrebataron sus conejos, le alejaron de los demás compañeros de la escuela, le prohibieron la pesca y el descanso, inculcándole, en cambio, el ordinario ideal de una ambición mezquina y extenuante? i Y por qué no le habían dejado disfrutar, después del examen, de sus bien ganadas vacaciones?

Pero ya era tarde para lamentaciones y pregunta?. La rosa marchita estaba tirada en el camino y no servía para nada.

Al comenzar el verano volvió a diagnosticar el médico de la institución una gran debilidad nerviosa, causada en gran parte por el propio crecimiento. Hans debía cuidarse durante las vacaciones, comer mucho y corretear por el bosque todos los días. De ese modo no tardaría en notar gran mejoría.

Pero desgraciadamente no pudo alcanzar el límite. Faltaban aún tres semanas para las vacaciones, cuando Hans fue severamente reprendido por un profesor durante la lección de la tarde. Mientras el maestro seguía apostrofándole, el muchacho se dejó caer hacia atrás, comenzó a temblar angustiosamente y, por fin, rompió en un llanto espasmódico que interrumpió la lección. A causa de eso tuvo que guardar cama durante mediodía.

Días después, durante la clase de matemáticas, tuvo que trazar en la pizarra una figura geométrica y hacer luego la comprobación. Se levantó, pero cuando estuvo delante del pizarrón se le fue la cabeza, dejó caer la regla y la tiza, y al inclinarse para recogerlas, cayó, asimismo, de rodillas y no pudo incorporarse a pesar de todos sus esfuerzos.

El médico de la institución pareció irritado de un paciente que le jugaba tales pasadas. Evadió la responsabilidad, solicitó inmediatamente, la baja de Hans en las clases y recomendó la asistencia de un especialista de los nervios.

—Terminará por tener el baile de San Vito —susurró al oído del éforo, quien asintió con la cabeza y halló indicado cambiar la expresión irritada y hosca de su rostro por un gesto paternal y lastimero.

El y el médico escribieron una carta al padre de Hans, la metieron en el bolsillo del muchacho y se apresuraron a devolverlo luego a su hogar. La compasión desdeñosa del éforo se había trocado en una gran aprensión, y no halló punto de reposo hasta que Hans se halló fuera del Seminario. Estaba bien claro que no volvería a darle de alta en las clases, pues aún en el caso de un restablecimiento, le sería imposible recuperar los meses o siquiera las semanas perdidas por el descanso. A pesar de ello le despidió con un confortador "Hasta la vista", y no tuvo ningún inconveniente en acompañar al fracasado discípulo hasta el mismo patio. Con ello le pareció haber cumplido con su deber. Sin embargo al entrar después en el aposento "Helade" no dejaron de producir una penosa impresión los tres sitios vacíos, y tuvo que esforzarse en alejar los pensamientos que echaban sobre él un tanto de culpa en la desaparición de dos alumnos inteligentes, pero no menos cierto que haber aceptado aquellas dudas de su alma, hubiera sido abdicar de su fortaleza y de su poder.

Detrás del fracasado seminarista quedó el convento, con sus iglesias, sus pórticos, sus torres y sus ventanas; quedaron los bosques, los estanques y las colinas, y en su lugar hicieron aparición los fértiles huertos de la comarca limítrofe de Badén, seguidos de los abetos azulados y oscuros de la Selva Negra, cortaba por innumerables torrentes y más azulada, fresca y umbrosa durante el bochorno del verano que en su lejano viaje otoñal. El muchacho contempló el cambiante, pero siempre permanente paisaje natal, no sin un hondo regocijo, hasta que, cerca ya de la villa, le vino a la mente la figura de su padre, y el penoso temor del recibimiento que le aguardaba echó a perder su minúsculo gozo del viaje. Recordó la emoción y la temerosa alegría con que emprendió el viaje a Stuttgart para el examen y la partida posterior para efectuar su ingreso en Maulbronn. ¿De qué había servido todo aquello? Estaba tan seguro como el éforo de que no volvería jamás y de que había terminado todo lo referente al Seminario, a los estudios y a sus ambiciosas esperanzas. Y aquel pensamiento no le entristecía; únicamente el temor a su padre le llenaba de congoja el corazón, cuyas más legítimas esperanzas había defraudado. En aquel instante no sentía otro deseo que descansar, dormir, llorar o soñar, no deseaba más que, tras todos aquellos tormentos, le dejaran en paz de una vez, y temía no hallar en su casa, al lado de su padre, aquel anhelado reposo. Al final del viaje le acometió nuevamente el dolor de cabeza, y no se asomó a la ventanilla, a pesar de que el tren atravesaba sus parajes favoritos, cuyos bosques y alturas tantas veces había recordado durante su estancia en el Seminario.

Descendió en la conocida estación y atravesó con creciente temor las casi desiertas calles de la villa. Por fin llegó ante su casa. Su padre salió a abrirle. Los últimos informes del éforo habían trocado en temor su desengaño e indignación anteriores. Se había imaginado a su hijo caduco y postrado, y lo halló más delgado y débil, pero aún sano y capaz de mantenerse en pie. Aquello le consoló algo. Pero siguió temiendo lo peor: la enfermedad nerviosa que el médico y el éforo le habían comunicado. En su familia no había tenido nadie hasta entonces ninguna afección nerviosa, habían hablado siempre de semejantes enfermos con la incomprensible burla o la compasión despectiva con que se habla de los locos, y no se les había ocurrido jamás prestar la menor atención a cosas tan insignificantes como el dolor de cabeza o el temblor de las manos. Y ahora su Hans volvía a casa con semejantes historias...

El primer día se sintió el muchacho gozoso de no haber escuchado un solo reproche de labios de su padre. Luego se dio cuenta de la tímida y temerosa indulgencia con que éste le trataba, y comprobó también el patente esfuerzo que tenía que hacer para hablarle de aquel modo. Ocasionalmente se apercibió, asimismo, de sus miradas extrañamente inquisitivas y llenas de curiosidad, del tono engañoso y embozado de su voz y de la disimulada vigilancia que ejercía sobre él. Todo aquello aumentó su recelo y comenzó a atormentarle un impreciso temor sobre su propio estado.

Cuando hacía buen tiempo, acostumbraba a pasarse horas enteras en el bosque. La vista de las flores y de los insectos, el gorjeo de los pájaros y el airecillo tibio que soplaba de la montaña le proporcionaban a veces algo semejante a un reflejo de su antigua felicidad. .Pero sólo eran unos instantes pasajeros, que desaparecían con presteza, dejándole el alma llena de nostalgia. Pasaba la mayor parte del tiempo tendido en el musgo o en el césped con la cabeza pesada y los ojos cerrados, intentando vanamente fijar sus pensamientos. Luego le acometían de nuevo los sueños, arrebatándole lejos, muy lejos; conduciéndole hasta un reino de niebla, donde la realidad estaba muy distante. Seguía teniendo dolor de cabeza, y cuando recordaba el convento o la escuela, se imaginaba que los numerosos libros y los áridos temas formaban una agreste montaña sobre él, y le parecía que Livio y César, Jenofonte y los problemas matemáticos bailaban una loca zarabanda en su dolorido cráneo.

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