También volvió a tener extrañas pesadillas. En una de ellas vio el cuerpo muerto de su amigo Heilner, yacente sobre unas parihuelas, y quiso abalanzarse sobre él, pero el éforo y los profesores se lo impidieron con violencia y le abofetearon en cuanto quiso intentarlo de nuevo. No sólo los profesores del Seminario y los pasantes se encontraban allí, también el rector y los catedráticos de Stuttgart, contemplándolo con rostros severos y miradas acusadoras. Súbitamente cambió todo; en las angarillas yacía el cadáver de Hindú, el ahogado, y a su lado estaba la tímida y grotesca figurilla de su padre, vestido de negro y tocando con su viejo sombrero de copa.
A aquel sueño siguieron muchos otros. Volvió a verse en el bosque de Maulbronn durante la búsqueda del evadido Heilner. Súbitamente aparecía la silueta de su amigo entre las ramas y se alejaba poco a poco, empequeñeciéndose cada vez más, sin hacer caso de sus gritos y sus llamadas. Cuando más alejado estaba, deteníase Heilner, dejaba que él se acercara y repetía entonces con voz grave: "Yo no tengo una novia". Luego se echaba a reír y desaparecía entre las ramas, mientras sus carcajadas seguían aún en el aire.
En otra ocasión soñó que un hombre joven y hermoso descendía de una barca en la orilla de un lago. Sus ojos eran serenos y despedían un divino fulgor, sus manos eran esbeltas y parecían estar tocadas de una paz y un reposo sobrenaturales. Él se acercaba al desconocido, y entonces recordaba el pasaje del Evangelio: "le reconocieron inmediatamente, y corrieron hacia El". Y tenía que recordar la forma conjugativa y cómo eran el presente, el infinitivo, el perfecto y el futuro del verbo, viéndose luego obligado a conjugarlo en singular y plural, sin otorgarse siquiera un instante de respiro. Entonces le acometía un gran temblor, un sudor helado bañaba su frente, y cuando se despertaba tenía igual sensación que si le hubieran golpeado la cabeza.
A pesar de los días espléndidos, no se notó ningún progreso en el estado de Hans, que en vez de avanzar más bien pareció retroceder. El médico de cabecera, que en sus tiempos había certificado la defunción de la madre de Hans, y que de cuando en cuando visitaba a su padre que estaba algo aquejado de gota, alargó el rostro al ver al muchacho y vaciló un día y otro antes de hacer su diagnóstico.
Sólo en aquellas semanas se dio cuenta Hans de que no había tenido ningún amigo durante los dos últimos cursos pasados en la escuela. Una buena parte de sus compañeros de entonces estaban lejos de la villa y otros se habían colocado como aprendices, pero con ninguno le unía el menor lazo, en ninguno iba a buscar nada y ninguno se preocupaba siquiera de su existencia. Dos veces cambió algunas palabras amables con el antiguo rector, y en varias ocasiones le saludó el párroco con una inclinación de cabeza. Pero en realidad Hans no parecía importarles ya demasiado. Había dejado de ser el recipiente donde cada cual podía echar algo, ya no era la tierra fértil, capaz de hacer germinar todas las semillas; no valía la pena de seguir gastando en él tiempo y esfuerzo.
Acaso la atención del párroco hubiera reportado algún bien al muchacho. ¿Pero qué podía hacer el pastor? Podía darle la erudición, o al menos la búsqueda de ella, y eso lo hizo cuando fue necesario. No tenía nada más. No era ninguno de aquellos pastores cuyo latín estaba lleno da vacilaciones y cuyos sermones discurrían siempre por los mismos cauces, pero a los que se iba con gusto en los malos tiempos, porque tenían ojos de bondad y palabras consoladoras para todo dolor. Tampoco el viejo Giebenrath era capaz de prodigar ningún consuelo ni ninguna amistad, a pesar de Los esfuerzos que hacía para no demostrar la irritación y el desengaño que le había causado su hijo.
Este se hallaba a sí mismo más abandonado de día en día, más solitario y más desagradable. Acostumbraba a sentarse al sol, en el jardincillo o a tenderse en el bosque, debajo de los árboles, donde permanecía largas horas abstraído en sus pensamientos o sumergido en sus ensueños. La lectura no le ayudaba a pasar el tiempo, porque a las pocas páginas le dolían la cabeza y los ojos, y porque en todos sus libros le parecía ver fantasmas de los tiempos pasados en el convento, despertando en su ánimo los temores, las congojas y los extraños ensueños de entonces.
Aquel abandono y desconsuelo hicieron surgir inevitablemente en su ánimo otro fantasma. El de un engañoso consuelo, que se le fue haciendo poco a poco, más fiel e imprescindible: el pensamiento en la muerte. Era muy fácil matarse con un arma de fuego o colgar una cuerda en cualquier árbol del bosque. Casi cada día le asaltaban esas ideas durante sus paseos, y se pasaba horas enteras buscando un lagar que fuera suficientemente hermoso para morir en él. Por fin lo encontró, y a partir de aquel instante no dejó de ir allí cada día, de tenderse en la hierba y contemplar los rayos del sol filtrándose entre las ramas, al tiempo que hallaba un íntimo regocijo en imaginarse que un día podían encontrarle muerto en aquel delicioso rincón del bosque. La rama para la cuerda sobresalía del tronco de una encina como una muda invitación, sin que dejara lugar a dudas su resistencia para sostener el cuerpo. Ninguna dificultad se oponía a los prepósitos de Hans. Poco a poco, con intervalos de varios días, fue escribiendo una breve carta a su padre y una larga a Hermann Heilner; ambas tenían que hallarlas sobre el cadáver.
Los preparativos y la sensación de su propia seguridad obraron un buen efecto sobre su espíritu. Sentado debajo de la rama elegida pasó algunas horas, en las que llegó a serenarse la angustia que le afligía desde su regreso, y casi sintió una alegre sensación de bienestar. También su padre apreció la súbita mejoría, y Hans vio con irónica complacencia cómo se regocijaba de una disposición de ánimo cuya causa principal no era más que la oculta seguridad de su próximo fin.
Ni él mismo sabía exactamente los motivos que le hacían ir aplazando de día en día su decisión. Había acogido con entusiasmo la propia idea del suicidio. Su muerte era algo decidido e inevitable y hasta tenía elegido el lugar para exhalar el último suspiro, pero entretanto sentía un gran bienestar y no desdeñaba en disfrutar aquellos últimos días del sol y de la brisa, de los solitarios ensueños y los paseos cotidianos, como un viajero próximo a partir para un largo viaje se apresura a gustar los últimos placeres del lugar que va a abandonar. Su marcha podía tener lugar cualquier día; todo estaba preparado y en orden.
Esa misma seguridad le hacía sentir una especial delicia en pasearse por la villa y contemplar el rostro de las personas conocidas, sabiendo que no tenían siquiera la más ligera sospecha de sus peligrosas intenciones. Y tantas veces como visitaba al médico, no podía evitar un sarcástico pensamiento: ¡Ya verás lo que te ocurre! ¡Ya verás!".
El destino le dejó regocijarse de sus ocultos designios y gozar diariamente con las gotas de alegría y fuerza vital que rezumaba la vasija de la muerte. Muy poco era lo que hasta entonces habían recibido de él aquel joven ser, pero necesitaba redondear su círculo y no deseaba que desapareciese antes de poner en sus labios un poco de la dulzura de la vida.
Las ideas atormentadoras fueron cada vez más raras, y no tardaron en transformarse en una fatigada abulia, en un estado de ánimo flojo e inerte que llenó los días y las horas de Hans. Una tarde estaba sentado bajo los árboles del jardincillo, susurrando una y otra vez, sin saber siquiera lo que decía, un viejo verso de sus tiempos escolares que le había vuelto súbitamente a la memoria:
¡Ay, estoy molido!
¡Ay, estoy cansado!
Nada tengo en la bolsa.
Y nada en el saco.
Luego se puso a canturrearlo con cansado sonsonete, sin pensar en nada ni nadie, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el árbol. Pero su padre estaba en la ventana y, al oírlo, le acometió un gran sobresalto. Su naturaleza hacía que aquella apática y maquinal cancioncilla fuera incomprensible para él, y no pudo evitar un suspiro desesperado al considerarla como el más claro signo de la debilidad mental de su hijo. A partir de entonces fue más angustiosa su vigilancia y mayor su temor. El muchacho se dio cuenta, y aquello aumentó su sufrimiento, pero no se le ocurrió siquiera coger la cuerda y utilizar la rama de la encina.
Entretanto había llegado la estación cálida, y pronto se cumplió el año del examen y las anteriores vacaciones. Hans pensó en todo lo que había ocurrido desde entonces, pero sin otorgarle demasiada importancia ni sentir la más leve emoción. Su alma parecía estar embotada por el forzado ocio, y únicamente echaba de menos los baños en el río y la pesca del año anterior. De buena gana hubiera preparado otra vez los aparejos, pero no se atrevía a pedirle permiso a su padre. Conforme fue avanzando la estación, el deseo imperioso de pescar se fue convirtiendo en un verdadero tormento. Durante sus paseos solitarios, Hans se acercaba muchas veces a la orilla del río, y allí permanecía horas enteras, medio oculto entre el ramaje, siguiendo con ojos ardientes los movimientos de los peces oscuros. Al caer la tarde, remontaba un trecho la corriente y llegaba hasta el lugar donde acostumbraba a bañarse. El sendero era estrecho e intrincado y pasaba delante de la casa del inspector Gessler, lo que permitió que Hans descubriera un día que Emma Gessler, la muchacha que tres años antes le había entusiasmado, estaba de nuevo en su casa. Sintió curiosidad e hizo verla, casi furtivamente, dos o tres veces, pero no le gustó como antaño. Entonces era una niña de ademanes suaves y facciones dulces; el tiempo la había cambiado, y estaba más crecida, tenía gestos bruscos y llevaba el pelo cortado de una manera moderna y poco infantil, que hacía resaltar aún más sus angulosidades de adolescente. Tampoco le caían bien los vestidos largos, y sus intentos de comportarse como una damita eran completamente desgraciados. Hans la encontró casi ridícula, pero al mismo tiempo le causó dolor la transformación, y apenas se atrevió a recordar lo dulce y delicada que había sido anteriormente.
Entonces todo era diferente; más hermoso, más risueño, más animado. Desde hacía largo tiempo no sabía Hans más que de latín, historia, griego, examen, seminario y dolor de cabeza. Pero entonces había tenido libros de leyendas y libros de ladrones y policías, había poseído sus conejos en el jardín y por la noche había escuchado las aventureras historias en la puerta de Naschold. Durante mucho tiempo había creído que el viejo vecino Grossjohann, a quien apodaban Garibaldi, era un capitán de bandidos, y no habían bastado las seguridades de la sirvienta para quitarle tal convicción. Pero, los años habían transcurrido, matando poco a poco todas sus ilusiones. Al encanto de los paseos y del patinar por el río helado había sucedido el tormento del estudio hasta bien entrada la noche, y a la ilusión de pescar en el río, el dolor de cabeza, cotidiano e intenso. Todo había terminado, sin que apenas él se apercibiera. Primero se habían acabado las veladas en la puerta de Naschold; luego, la pesca en las mañanas de los domingos, la lectura de los cuentos, las historias de ladrones y policías y, por último, los conejos del jardín. ¿Dónde había ido a parar todo aquello?
Y así ocurrió que el muchacho prematuramente adulto terminó por vivir durante su enfermedad una segunda infancia artificial. El carácter que le habían robado los hombres de la escuela cuando era niño volvió con mayor fuerza y pasión, errabundo entre una verdadera selva de recuerdos cuya fuerza y claridad los hacía acaso enfermizos. Volvió a vivirlos con una pasión y un ardor no menores que entonces, y la corriente contenida durante tanto tiempo volvió a fluir con tanta fuerza que amenazó, incluso, con anegarlo todo.
Cuando se poda un árbol brotan en su tronco y en sus ramas nuevos retoños. Así ocurre también con un alma enferma en su floración y maleada en su germen que retoña nuevamente y vuelve a la época primaveral del principio, a la niñez irresponsable e inocente, como si pudiera descubrir en ella nuevas esperanzas y anudar el hilo roto de la vida. Los retoños del tronco y de las ramas crecen también con fuerza y rapidez, pero siempre Siguen siendo retoños sin llegar jamás a árbol.
Así le ocurrió también a Hans Giebenrath, y ello nos hace necesario seguir un poco sus caminos de ensueño al reino de la infancia.
La casa del viejo Giebenrath estaba situada muy cerca del viejo puente de piedra, y formaba la esquina entre dos calles completamente diferentes. La primera, cuya numeración incluía a la casa, era una de las más anchas, más largas y distinguidas de la villa, y se llamaba Gerbergasse. La segunda, empinada y corta, era casi intransitable de puro estrecha, y se llamaba El Halcón, a causa de una viejísima y ya desaparecida hostería en cuya muestra había campeado un halcón.
La Gerbergasse estaba habitada en su totalidad por buenos y sólidos burgueses, gentes con casa propia, asiento particular en la iglesia y jardines magníficos que el desnivel de las laderas convertía en terrazas en su parte posterior, y cuyas cercas, construidas en el año setenta, llenaba el buen tiempo de amarilla retama. En distinción, sólo había un lugar en la villa que pudiera parangonarse con la Gerbergasse, y era la Matktplatz, donde estaban agrupadas la iglesia, la bailía superior, el juzgado, el Ayuntamiento y el deanato, edificios todos ellos que le conferían un aire de gran nobleza y dignidad. La Gerbergasse no tenía ninguno de esos edificios públicos, pero poseía, en cambio, mansiones burguesas nuevas y viejas, con puertas imponentes, majestuosos frontispicios, tejados brillantes y anchos ventanales que se iluminaban al anochecer, formando una hilera de luz que se extendía a un solo lado de la calle, ya que el otro lo formaba una ancha balaustrada que dominaba el río.
Si la Gerbergasse era larga, ancha y estaba siempre pletórica de luz y de distinción, El Halcón era su extremo completamente opuesto. Las casas, bajas y sórdidas, tenían las ventanas estrechas y las puertas llenas de grietas y remiendos, las chimeneas torcidas y los tejados deslucidos y rotos, que recordaban más de una vez los de una choza. Las casas se robaban espacio y luz las unas a las otras, y la calleja era tan estrecha que estaba sumida eternamente en una húmeda media luz que en tiempo lluvioso o después de la puesta del sol se convertía en malignas tinieblas. En todas las ventanas había siempre ropa tendida, y nunca se dejaban de escuchar gritos, cantos o risotadas cuando se atravesaba su estrecha calzada, pues tan pequeña y mísera era la calle y vivían en ella tantas familias, que las interioridades de su existencia obligatoriamente tenían que trascender al exterior. Abundaban también los huéspedes que tenían alquilado un cuartucho y los que dormían por cuatro cuartos en el suelo de cualquier habitación. Todos los rincones de las casas viejas y ruinosas estaban espesamente habitados, y la miseria, los vicios y las enfermedades arraigaban allí. La Policía y el hospital no tenían tanto quehacer con el resto de la ciudad como con las casas de la calleja. Cuando se desataba la epidemia de tifus, era aquél el foco principal; cuando se efectuaba algún asesinato, era allí, y cuando en cualquier parte de la villa tenía lugar un robo, se verificaban en El Halcón las primeras pesquisas. Buhoneros y vagabundos tenían allí sus guaridas, y entre ellos se contaban el gracioso Hottehotte, vendedor de polvos para limpiar, y el afilador de tijeras Adam Hittel, de quien se decía tenía los peores vicios y a quien se achacaban los más espantosos crímenes.